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No le importaba un carajo cómo ganaban el dinero, no les juzgaba. ¿Cómo iba a hacerlo? Lo cierto era que a él también le gustaba echarse un porro al final del día para relajarse un poco, pero seguía pensando que era una vergüenza que no se esforzasen más. Que malgastasen lo que habían ganado en anillos de oro y deportivas.

En parecer estrellas de rap y sentirse como putos vagabundos.

– ¿Vamos a hacer esto o qué, colega?

Clive se dio la vuelta cuando Billy gritó. Le vio a través de la puerta abierta del dormitorio, de pie sobre la cama. Con el chico bocabajo.

– Es que tengo un asado dominical esperándome en casa.

Clive asintió. Cogió el mando para bajar la música y abrió su teléfono.

La madre de Theo siempre se tomaba una copa de vino con el almuerzo del domingo. Siempre se ponía sentimental y hablaba de que el domingo era el día favorito de su padre. De cómo solía decir que era el día de la familia. Y después del almuerzo, siempre jugaban a las cartas.

Siempre jugaban al gin rummy, y hoy Angela estaba emocionada por las veces que había conseguido ganar a su hermano mayor, lanzando puñetazos al aire mientras echaba las cartas ganadoras sobre la mesa baza tras baza. Theo solía dejarle ganar un par de manos, pero hoy no necesitaba ayuda. No podía concentrarse más de unos segundos, se dispersaba. Angela y su madre se impacientaban con él, pues se quedaba allí sentado sin hacer nada una y otra vez cuando llegaba su turno.

Después, se sentó a fumar mientras su madre recogía y Angela daba vueltas, todavía resplandeciente.

– ¡Campeona! -cantaba.

– Has tenido suerte, tía. Te tocaron todas las cartas buenas.

– Pura destreza.

Se sentó a sus pies, frente a él, con los pulgares volando sobre los botones de su DS, murmurando para sí mientras mataba monstruos, recogía tesoros o el juego que fuese. Él le miraba la coronilla. Su madre le había hecho algo distinto en el pelo que Theo nunca había visto antes, se lo había trenzado de una forma nueva.

– ¿Qué tal la escuela? -le preguntó.

– Bien.

– ¿Sólo bien?

Ella levantó la vista del juego.

– Estupendamente -volvió a posar los ojos en la pantalla, retorciendo la boca, concentrada, al centrarse en la acción. Tras unos segundos, volvió a mirar hacia arriba y soltó un largo suspiro, como si la acabasen de distraer de una investigación científica vital-. ¿Qué?

– Nada…

Bajó el juego.

– De todas formas, los alienígenas están a punto de matarme -dijo.

No hubiera querido que su hermana lo pasase mal en la escuela, pero seguía estando esa idea de irse, de que todos se fuesen, que ahora se estaba convirtiendo en una fantasía en la que se refugiaba cada vez más. Y sería más imposible si implicaba alejar a Angela de un lugar en el que era feliz. O volver a desestabilizarla.

No era culpa suya que él se hubiese metido en aquel lío. No era culpa de nadie más que él, no importaba lo que dijesen los periódicos ni los demás.

– Estaría bien que pudieses venir a la escuela conmigo -dijo Angela-. Eres listo, así que podrías hacer todas las cosas que son demasiado difíciles.

– Suena bien -asintió como si se lo estuviese pensando y dijo-: Pero tenemos un problema.

– ¿Cuál? -Completamente seria.

– Creo que me descubrirían. Soy un poco grande para tener diez años, tía.

Ella se encogió de hombros, como si se tratase de una minucia.

– Eres listo, así que podrás resolverlo.

– Ya…

– Yo seguiré haciendo juegos y plástica a la hora de la cena y tú puedes hacer todo lo demás, ¿vale?

Sí, era todo un genio. Lo bastante listo como para preguntarse si su madre tendría algo que decir cuando le tocase a él, mientras la pandilla enviaba sus serios SMS y Angela colocaba flores sobre la acera. Lo bastante listo como para estar fastidiándolo todo con Javine y descuidando a su hijo mientras sus amigos morían a tiros en la calle.

