Выбрать главу

– Dijo que eran amigos.

– Tal vez sea así de sencillo, entonces -la sonrisa de Moody se agrandó-. Yo solía jugar al tenis con un falsificador bastante conocido.

Helen seguía sin estar convencida.

– También dijo algo de que no le había dado unos nombres a Paul, de que no había estado dispuesto a ayudarle.

– Indagaré sobre eso -dijo Moody-. Si se queda más tranquila.

Helen sabía que lo decía en serio, y que estaba dispuesto a hacerlo sin más motivo que ese. Le dijo que se lo agradecería, y que le gustaría hacer más investigaciones por sí misma, pero que iba a estar un poco… ocupada durante la próxima semana o así.

Moody le dio las gracias por el agua y dijo que tenía que volver al trabajo.

– Si hay alguna otra cosa que haya averiguado haciendo todo esto que crea que puede sernos de utilidad… ¿Le dijo algo Shepherd, o…?

– El ordenador -dijo Helen. Le habló del portátil que Bescott le había devuelto, que lo había escondido.

– Gracias a Dios -dijo Moody-. Le habíamos perdido la pista después de lo que le pasó a Paul.

– Operación Victoria, ¿es eso?

– ¿Pudo…?

– No pude abrir el archivo -dijo Helen.

Moody parecía bastante satisfecho.

– En realidad es el nombre de mi hija -dijo-. Es más bien aleatorio. Como bautizar huracanes.

Helen se levantó y le preguntó si quería llevarse el portátil. Él sacudió la cabeza.

– Voy a coger el Eurostar.

– Qué bien -dijo Helen.

– Una conferencia. Inspectores, jefe y superiores.

Helen hizo una mueca.

– Lo siento.

Moody cogió su chaqueta.

– Mandaré un coche a recogerlo -dijo. Se dirigió a la puerta-. Hay un montón de trabajo duro en ese chisme. El trabajo de Paul -parecía un poco avergonzado-. No quisiera dejarlo en el tren.

Theo se lanzó por el teléfono al ver quien llamaba, se fue rápidamente al dormitorio y cerró la puerta tras él.

– Has hecho lo correcto al llamarme primero -dijo Easy.

– ¿Dónde has estado, tío? -Javine estaba viendo la tele en la habitación de al lado y Theo hacía todo lo posible por no gritar, pero le estaba costando. Era un alivio que Easy le hubiese devuelto la llamada, pero le enfurecía que hubiese tardado tanto. Sentía que algo se había retorcido en su interior-. Entré allí y les encontré. A los dos, joder.

– Sé que duele, tío. Yo también lo siento.

– Yo les encontré.

– Respira hondo, Estrella.

– Wave y Sugar Boy cosidos a tiros, y el puto perro.

– Sí, eso fue a sangre fría.

– ¿Dónde has estado?

– Hay que encargarse de las cosas, T. -Theo podía oír tráfico y música de fondo. Sonaba como si Easy estuviese conduciendo-. Cuando pasa algo así, hay que hacer gestiones. Reestructuraciones o como se diga.

Theo se colocó el teléfono entre la barbilla y el hombro e intentó encender un cigarrillo. Se le cayó el mechero.

– ¿Me estás escuchando, T?

– Es lo que te dije la otra noche -Theo se agachó para coger el mechero y por fin logró meterse algo de humo en los pulmones-. Es por lo que hicimos en aquel coche, por el poli que murió.

– No voy a hablar de eso ahora.

– Ahora lo ves, ¿no? ¿Lo entiendes ahora?

– Sí, tú eres el listo, T. El primero de la clase.

Easy lo había dicho como si Theo acabase de acertar la respuesta de un concurso de televisión. Como si no importase.

– Tienes que escucharme -dijo Theo-. Sólo quedamos tú y yo, ¿me entiendes?

Durante unos segundos sólo se oyó el ruido de un motor, y la batería y el bajo que salían de la radio del coche de Easy, o de alguien más. Luego Easy dijo:

– No, eres tú el que tiene que escuchar, T. Tienes que callarte y tranquilizarte, fúmate un par de petas y deja de provocarte un puto ataque al corazón. ¿Nos entendemos?

