– Están hablando de una guerra de pandillas -dijo.
Todos salvo dos de los críos empezaron a dispersarse, aparentemente despreocupados, bromeando entre ellos mientras se iban, pero ansiosos por distanciarse de la conversación. De los dos que se quedaron, quedó claro de inmediato que el más bajo era el más hablador; pero eso tampoco era decir mucho.
– Hablan de toda clase de cosas -dijo-. No saben nada.
– ¿Qué crees tú?
La expresión hosca del muchacho cambió. Sólo fue un segundo, pero en ese momento Helen pudo ver que le agradaba que le pidiesen su opinión. El chico llevaba vaqueros y una camiseta de baloncesto floja y el pelo muy corto. Cuando se giró ligeramente, Helen pudo ver una especie de dibujo afeitado en la parte trasera.
– Si es una guerra, los de la otra pandilla no van a saber ni de dónde le vienen, tía.
– ¿Cuál es la otra banda?
El chico se encogió de hombros y miró a su amigo. El otro chico era desgarbado y descoordinado, torpe como una jirafa recién nacida. Dio una patada al suelo y giró sobre una pierna; se alejó un par de pasos; se dio la vuelta y volvió a acercarse lentamente.
– ¿Pertenecéis vosotros a esa banda? -Helen hizo un gesto indicando el mural.
– A lo mejor -dijo el parlanchín. Se metió los pulgares en los bolsillos de los vaqueros y abrió sus cortas piernas. Era al menos treinta centímetros más bajo que Helen.
– ¿Conocéis a la gente de esa lista? ¿A Wave y Sugar Boy?
– Todo el mundo conoce a Wave.
– ¿Es el jefe?
El chico volvió a encogerse de hombros. Su amigo chasqueó la lengua, parecía que estaba listo para seguir su camino.
– Si no es una guerra, ¿quién creéis que mató a Michael y a… al otro chico? -Helen había oído el nombre del otro chico en las noticias, pero se le había ido de la cabeza.
– Mikey y SnapZ -dijo el chico.
– ¿Por qué mataron a Mikey y a SnapZ? ¿Qué creéis vosotros?
El crío ladeó la cabeza, como si estuviese pensando en ello. Helen le dio tiempo, pasó la vista de un chico al otro; observando su actitud y sus barbas incipientes. No tenía ni idea de qué podían ser capaces cualquiera de los dos, pero seguía teniendo la impresión de que podía comprarles información a cambio de caramelos y refrescos.
– Puede que le faltasen al respeto a alguien -dijo el crío.
– ¿A quién?
– Da igual. Con eso basta, ¿me entiendes?
– Creo que sí.
– Tienes que ganarte una reputación y tienes que mantenerla, ¿no? Tienes que ser el jefe y eso significa pararle los pies a quien no se comporte como es debido. Te lo digo yo, tía, si alguien intenta tomarme el pelo, que se prepare para pagármelas.
Helen asintió para mostrar que comprendía.
– Todo el mundo lo sabe. Mikey, SnapZ, todos…
– ¿Cómo se une alguien a la banda? -preguntó Helen, como si se le acabase de ocurrir-. ¿Hay algún tipo de iniciación?
El chico levantó la barbilla.
– ¿Eres una poli de incógnito?
Helen se sintió enrojecer, notó que su rubor se acentuaba cuando el chico más alto dio un paso adelante y la miró de arriba abajo; al ver en sus ojos algo que no debía estar allí. No tenía la menor duda de que aquellos chicos ya eran sexualmente activos, que habían dejado de ser niños en todo lo importante.
El chico más alto lanzó un fino hilo de saliva entre los dientes y dijo:
– ¿Estás gorda o sólo preñada, tía?
Helen tardó diez minutos en recorrer a pie la distancia relativamente corta de vuelta a High Street. Caminar se estaba haciendo cada vez más difícil, al igual que conducir, con el asiento echado hacia atrás para dejarle sitio a la barriga y los pies luchando por llegar a los pedales. Aquella mañana, en su última cita antes del parto, el médico había sonreído y le había dicho que todo iba bien. Que todo estaba listo.
– Limítese a quedarse sentada y mimarse -había dicho-. Prepárese para el gran día. Pronto habrá terminado.
