Helen asintió.
– Pero no estaban donde debían.
– ¿Dónde debían estar?
– El Cavalier no levanta tanto del suelo. Quiero decir que podría haber tenido sentido si el BMW fuese uno de esos modelos bajos, deportivos, o si hubiesen disparado desde un coche más alto, un todoterreno grande o algo, pero los ángulos no eran los correctos.
– ¿Los ángulos de los disparos?
– Exacto. Mira, dispararon así -se echó hacia delante y estiró un brazo hacia ella, colocando dos dedos como si fuesen el cañón de una pistola. Vio la cara de Helen y bajó el brazo, avergonzado-. Espera, mira esto -corrió a coger su maletín, que había dejado junto a la puerta, y sacó una serie de impresiones por ordenador-. Tienen un programa que puede trazar la trayectoria de las balas basándose en las alturas relativas de cada vehículo -le pasó las hojas y señaló-. Puedes seguir el recorrido de cada bala. ¿Ves? Ningún punto de impacto está donde debería estar.
Helen examinó las hojas, intentando asimilar lo que le estaba diciendo.
– ¿No se habría modificado la trayectoria de las balas de todas formas al impactar contra el cristal? -Era lo mejor que se le ocurría-. Eso podría explicar por qué acabaron donde estaban.
– La primera bala, puede -dijo Deering, como si ya hubiese pensado en ello-, pero la segunda bala no tendría que atravesar ningún cristal. No tiene nada que ver con el cristal. Se trata de desde dónde se dispararon las balas. Y cuándo se dispararon.
Helen se quedó mirando las hojas mientras Deering se levantaba y se dirigía a la parte de atrás del sofá.
Señaló.
– Así…
Helen levantó la vista y miró fijamente a Roger Deering, y el pánico que había sentido en el cuarto de baño hacía apenas un momento le pareció un recuerdo distante. Fue sustituido por algo más profundo y más desesperado; una idea terrible que iba atenazándola más fuerte a cada segundo.
– Has dicho «cuándo» -su voz era un susurro.
– Los disparos se produjeron antes -dijo Deering-. No sé exactamente cuándo, pero sin duda antes del accidente. Los disparó alguien de pie desde fuera, con el coche parado.
– ¿Me estás diciendo que todo fue un montaje? Que lo que pasó…
Él levantó las manos.
– No te estoy diciendo nada. Sólo lo que he descubierto, nada más.
– Fue un accidente.
Deering parecía incómodo, como si hubiesen superado los límites de su pericia.
– No la clase de accidente que creíamos, no.
– Estás diciendo que todo esto se hizo para ocultar otra cosa. Que Paul… era un objetivo.
– No estoy diciendo eso -Parecía aún más incómodo-. No puedo decir eso. Había más gente en aquella parada de autobús, Helen.
Pero ella sabía algo que él no sabía. Sabía lo de la operación Victoria.
– No pasa nada -dijo ella-. Gracias.
Sabía que la muerte de Paul había sido deliberada.
Helen pegó un salto al oír el timbre de la puerta, y Deering vio el movimiento.
– Eso no ha sido el bebé, ¿verdad?
Se levantó del sofá sin decir palabra y se acercó lentamente a la puerta.
Deering la siguió y le puso una mano en el brazo.
– Escucha, me gustaría ir mañana. Si te parece bien.
Ella dijo que sí sin escuchar realmente la pregunta.
– Entonces, ¿qué vas a hacer esta noche? ¿Cuando terminen?
Helen se dio la vuelta. No estaba pensando con claridad, se había movido como una sonámbula, pero de una cosa estaba segura: no quería pasar la noche sola en el piso.
– Quiero ir a casa de mi padre -dijo.
Deering asintió y le dijo que la llevaría luego. Le acarició el brazo.
– Será mejor que les dejes pasar.