Theo gruñó. Sabía que no tenía sentido discutir.

– Te veo esta noche.

– ¿Dónde?

– En el Dirty Sourt. Luego, ¿vale? Lo organizaremos todo.

Theo escuchó mientras la música subía de volumen, un segundo antes de que la comunicación se cortase.

Treinta

Suave y despacio, arriba y abajo… El sábado por la tarde no era el mejor momento para arrastrarse por el supermercado, Helen lo sabía, pero necesitaba salir. Había intentado quedarse sentada después de irse Moody y asimilar todo lo que le había contado, todo lo que implicaba, pero era demasiado para procesarlo. Demasiado, allí sentada, con todas las cosas de Paul a su alrededor. Con su olor todavía en el piso y una voz, suya o de él, diciéndole lo imbécil que había sido.

Cómo le había traicionado… otra vez. Cómo se había cagado en su recuerdo.

El Sainsbury's estaba abarrotado, como sabía que lo estaría, pero aun así se sentía más cómoda lidiando con los pasillos atestados. Las consecuencias de la información que había recibido se iban asentando un poco más fácilmente mientras tenía algo más en qué pensar; mientras se ocupaba de llenar lentamente su carrito.

Suave y despacio, arriba y abajo, cada pasillo a su tiempo. ¿Por qué había dado por hecho automáticamente que era corrupto, o que se estaba tirando a alguien? ¿Por qué demonios ocupaban tanto los pañales?

El barullo era una distracción bien recibida, y la voz que anunciaba las gangas por megafonía o mandaba al personal a los mostradores o cajas, era menos áspera que la de su cabeza. Además, hacía tiempo que tenía pendiente un viaje al supermercado. Las magdalenas de su padre hacía tiempo que se habían terminado y no se atrevía a lanzarle indirectas a Jenny sobre lo estupenda que era su sopa, así que prácticamente se estaba manteniendo a base de tostadas y galletas.

Dios, necesitaba más galletas. Probablemente debería llevarse las que le gustaban a Paul, las de chocolate normal, puesto que había sido un poli honrado y trabajador y ella era una puta de mente perversa.

La gente también era agradable, dando vueltas y haciendo sus cosas; hombres y mujeres normales que no la conocían, y cada pequeño encuentro le levantaba el ánimo. Una sonrisa de un anciano mientras ambos movían sus carritos en la misma dirección para evitar una colisión. Los ofrecimientos de ayuda cuando se agachaba para coger botellas de agua o se estiraba para alcanzar algo en un estante alto.

– Allá vamos.

– Ahí tiene.

– Con calma, bonita, no vayas a tenerlo aquí.

Y algunas miradas curiosas también, por supuesto. Y los codazos a hurtadillas cuando otros compradores intentaban no mirar descaradamente a la mujer en avanzado estado de gestación que avanzaba a paso de caracol y hablaba sola.

– Tienes razón, Hopwood, soy buena pieza, pero siempre lo supiste.

Queso, leche semidesnatada, yogur natural…

– Pues ven y aparécete, pues. ¿Por qué no? Paséate con tus putos grilletes ante mí en la oscuridad.

Lejía, pasta de dientes, papel higiénico…

– ¿Qué se suponía que debía pensar, por el amor de Dios? A lo mejor si hubieras estado aquí…

Entonces vio al niño: corriendo por el pasillo hacia ella, esquivando un carrito en su carrera para llegar junto a su madre, blandiendo el paquete de cereales que tanto deseaba. La misma marca…

Lo vio y se quedó paralizada. Oyó el repiqueteo de los cereales al pasar el niño, y mientras Paul se los echaba en el cuenco. Luego todo empezó a desaparecer.

Ya estaba cayéndose hacia adelante cuando lo sintió subir como leche hirviendo, mientras le subía por la garganta. Buscó el freno del carrito con el pie pero no lo encontró. Estaba ardiendo. Ordenó a sus manos que soltasen la barra, pero no le escucharon. Su cabeza estaba inundada por la gente que se había parado a mirar, los colores que vestían, mientras el carrito la arrastraba, tirándola sobre las rodillas al tiempo que el gemido empezaba a escapársele, y el primer gran sollozo le pegaba una patada en el pecho mientras caía al suelo.