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– Tranquilo -dijo, cogiendo la almohada y presionándola contra la parte de atrás de la cabeza del chico. Apoyó todo su peso en ella y le hizo un gesto a Billy.

Billy se acercó con paso ágil y eligió su sitio.

Hubo un sonido sordo y una marca de abrasión, no mucho mayor que la quemadura de una colilla apagada, negra y de borde irregular. Clive había visto algo parecido alguna vez en las películas, cosas de gángsteres americanos y, por alguna razón, siempre había unas cuantas plumas revoloteando después.

A veces a cámara lenta, como la nieve de las burbujas. Los hombres que habían hecho el trabajo siempre carecían de expresión y salían lentamente de la habitación mientras empezaba a sonar algo de música y las plumas caían flotando como si hubiesen disparado a unas gallinas o algo.

Nunca había visto algo así en la vida real; siempre era así. Probablemente lo hacían así para darle un efecto bonito. O simplemente tal vez, pensó Clive, nunca había tenido que vérselas con alguien que tuviese almohadas de plumas.

Veintitrés

Helen ayudó a su padre a recoger las cosas del almuerzo, luego se puso a secar mientras él lavaba los platos. Cuando ella y su hermana eran más jóvenes, les gustaba formar parte de una pequeña cadena de producción mientras su madre descansaba: Jenny guardaba los platos y las tres contaban chistes malos o cantaban al son de la radio. Hoy, Helen y su padre hacían sus tareas en relativo silencio.

Su padre había traído un gran bistec y pastel de riñones del Marks and Spencer y había abierto una lata de cerveza. Le contó sus actividades del día anterior (el marcado de programas de televisión en el Radio Times para ver luego la pinta del almuerzo con el tipo de dos puertas más allá y el café con la agradable señora del otro lado de la calle), mientras Helen asentía y vaciaba su plato, después de que la sesión de vomitonas del desayuno la dejase tan hambrienta como era habitual.

– ¿Y cómo has pasado el domingo? -le preguntó. Ella dijo algo adecuadamente poco comprometedor, sin ganas de responder a las preguntas que seguirían si mencionaba el almuerzo con Roger Deering y la tarde que había pasado en casa de Sarah Ruston. Le dijo que había pasado una noche tranquila.

Mientras veía a su padre terminarse su almuerzo, aprovechó la ocasión para disculparse por la discusión que habían tenido hacía dos días, cuando él estaba montando la cuna. Había sido culpa suya, pero eso nunca había importado cuando se trataba de su padre. Se enfurruñaba, como Jenny.

Él la había mirado desde el otro extremo de la mesa, sonrojado.

– No seas boba, cariño. Soy yo el que tendría que disculparse. Ayer me sentí fatal todo el día.

– Oh…

– Soy un viejo desgraciado.

Aquello era toda una novedad. Sabía lo mucho que deseaba protegerla, y sintió una punzada de compasión por un hombre cuyas grandes manos no entraban fácilmente en guantes de seda.

Helen se había dado cuenta con bastante rapidez de que su estado era una especie de comodín para todo. En cualquier situación, desde una discusión en Correos a un pequeño hurto en una tienda, el embarazo te daba cierta libertad de acción. Al fin y al cabo, no era buena idea discutir con una mujer embarazada, dejar que la pobre se pusiese demasiado emotiva, revolver esas inestables hormonas. Si a eso se añadía la reciente pérdida de un ser querido, era obvio que podías salirte con la tuya incluso en caso de asesinato. Estar preñada y viuda significaba no tener que pedir perdón nunca.

Volvió a pedirlo de todas formas, porque su padre se hubiese sentido fatal, mientras hacía una nota mental para empezar a ser bastante más desagradable con la gente.

– Aunque tenía razón sobre esa cuna -dijo él.

En cuanto terminaron de lavar los platos, su padre se alejó del fregadero, secándose las manos con un paño.