Treinta y tres
Cuando llegó el momento, quería que terminase lo antes posible y quería que no terminase nunca. La última parte fue la peor, como siempre había sabido que sería. Aquellos segundos en que el féretro desaparecía de su vista. El momento del adiós. Cuando las palabras se derrumbaban y daban bandazos por su cabeza: las cosas que nunca había dicho y las cosas que nunca debería haber dicho, ahora, después de todo lo que había pensado y sentido en las semanas transcurridas desde la muerte de Paul. Pero llegado el momento, mientras las cortas cortinas de terciopelo se cerraban, con la música que no lograba ahogar del todo el zumbido del mecanismo y los sollozos de la gente a su lado, sólo había una cosa que realmente deseaba decirle: «Lo siento…».
Su padre había estado espléndido; tampoco había esperado menos. Había dicho que no pasaba nada cuando le había despertado de madrugada para decirle que había cambiado de idea sobre lo de dormir en su casa. Por la mañana, le había preparado el desayuno y le había dicho que tenía un aspecto estupendo, y se había mantenido a su lado desde que llegaron a casa de los padres de Paul.
Helen no le había contado lo del allanamiento.
– No parece adecuado -había dicho al salir-. Un tiempo espléndido en un día como este.
– También hacía buen tiempo en el de Mamá, ¿recuerdas?
– Creo que sólo llueve en los funerales de las películas.
Habría dado igual de todos modos, pensó Helen, puesto que Paul iba a ser incinerado. Recordó a Paul y a Adam peleándose en una tumba, y se preguntó por qué había soñado con un entierro.
Nadie habría imaginado que ella y la madre de Paul se habían cruzado jamás una mala palabra. El abrazo a la llegada de Helen fue cálido y fuerte y, aunque Helen no estaba demasiado segura de qué quería decir, Caroline Hopwood le dijo que su hijo «habría estado orgulloso». Mientras todo el mundo se quedaba de pie en el salón, ella daba vueltas con una botella y unas copas, ansiosa por asegurarse de que cada persona tenía algo de beber o, al menos, se le ofrecía. La mayoría tomaron un poco de coñac, y Helen oyó a una de las tías de Paul diciendo que necesitaba un «revitalizante», palabra que le pareció desafortunada, dadas las circunstancias. Se lo contó a su padre y él se echó a reír.
– Está aguantando bien -dijo, al ver a la madre de Paul yendo de un grupo a otro. Era su frase del día, aunque alguna que otra variante de lo agradable que era el tiempo la seguía de cerca.
El padre y la hermana de Paul estuvieron igual de acogedores, aunque no lo estaban llevando tan bien, con menos cosas en que ocuparse. El padre de Paul era diez años mayor que su mujer, y nunca hablaba demasiado. Cuando Helen fue a la cocina para ver si podía echar una mano, sacudió lentamente su calva cabeza, la abrazó y no la dejó ir hasta que alguien dijo que habían llegado los coches.
– No puedo hacerlo -dijo. Parecía querer echarse y no volver a levantarse jamás.
Había diez minutos de camino hasta el crematorio. El sol entraba a chorros en el gran Daimler, desprendiendo el olor de los cuarteados asientos de cuero. Sentada allí con su padre y los padres de Paul, Helen observó la reacción de los peatones al ver pasar el cortejo. Recordó a la gente parándose y bajando la cabeza cuando se dirigían al funeral de su madre; a un hombre quitándose el sombrero. Tal vez ya no se hacía eso, pensó. Tal vez el fallecimiento de una persona más significase menos ahora que todo el mundo estaba acostumbrado a ver tanta muerte y destrucción en directo por televisión. Se lo comentó a su padre, y él se inclinó para mirar con ella.
– A lo mejor la gente ya no tiene modales -dijo.
Había un montón de policías reunidos a las puertas de la capilla. Helen les vio apagar los cigarrillos al acercarse el coche. Gary Kelly y Martin Bescott estaban con muchos otros compañeros de Paul, del Departamento de Investigación Criminal de Kennington. Vio a Jeff Moody con lo que supuso que era un pequeño grupo de agentes de la SOCA, y había muchos agentes uniformados, parte de la delegación oficial de la policía.
El conductor le ayudó a bajar del coche y habló con varias personas. Dijo algo de lo bonitos que eran los jardines, pero se le iba la cabeza, como si nada de todo aquello fuese real.