Se sentó frente a él en una pequeña mesa de listones y dio las gracias cuando el hombre corpulento le llevó su bebida.
– Simplemente eche un grito si quiere otra -dijo.
– Se está bien aquí afuera, ¿verdad? -dijo Linnell-. Estará fabuloso en un día o dos. Si te digo la verdad, ni siquiera estoy seguro de querer vender el local.
Habían colocado césped nuevo entre donde ellos estaban sentados y una valla nueva que había a unos diez metros, y un lado del patio estaba cubierto de filas de cestas colgantes y plantas en macetas, todavía envueltas en polietileno.
– Pondremos un par de columpios o un tobogán allí, en la hierba, va a ser la leche.
Helen tomó un largo sorbo y respiró hondo. Miró al hombre que, si una milésima de lo que había oído era cierto, estaba en la carta de Reyes de la mitad de los inspectores veteranos de la ciudad y seguía hablándole como si se conociesen desde hacía años.
– Ya no puede faltar mucho -señaló la barriga de Helen-. Parece que ya está hecho, creo yo.
– Intenta no hacer ruidos fuertes -dijo ella.
– ¿Vas a volver al trabajo inmediatamente o…?
– No de inmediato.
– Es lo mejor para el crío, en mi opinión.
– Ya veremos.
– ¿Y qué me dices de hoy? -Linnell dio un sorbo a su bebida. Parecía Coca-cola, pero no había forma de saber si llevaba algo más-. ¿Estás trabajando hoy?
– Sólo he venido para hablar de Paul -dijo Helen.
Linnell sonrió.
– Eso me gustaría.
Por segunda vez en otros tantos minutos, Helen había vuelto a quedarse de piedra. Se dijo que Linnell y quienes trabajaban para él, probablemente tenían bastante práctica en hacerlo; se conminó a relajarse y concentrarse. El bebé estaba provocando una tormenta de patadas y cambió de postura cuidadosamente para ponerse más cómoda. Se pasó una mano por la barriga por debajo de la mesa y empezó a acariciarla suavemente.
– ¿Cómo conociste a Paul? -preguntó.
– Nos conocimos hace seis años -dijo Linnell. Empezó a jugar con una cadena de oro que llevaba al cuello, moviendo los eslabones adelante y atrás entre los dedos mientras hablaba-. Era parte del equipo que investigaba un caso con el que yo estaba relacionado. El asesinato de alguien cercano a mí. Después… durante todo el tiempo, de hecho, Paul se portó estupendamente. Uno o dos compañeros suyos no eran tan… compasivos, no sé si comprendes lo que quiero decir. Cuando tienes cierta fama, alguna gente sólo puede ver las cosas de una manera. Paul siempre me trató como hubiera tratado a cualquier otra víctima.
– ¿Y después de eso?
– Mantuvimos el contacto.
– ¿Eso es todo?
– Nos hicimos amigos, supongo -se encogió de hombros, como si todo fuese muy sencillo-. Éramos amigos.
– ¿Le veías a menudo?
– Cada mes o dos, más o menos. Los dos estábamos muy ocupados. Bueno, ya sabes…
– ¿Entonces, almorzabais juntos, ibais al cine, qué?
– Almorzábamos, hablábamos de esto y lo otro, íbamos al pub. Una vez le llevé al Oval para ver un partido de cricket -rio-. Acabamos como cubas.
Helen asentía, como si no hubiese nada fuera de lo normal en lo que Linnell le estaba contando, pero se le revolvían las entrañas y no podía evitar que el bebé jugase al fútbol con sus riñones. Tenía que ponerse las pilas, hacer las preguntas más incómodas que había estado ensayando la noche anterior. Vio la calidez en el rostro de Linnell al hablar de Paul y se preguntó si realmente podía no haber más que la amistad que tanto parecía venerar. Se le pasó por la cabeza que podía ser gay, que tal vez hubiese estado enamorado de Pal. Bajó la vista y vio que no llevaba alianza.
Tal vez Paul supiese que Linnell se sentía atraído por él y lo utilizase en su propio beneficio de algún modo.
– ¿Quieres comer algo? -preguntó Linnell.
Helen sacudió levemente la cabeza y dijo:
– ¿Hablabais del trabajo alguna vez? -Por la mirada que cruzó su cara, estaba claro que Linnell sabía a qué se refería. A su trabajo, si se podía llamar así, tanto como al de Paul.