¿De modo que qué demonios hacía arrastrándose por Lewisham, sudando y sintiéndose como una imbécil? Perder el tiempo. Sintiéndose más fuera de lugar de lo que recordaba nunca.
Pensó en cómo la habían hecho sentir aquellos chicos. Al fin y al cabo, había estado en situaciones más peligrosas. Había sido amenazada físicamente por un depredador pedófilo en una sala de interrogatorios y había sido capaz de sostenerle la mirada y controlarlo, pero ahora aquellos dos niños la habían enervado hasta tal punto que todavía le temblaban las piernas.
Por una vez, el impulso de dar media vuelta había sido más fuerte que el de atacar.
Helen sabía que tener un hijo te cambiaba en aspectos fundamentales, lo había visto en Jenny. Sabía que te hacía evitar enfrentamientos, tener menos tendencia a asumir cualquier tipo de riesgo. Paul le había preguntado una vez, durante una discusión particularmente fuerte, si de verdad creía que iba a ser capaz de estar a la altura cuando volviese al trabajo. Si creía sinceramente que podría manejar el trabajo, especialmente su trabajo.
En aquel momento había descartado la idea con una carcajada, pero ya no le resultaba especialmente divertida.
De vuelta en el centro comercial, decidió entrar en el supermercado y coger unas cosas para la cena. Al cruzar trabajosamente las puertas, chocó con un carrito de bebé y se le cayó una de las bolsas. Mientras observaba a la joven madre pasar sin mirar atrás, un adolescente salió del quiosco de al lado y se le acercó.
– ¿Está bien?
Helen hurgó en la bolsa y le molestó ver que dos de sus seis huevos estaban rotos.
– Casi -dijo.
El chico cogió la caja de huevos, llevó aquella guarrada hasta una papelera que había a unos metros y volvió.
– Eso ha estado fuera de lugar.
– Tampoco es que no me hubiese visto -dijo Helen.
Él esperó a que ella se recuperase, con una bolsa en cada mano, luego hizo un pequeño gesto con la cabeza y se alejó. Ella le dio las gracias, pero él ya estaba encendiendo un cigarrillo, apurándose para cruzar la calle antes de que cambiase el semáforo. Helen le gritó y el chico se detuvo en el otro lado, señalándose a sí mismo para asegurarse de que era a él a quien llamaba.
Cuando Helen logró llegar a su altura, estaba sin aliento.
– ¿Te importaría echarme una mano para llevar esto al coche?
Volvieron a cruzar la calle en silencio, doblaron la esquina del centro comercial, moviéndose entre la multitud hasta la entrada del aparcamiento.
– ¿Vives por aquí? -preguntó Helen.
– Ahí mismo -el chico indicó las urbanizaciones con la cabeza.
Otro chico venía caminando hacia ellos, aminoró el paso al acercarse y sonrió al chico que llevaba las bolsas de la compra.
– Eres todo un semental negro, T -dijo, y movió la cabeza hacia Helen-. Tenías una buena MF escondida, ¡eh! -Guiñó un ojo y señaló la barriga de Helen-. ¿Es tuyo?
El chico que le llevaba las bolsas le esquivó, meneando la cabeza, y el otro siguió andando, riéndose, por la acera.
– Lo siento.
Helen se encogió de hombros.
– ¿Qué es una MF?
– No quiera saberlo.
– Como te decía, el día no puede ir muy a peor.
– Maruja Follable -dijo el chico. La miró mientras Helen se apartaba para evitar a un hombre con un perro grande-. Lo siento.
Helen tenía el coche aparcado en el primer piso del aparcamiento, y el chico la esperó en la escalera, deteniéndose cada dos o tres escalones para dejar que le alcanzase.
– Hay ascensor, ¿sabe? -dijo.
Helen se apoyó en la pared un segundo. La estrecha escalera olía a orina y a hamburguesas.
– Si no soy capaz de subir un tramo de escaleras, ya puedo quedarme en un rincón y morirme -dijo. Después de validar su tique en la caja automática, fueron los dos hasta el coche-. No es un lugar agradable ahora mismo, ¿verdad?
El chico miró a su alrededor.
– No el aparcamiento -dijo Helen-, sino aquí, en general.