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Ahora, después de unas cuantas tostadas y una ducha, se dirigió al escritorio, al profundo cajón que era lo máximo que ella y Paul se habían acercado a un sistema de organización. Recorrió carpetas con datos de la hipoteca, documentos del coche y facturas de teléfonos móviles, y sacó la carpeta que contenía los extractos bancarios de Paul.

Puso la radio y se llevó la carpeta al sofá.

Tal vez debería intentar ocuparse también de todo lo demás. Le vendría bien una distracción, una distracción agradable, aburrida, segura. Sin duda le iría mejor pasar los días hablando con sociedades inmobiliarias y aseguradoras, regodeándose en la compasión de los empleados de atención al cliente, que comportarse como había estado haciendo, yendo de un lado para otro como una puta loca y escarbando en basura suficiente como para enterrar a Paul tres veces.

En la radio, una mujer hablaba de cómo había lidiado con un hijo con una discapacidad grave. El presentador le dijo que era maravillosa. Helen se levantó y volvió a sintonizar Radio One.

Paul tenía cuentas corrientes y de ahorro con el HSBC; hacía la mayor parte de sus transacciones por teléfono e internet. Helen sacó un fajo de extractos de los últimos seis meses y los hojeó. Era extraño que una serie de nombres y números tan árida y ordenada pudiese ser tan reveladora, pudiese ofrecer una instantánea de una persona.

Pagos realizados a Virgin, HMV y Game; al restaurante indio del barrio, a la sucursal de Woodhouse que había en Covent Garden, donde vendían las camisas fáciles de planchar que le gustaba llevar con vaqueros. Domiciliaciones de Sky y Orange. Una pequeña transferencia periódica a una organización benéfica de niños sordos desde que la sobrina de Paul había sido diagnosticada unos años antes.

Encontró el pago del reloj que le había regalado por su cumpleaños, hacía dos meses. Le había dicho que había guardado el recibo por si quería cambiarlo, pero ella había dicho que estaba bien. Tenía intención de ir a comprobar el precio la próxima vez que pasase por la joyería, pero se había olvidado. Ahora vio que había costado treinta libras menos de lo que le había dicho.

– Serás roñoso, Hopwood.

Había muchos pagos que no reconocía: transacciones de tarjetas que podía comprobar con el banco si quería, pero ninguna cantidad grande; además, era a los ingresos en sus cuentas a lo que tenía que tenía que prestar más atención.

Nóminas, unos cuantos cheques de la propia Helen, los diminutos dividendos de unas acciones que le había regalado su madre… Nada que pareciese relevante. Si había recibido pagos de tipos como Shepherd y Linnell, tenían que haber sido ingresados en otra cuenta.

Cuando volvió a guardar los extractos en la carpeta, Helen no sintió alivio alguno. Sabía que había algo pensado para que ella no lo encontrase. Y Paul podía haber sido muchas cosas, pero no idiota.

Ella era la que no sabía guardar secretos.

Helen fue a la habitación para vestirse, sacó una camiseta y se preguntó si lo que había estado buscando podía estar metido en el fondo del armario, detrás de la guitarra de Paul. Con su limitada habilidad técnica, que era tan frustrante como un callejón sin salida. Se había topado con muros de ladrillo muchas veces en el trabajo, por supuesto, pero normalmente había alguien del equipo que tenía los conocimientos necesarios para salvarlos.

Esta vez estaba sola.

En la habitación de al lado, un locutor que siempre habían odiado los dos hablaba sin cesar de un bolo al que había asistido, tan convencido como siempre de que su vida social de tercera era más interesante para los oyentes que cualquier música que pudiese pinchar.

Un recuerdo: Paul gruñendo a la radio mientras cogía la leche de la nevera: «Gordo cabrón, inútil».

Podía intentar salvar el muro de ladrillo, o podía quedarse de pie mirándolo. Si todo lo demás fallaba, podía lanzarse contra él, porque el dolor era bueno.

Mejor.