– Las primeras veces que nos vimos, supongo, por dar conversación, en realidad, pero después no. Era una especie de norma no escrita. No queríamos que ese tipo de cosas se interpusiesen.
Helen observó que seguía manoseando su cadena. Pensó: «¿Que se interpusiesen en qué?»
– ¿Entonces, nunca te preguntaba por tus socios? ¿Nunca te preguntaba por lo que estabas haciendo?
– Como te decía, se hubiera interpuesto. Hubiera enrarecido las cosas -meneó el hielo medio derretido en su vaso-. ¿Tus amigas suelen hablarte de críos que han sufrido abusos?
La había vuelto a pillar desprevenida. Linnell le estaba dejando claro que sabía mucho de ella y de lo que hacía. Tal vez hubiese investigado; no dudaba que conociese a otros polis que habrían hecho averiguaciones de buena gana y le habrían pasado la información. O quizá simplemente se lo oyese a Paul durante una de sus charlas íntimas. Viendo el cricket, tal vez.
En cualquier caso, hizo que a Helen le apeteciese darse una larga ducha caliente.
– ¿Cuándo fue la última vez que le viste? -preguntó.
Él pensó en ello.
– Hace unas dos semanas. Algo así. De hecho, vino aquí.
– Lo sé -dijo Helen. Sólo para dejar claro que ella también había hecho sus averiguaciones.
– Me trajo algo de almorzar -Linnell disfrutó el recuerdo, pero la sonrisa se esfumó de su cara con bastante rapidez-. Me gustaría que nos hubiésemos despedido en mejores términos, si te digo la verdad.
– ¿Qué?
Parecía un poco incómodo, envolviéndose ahora la cadena alrededor de un dedo, pero luego se encogió de hombros, como si acabase de decidir que no tenía nada de malo contárselo. Como si hubiese llegado a la conclusión de que probablemente no fuese a sorprenderle demasiado.
– Lo que te dije antes de no hablar sobre el trabajo… Bueno, sí lo hicimos, el último par de veces que nos juntamos. Paul me había pedido que le echase una mano, que le diese unos cuantos nombres. Gente con la que yo creyese que él podía… hablar.
Helen tragó saliva.
– Le dije que no podía ayudarle -dijo Linnell-. Bueno, que no quería. Que no estaría bien por toda clase de razones.
– ¿Qué clase de gente?
– Gente que se dedica a lo mismo que yo. Gente de negocios. Gente con la que tal vez te hayas encontrado en tu trabajo.
– ¿Como Kevin Shepherd?
– ¿Quién? -La miró como si nunca hubiese oído ese nombre.
Helen notaba la lengua espesa y pesada en la boca.
– ¿Por qué quería Paul que hicieses eso?
– Venga, bonita.
– Adivina.
– ¿Cómo has hecho tú, quieres decir?
Helen se agachó para coger su bolso, se lo acercó, con la sensación de que quizá tuviese que levantarse de la silla y largarse en cualquier momento.
Linnell desvió la mirada y miró el pequeño jardín.
– Tal como terminaron las cosas, me hubiera gustado ayudarle. Uno repasa esas cosas cuando pierde a alguien, ¿no? Revive momentos. Estoy seguro de que tú has estado haciendo lo mismo.
– Dudo que hayamos estado haciendo lo mismo.
– La verdad es que es absurdo -Linnell se aclaró la garganta-. No hubiera tenido problema en dejarle algo de dinero si era de eso de lo que se trataba. Sólo tenía que pedirlo, ¿sabes?
– Nunca se debe pedir dinero a los amigos -dijo Helen, enfatizando la última palabra. No acababa de creer que no hubiese un trato más formal.
– ¿Tenía algún tipo de problema relacionado con el dinero?
Helen en absoluto estaba dispuesta a responder. No iba a darle nada de sí misma, de ella y Paul. En absoluto iba a contarle que los problemas que tenía Paul eran algo que guardaba estrictamente para sí. Sentía que la ira se iba acumulando en su interior, como las ganas de mear o vomitar; contra Paul, por supuesto que sí, pero también contra sí misma por su estupidez. Como si pudiese salir de aquello con algún otro sentimiento.