Se inclinó para apagar su cigarrillo, escuchando la melodía metálica del juego de Angela una y otra vez.

¿Alguna vez habían sido amigos suyos?

Pensó en Ransford y Kenny. Los compañeros de fútbol de Chatham. Pensó en ellos sin sentir la opresión en el pecho que aparecía cada vez que bajaba a ver a los chicos de la urbanización, o salía a ganarse la vida.

Eran más que amigos, siempre decían eso. Hermanos. Más que familia, incluso, eso es lo que significa pertenecer a la pandilla, pero Theo no se había creído esa mierda ni por un minuto, por muchas veces que chocase los puños e hiciese el saludito ese en plan «mira lo en serio que vamos». Ni Mikey ni SnapZ eran sus amigos, no realmente. Desde luego, no Wave. Easy era el que más se acercaba, el más antiguo en cualquier caso, pero las cosas estaban raras con él últimamente. Desde que se habían subido a aquel Cavalier.

Era lo bastante listo como para haber matado a alguien para ganarse un ascenso.

Angela le pegó en la rodilla para captar su atención.

– ¿Estás bien, Theo?

Miró hacia un lado para ver a su madre de pie en el umbral de la puerta, pasando un paño por un plato. Observándole, con algo en los ojos que hizo que la opresión de su pecho fuese más fuerte que nunca.

Otro golpe.

– ¿Theo?

Se volvió hacia su hermana y mintió.

– Billy ya está listo, ¿no? -preguntó Frank.

Clive miró dentro del dormitorio. Billy estaba listo, pero no podía decir lo mismo del chico de la cama. Se había puesto a revolverlo todo y a gritar hasta que Billy le había indicado, de forma bastante enérgica, que debía quedarse callado y quieto. Clive había oído la voz de un niño aterrado y había visto la mancha oscura de las sábanas debajo de él. El chaval había estado bien gallito antes, al otro lado de la puerta y con una pistola al lado. Pero ese rollo solía desaparecer bastante rápido al acercarse el final.

– Sí, está deseando irse -dijo Clive-. Tiene un asado esperándole en casa.

– Suena bien -dijo Frank-. Yo he mandado a uno de los albañiles a buscarme un bocadillo.

– ¿Cómo está quedando?

– Parece que están trabajando bastante duro, aunque no sé si será sólo porque estoy aquí. Pero el tipo que está haciendo las molduras y esas cosas sabe lo que se hace. Están preciosas.

– ¿Quieres que me pase para que puedas irte a casa?

– Ven a verme a casa luego -dijo Frank-. Para ver cómo vamos.

El tono de su voz sólo cambió ligerísimamente, pero Clive comprendió que ya no estaban hablando de la reforma del pub. Así era como siempre lo hacían, como tenían que hacerlo. Frank no era tonto y sabía cómo funcionaba todo. Sistemas de seguimiento de alta tecnología, pinchazos telefónicos y todo eso. Si alguna vez aparecía algo, transcripciones o lo que fuese, no habría forma de que se sostuviese ante un tribunal. Las únicas personas que se beneficiarían con ese tipo de tonterías serían Frank y su abogado.

Ya les salía de forma instintiva, y ayudaba el hecho de que se conociesen tan bien el uno al otro, de que hubiesen desarrollado un código.

– Llamaré antes de ir -dijo Clive.

– Muy bien. Es sólo para organizar el resto del calendario.

Clive se enorgullecía de la forma en que llevaba las cosas, como con todos los encargos que hacía para Frank. Era eficiente y nunca se tomaba este tipo de trabajo a la ligera. Al final de un día como este, siempre se tomaba una copa o dos, por mucho tiempo que uno llevase haciéndolo. Tal vez un porro también, si había habido más de un encargo.

– Será mejor que te deje terminar, entonces -dijo Frank. El mismo ligero cambio en la voz, como una nube que aparecía durante un segundo-. ¿De acuerdo?

Clive cerró el teléfono, fue hasta el equipo de música y volvió a subir el volumen. Para cuando llegó al dormitorio, el chaval había empezado a gritar otra vez y Clive tuvo que sentársele sobre la espalda para evitar que se tirase de la cama.