Sólo era una mirada. Apenas un vistazo por encima del taco mientras se agachaba sobre la mesa, y algo parecido a una sonrisilla cruzándole la cara, pero fue suficiente para que a Theo se le erizasen los pelos del cuello, para decirle que algo malo había sucedido.

Algo más.

Habían ido al Cue Up para almorzar algo: un bocadillo de salchicha y algo de beber; un par de partidas de billar y una hora lejos del piso franco y del calor de la tarde. Easy estaba de buen humor. Había propuesto veinte libras por partida, pero Theo había vuelto a ver la cara de Javine, había oído aquel tono en su voz y aceptó diez al ganador de tres.

El local no estaba más lleno de lo habitual. Las mismas caras hablando en voz baja sobre las mesas de billar o junto a la barra. El mismo viejo murmurando ante su té y su tostada y dándole la murga a la mujer de detrás del mostrador.

Easy ganó la primera partida e iba ganando holgadamente la segunda; probablemente se la habría llevado de calle de todas formas, aunque Theo tuviese la cabeza en el juego.

– No consigo meter una mierda hoy -dijo Theo.

– No estás a mi nivel, Estrella, así de sencillo.

– Tienes razón.

Easy llevaba una cadena nueva, gruesa como una soga. Se balanceaba contra su taco cada vez que se inclinaba para tirar.

– No estás concentrado, tío -metió una bola-. Llevas días así.

– Están pasando muchas cosas.

– Puede.

Theo hizo un gesto indicando la ventana, la calle.

– ¿Tienes algún problema de vista, tío?

Easy sonrió de oreja a oreja, se encogió de hombros.

– Ahora es cuando más tienes que centrarte, tío, ¿me entiendes? Otros están perdiendo de vista el balón, esquivando a la pasma, llorando a los muertos, todo eso. Precisamente ahora es cuando hay que ser espabilado. Alguien tiene que mantener esta pandilla en movimiento.

– ¿No lo está haciendo Wave?

Entró otra bola.

– Wave está haciendo lo que él hace.

Theo no le había visto demasiado el pelo a Wave desde que había empezado todo. No había visto a demasiados miembros de la pandilla por ahí en grupos de tres o cuatro como solían andar. Todo se debía a lo de Mikey y SnapZ, lo sabía, pero aun así, llevaba dos o tres días, tal vez más, sin ver ciertas caras en las esquinas habituales.

– Así anda con cuidado, ¿no?

– Si sabe lo que le conviene… -dijo Easy.

– ¿Anda con Wave?

– Anda pegado a su culo, más bien.

– Hace tiempo que tampoco veo a Ollie -dijo Theo.

Y entonces aquella mirada, como un puñetazo, y una terrible certeza que empezó a apoderarse de Theo mientras esperaba a que Easy se diese la vuelta y apoyase una mano en el borde de la mesa para sujetarse.

Recordó una noche de sábado, dos días después de que mataran a Mikey, en que la pandilla se había reunido en el Dirty South. Para beber y fumar hasta quedarse tontos. Para reagruparse.

Había estado escuchando a un grupo en la parte de atrás; cuando tuvo suficiente, volvió para unirse a la pandilla. Easy había estado gritón, desbarrando, yendo de un miembro de la pandilla a otro; animándoles como un entrenador de fútbol que intentaba animar a un equipo perdedor para el segundo tiempo.

Ollie estaba en una esquina, agarrado a una botella, y Theo recordó a Wave y Gospel sumidos en una conversación a unos metros, en un sofá junto a la puerta. Se había fijado en los cortes y las magulladuras que Gospel tenía en la cara cuando se acercó para hablar en voz baja; había visto a Wave ponerle los dedos en la nuca mientras hablaba, sin duda haciéndose ya con parte de lo que Ollie deseaba.

Theo había visto la mirada de Wave cuando Gospel terminó de hablar, y la mirada de Ollie al ver a Wave girarse para mirarle. Volvió a verlo todo al pensar en esa noche y oyó la voz de Dennis Brown, bien alta, por encima del recuerdo sordo del grupo que tocaba en la parte de atrás. La letra de la canción que había estado escuchando unos días antes.