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– Puedes estar seguro de que me habría enterado de eso.

– Ya, Sue es igual -dijo Kelly-. Yo no puedo ni pensar en ello.

Helen asintió.

– ¿Entonces… desde cuándo?

– Poco más de un año. Moody dijo que estaba yendo muy bien. Obviamente, se le daba bien disimular.

– Desde luego, a mí me tenía engañado -Kelly meneó la cabeza, dando golpecitos a lo que le quedaba en el plato con una tostada-. Joder, ahora tiene sentido. No me extraña que no le viésemos mucho por la oficina. El Departamento de Investigación Criminal debía de parecerle un auténtico coñazo. Imagino que debía de ser peligroso, además. Algunos de esos cabrones pueden ser bastante peligrosos si te acercas demasiado.

Helen se limpió la grasa de los dedos.

– Sí, bueno, nunca iba a lo fácil. No habría acabado conmigo si fuese así.

– En ese sentido lo hizo bien -dijo Kelly-. No te preocupes.

Intercambiaron historias durante unos minutos, y Helen le contó lo mucho que le había costado encontrar tiempo para hacer todos los preparativos. Kelly se quedó callado después de un rato, apartó el plato y se quedó mirando las elegías impresas.

– ¿Pensaste alguna vez que podía ser corrupto, Gary?

Kelly levantó la cabeza para mirarla y asintió.

– Durante unos cinco minutos.

Eso hizo que Helen se sintiese mejor.

– Tú también, ¿verdad? -le preguntó.

Le contó que había localizado a Linnell y a Shepherd, y lo del archivo secreto del portátil al que no podía acceder. Le explicó lo jodida e imbécil que se había sentido, sin entrar en detalles sobre lo que había pasado en el supermercado el día anterior.

– Mira, ahora se ha terminado, ¿de acuerdo? Tienes que pensar en el niño y en el futuro. Ya te has deshecho de todo eso.

– Bueno, lo habré hecho cuando me libre de ese ordenador -sonrió-. El puto chisme está escondido como si fuese una pila secreta de revistas porno -eso le recordó algo-. Escucha, me gustaría que te quedases la guitarra de Paul. Sé que estás tan loco por la música como él, así que…

Kelly asintió lentamente.

– Eso es estupendo, Helen. Me gustaría.

– Tal vez deberías tocar una canción mañana.

– Él nunca me lo perdonaría -dijo Kelly.

– Hablando de eso…

Retomaron las hojas de papel, decididos a tomar una decisión. Ella le pidió que volviese a leer el poema de Brontë y esta vez se concentró. Era extrañamente vital, cosa que sabía que podía extrañar a la gente, dadas las circunstancias, pero le gustó la idea. Le parecía apropiado, teniendo en cuenta lo cerca que estaba de traer una nueva vida al mundo.

Cuando Kelly terminó, Helen le pidió la hoja y leyó de nuevo los versos que la habían conmovido más:

«¿Por qué, pues, llega a veces la muerte Y se lleva lo mejor de nosotros Por qué parece que la tristeza Pesa tanto más que la esperanza?»

– Quedémonos con este -dijo, devolviéndole el poema. Kelly parecía complacido.

– Buena elección -dijo-. Al fin y al cabo, él era lo «mejor» de nosotros, ¿no?

Helen no iba a discutírselo.

El pub tenía buena pinta, pensó. Más que buena: con clase. El andamio y el contenedor habían desaparecido, habían limpiado las ventanas para dejar entrar un poco de luz, y Frank creía que estaba prácticamente listo para buscar compradores potenciales.

Recorrió la estancia vacía con sus pasos haciendo eco sobre el suelo de madera pulida. Pasó una mano por la barra y miró las luces y las molduras nuevas del techo. Habían hecho un buen trabajo, no había duda; se había asegurado de conseguir el precio que buscaba. A lo mejor hasta se pasaba a tomarse una pinta cuando el local estuviese en marcha.

Habían puesto una vidriera en la ventana que había roto el ladrillazo el día que Paul había estado allí. Era un detalle agradable. Fue hasta donde habían almorzado los dos sobre la mesa de caballetes; trozos de cáscaras y de vinagre por encima del plástico.