– Todavía no has llorado como es debido, ¿verdad, cariño?

Helen se rio y frotó el último plato.

– ¿Estás de coña? Me harté de llorar con Los asesinatos de Midsomer anoche.

– Ya sabes a qué me refiero.

– Por cualquier tontería…

– Por Paul -dijo-. No has llorado por Paul.

Helen dejó el plato mientras su padre se acercaba a ella y empezó a llorar otra vez, pero por los motivos equivocados. Él la arrulló, le acarició la espalda y ella enterró la cara en su hombro, oliendo su aftershave y frotando su mejilla contra el suave tejido de su camisa.

– Ya te lo he dicho -sollozó-. Por cualquier tontería.

Cuando se separó y metió los platos en la alacena, hablaron del funeral. Seguía sin haber noticias sobre la fecha, pero Helen suponía que no tardarían mucho en entregar el cuerpo. Le dijo que la madre de Paul seguía estando rara. Helen no quería flores, sino donarlo todo a una organización benéfica de la policía, pero Caroline Hopwood era tan tradicional a ese respecto como en lo relativo a la selección musical.

– Es comprensible.

– ¿Sí? Yo voy a tener a su maldito nieto.

– Estoy seguro de que lo superará.

– Si te soy sincera, no sé si me importa demasiado -dijo Helen-. Simplemente no estoy dispuesta a pelear por eso.

– ¿Quieres que hable yo con ella? -preguntó su padre.

Helen recordó la incómoda situación de la fiesta del trigésimo cumpleaños de Paul, la conversación forzada en la única ocasión en que su padre había visto a los padres de Paul.

Recordó las bromas que ella y Paul habían hecho al respecto después.

– Yo lo arreglaré -dijo ella-. Gracias.

Su padre asintió y abrió la nevera. Sacó una tarta de frutas que había comprado con el pastel de riñones.

Helen sonrió.

– Sacando el barco a flote, ¿eh?

– Iba a preguntarte si podía ayudar a llevar a Paul -dijo su padre. Se aclaró la garganta-. A llevar el féretro. Probablemente lo harán sus compañeros, miembros de la familia, supongo…

– Lo harán los polis -dijo Helen-. Una guardia de honor, con uniforme de gala. La madre de Paul quiere toda la ceremonia. Veintiséis salvas, trompetas, el paquete completo.

Su padre asintió, impresionado.

– Es broma.

– No hay problema, de verdad. Sólo había pensado ofrecerme.

– Probablemente tendrás que cargar conmigo.

– No sé si estoy preparado para eso.

Se quedó de pie a su lado observando mientras su padre servía una gran ración de tarta.

– Probablemente debería volver -dijo-. ¿Por qué no le llevas eso a tu amiga? Claro que tendrás que vigilar la línea si quieres llegar a algo con ella.

– ¿Quién dice que no lo he hecho ya?

Le dio un pequeño puñetazo en el hombro y miró a su alrededor en busca de su bolso.

– Llámame cuando llegues a casa -dijo-. O luego. No importa.

Helen asintió.

– Si estoy en condiciones. Dan Los asesinatos de Midsomer en UK Gold todas las santas noches…

El coche de Helen estaba aparcado más o menos frente a la puerta de la casa de su padre. Al cruzar la calle, se quedó inmóvil al oír el chirrido de unos neumáticos y vio un Jeep negro acelerando para incorporarse a unos cincuenta metros a su derecha. Cuando pasó junto a ella, pudo ver que había dos hombres dentro, mirando al frente, y se preguntó si había visto un coche parecido, tal vez el mismo coche, delante de su bloque un par de días antes.

Se estaba diciendo que era ridículo, que había un montón de Jeeps negros por ahí, cuando le sonó el móvil. Era Martin Bescott, el inspector de Paul en Kennington.

– Tenemos algunas cosas más de Paul -dijo.

– ¿Ah? Creía que me lo había llevado todo.