– Sólo es un favor -había dicho Paul, y él había mencionado alguna tontería sobre el honor. No hubiera supuesto diferencia alguna al final, después de lo que había pasado, pero seguía deseando haberse despedido de él en mejores términos; que Paul se hubiese llevado mejor impresión de él. Le dejaba mal sabor de boca.

A toro pasado, todo el mundo veía las cosas claras, Frank lo sabía, pero aun así, deseaba haber hecho más entonces, cuando habría sido fácil; no tener que compensarlo como lo estaba haciendo ahora, a posteriori. Le habría costado bastante menos, eso seguro.

¿Y no se había prometido a sí mismo hacía tantos años que no dejaría que volviese a suceder jamás?

Había un conductor esperando fuera, y Frank estaba prácticamente listo para irse cuando se fijó en unos chorros marrones que caían por el acabado de la puerta. Se acercó más, luego fue a la otra barra para comprobar la carpintería. Los muy jetas no se habían molestado en dar una segunda capa, e incluso había una cerda o dos atrapada en la pintura.

Llamó al contratista y le hizo saber lo que pensaba.

– No me vale -dijo-. Y no hay más que decir.

Con un fuerte acento, el contratista intentó explicarle que su cuadrilla ya se había ido a otro trabajo. Frank le dijo que le importaba un carajo, que a menos que alguien se presentase allí con una brocha en la mano en menos de una hora, el único contrato que iba a conseguir iba a ser muy desagradable.

No soportaba que las cosas no se hiciesen bien. Controlador, obsesivo, le daba igual cómo le llamasen; para Frank, todo se reducía a preocuparse, así de sencillo. Daba igual de qué se tratase, sólo un principiante se conformaba con dejar un trabajo sin terminar.

Helen se preparó un buen baño caliente. Mientras se metía lentamente en la bañera, decidió que no le vendrían mal unas barras de pared o unas asas; una de esas cosas que anunciaban a media tarde, cuando se suponía que los viejos y enfermos estaban viendo la tele. Incluso una de esas bañeras con puerta para entrar. Recordó a Paul riéndose al ver el anuncio un día y preguntando cómo funcionaban. Por qué no se salía toda el agua al abrir la puerta.

Se alegró de haber decidido pasar la noche en casa y que su padre fuese a recogerla a primera hora de la mañana. Él había parecido decepcionado cuando le llamó para decírselo, pero ella sabía que estaría mucho más relajada a solas. Tan relajada como le era posible, en cualquier caso.

– Lo que te haga feliz -había dicho su padre, queriendo decir «menos desgraciada».

Se había traído la radio del dormitorio y se acomodó para quedarse un buen rato a remojo. Su barriga sobresalía por encima del agua y se echó pequeñas oleadas por encima con los dedos, contemplando los pequeños riachuelos que bajaban por su ombligo distendido. Le habló suavemente al bebé durante unos minutos, pasando una mano enjabonada por la parte donde creía que estaba la cabeza y, cuando sus pechos empezaron a gotear un poco, limpió los rastros lechosos con un paño.

Sabía que las cosas empezarían a ir mucho mejor, si era capaz de superar el día de mañana…

En el funeral de su madre, ella y Jenny habían sido capaces de superarlo juntas. Sabía que este sería distinto. Sí, Jenny estaría allí, y varios amigos íntimos, y sabía que a la familia de Paul le sería tan duro como a ella. Pero ellos se tendrían los unos a los otros para apoyarse, para compartir el dolor y la estupefacción. Helen sabía que en todo lo verdaderamente importante, pasaría el día sola.

Ella sola, y el hijo no nato a quien tendría que explicárselo todo algún día.

Dios, esperaba que no se pareciese en nada al funeral de su madre. La madre de Paul probablemente se enorgullecería de organizar algo decente luego, pero los sándwiches pasados y los parientes cuyos nombres nadie lograba recordar parecían prácticamente inevitables. A menos que las cosas se hiciesen de un modo diferente en casos como aquel; después de muertes como la de Paul. Que nadie en sus cabales se riese en un momento inoportuno, o sonriese con aire melancólico al recordar tiempos pasados.