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En la puerta de la capilla, el comandante de zona se presentó y le dijo que Paul había sido un agente estupendo que había hecho un gran trabajo. Helen le dio las gracias. Por un momento, se preguntó si sabía lo de la operación Victoria, pero supuso que había dicho lo que solía decir en esas ocasiones; que probablemente no hubiese oído hablar de Paul Hopwood hasta que recibió la circular. Se dio la vuelta para ver el coche fúnebre cuando empezaban a sacar el féretro, y vio al comandante de zona sacando un papel de su bolsillo superior, repasando disimuladamente por última vez el discurso que daría en unos minutos.

Los portadores del féretro se aproximaron, todos con sus inmaculados uniformes de gala, y recibieron instrucciones en voz baja del director del funeral. Helen pensó que estaban guapos y nerviosos. Mientras colocaban el peso del féretro sobre sus hombros, miró a la madre de Paul y vio el orgullo y el dolor luchando por controlar la expresión de su cara.

Habían puesto una bandera de la Policía Metropolitana sobre el féretro y ahora colocaron la gorra de gala de Paul sobre la tapa, tras la sencilla corona de flores blancas que Helen había elegido. Era consciente de los ojos que se posaban sobre ella y se preguntó qué expresión tendría. Se sentía vacía y pesada. Como si se estuviese cayendo.

Se apoyó en su padre cuando los portadores empezaron a moverse. Se acercaron lentamente; no en una marcha lenta, sino en formación, mirando al frente. La expresión del agente que estaba más cerca de ella, su sumisa determinación, fue como un puñetazo en el corazón, de modo que bajó los ojos y miró sus pulidísimas botas mientras el féretro pasaba a su lado; las marcadas rayas de los pantalones de gala y las piedrecitas que salían despedidas hacia un lado con cada paso.

El padre de Paul colocó una mano sobre la espalda de su esposa e iniciaron una fila detrás del féretro.

– ¿Estás lista, cariño? -le preguntó su padre.

El ardor de estómago había empezado media hora después del desayuno. Ahora empezaba a mitigarse. Las medias le escocían y pronto tendría que ir al servicio. Cuando tomó aire notó el sabor a hierba cortada y cera, y esperó que sus piernas no cediesen antes de que tuviese ocasión de sentarse.

– No me falles, Helen.

– Sólo fue una vez, Hopwood. No volverá a pasar.

Rodeó el brazo de su padre y siguió el féretro.

Después de la ceremonia, Helen habló brevemente con Roger Deering y Martin Bescott, y los presentó. Bescott dijo que echarían mucho de menos a Paul en el equipo, y Helen les dio las gracias a ambos por venir. Tenía varias razones por las que estarle agradecida a Deering, aunque fuese un poco sensiblero. Pensó que Bescott parecía bastante agradable, y se preguntó por qué Paul raras veces había dicho algo bueno de él.

Con la madre y el padre de Paul se unió a quienes recorrían la hilera de coronas colocada delante del parterre que rodeaba el edificio. Tras unos minutos, dejó de agacharse para leer las tarjetas y dejó que los demás siguiesen avanzando a su lado. Retrocedió y miró la elaborada cúpula dorada que cubría la capilla, tras la que el cielo de la tarde aparecía perfectamente azul en todas direcciones.

El tiempo había sido tan agradable como su padre había dicho.

Al mirar a la izquierda, vio a Frank Linnell al final de la fila. Probablemente había enviado flores de todos modos, pensó, y estaba comprobando que eran lo impresionantes que debían. La vio y levantó una mano, y ella se giró rápidamente por si decidía acercarse, para mostrarse adecuadamente destrozado y decirle lo hermosa que había sido la ceremonia. Para darle un puñado de billetes cuando nadie mirase. «No es más que un detalle para la lápida, bonita. Un regalo…».

Cuando iba hacia los coches, oyó unos pasos tratando de alcanzarla.

– ¿Helen?

Se dio la vuelta, esperando ver a Linnell, y vio al inspector Capullo Picajoso, con su recordatorio del funeral en la mano.

– Inspector… -Se esforzó por recordar el nombre, sólo durante un segundo, pero el tiempo suficiente para que él se diese cuenta, para mirar sus zapatos-…Thorne.

– Tom.

– Es un detalle que haya venido -dijo.

Parecía incómodo en su traje, con el cuello sobresaliendo ligeramente por encima de una camisa que claramente le estaba demasiado ajustada.

– Sólo quería que supiese que he visto el informe completo del responsable de la escena del crimen -bajó la voz-. Vamos a hacer un arresto mañana.

– Bien -a menos que hubiese pasado algo de lo que no tenía conocimiento, se hacía una idea de a quién iban a arrestar-. Me gustaría estar presente.

Su mirada decía que estaba esperando esa reacción.

– Veré cómo puedo organizado -dijo.

Le dijo que se lo agradecía.

– ¿Qué hay de la gente del coche?

– Bueno, sabemos que estamos buscando en el lugar adecuado.

– Una guerra de pandillas.

– No exactamente. Localizamos al propietario del Cavalier robado cuando intentó hacer una reclamación al seguro. No quería contarnos mucho.

– Menuda sorpresa.

– Pero le convencimos para que viniese y echase un vistazo a los cuerpos de los chicos a los que dispararon.

Helen asintió. Sabía que los agentes de policía podían ser más persuasivos de lo normal cuando se trataba de coger a alguien que había matado a uno de los suyos.

– Identificó a dos de ellos como parte del grupo que le había mangado el coche. Así que, como le decía, vamos en la dirección adecuada.

– ¿Pero…?

– No es una guerra de pandillas. O si lo es, es bastante desigual. Así que no sabemos quién está matando a esos críos, pero estamos bastante seguros de que eran… los críos correctos -se encogió de hombros-. En cualquier caso, no es buen momento. Sólo quería informarle de que nos estamos acercando… y decirle que lo siento -movió el recordatorio entre los dedos-. Y… buena suerte.

– ¿Tiene hijos? -preguntó Helen.

– Uno en camino -dijo Thorne-. No tan avanzado como el suyo, pero… en camino.

– Bueno, que tenga mucha suerte usted también.

Ya se estaba dando la vuelta para marcharse, sonriendo al padre de Helen, que pasaba a su lado en dirección contraria, camino del coche.

– ¿Quién era ese?

– Un amigo de Paul -dijo Helen.

Su padre le sujetó la puerta y ella se metió dentro junto a los padres de Paul. Su padre, el último en entrar, se sentó frente a ella, apartando rápidamente la chaqueta para que el de la funeraria pudiese cerrar la puerta. Se inclinó y le dio unas palmaditas a Helen en la pierna, le preguntó cómo lo estaba llevando.

Estaban de vuelta en la casa sobre las cuatro. El padre de Paul abrió las puertas del salón que daban al patio mientras Caroline y unas amigas sacaban la comida. Los sándwiches estaban en bandejas del Marks & Spencer. Había pollo frío y ensalada de pasta, pasteles y bayas variadas.

– No hay pinchos de salchicha -dijo su padre.

Helen se sentó en un sofá donde no daba el sol y habló con Gary Kelly, que se apoyó en el brazo, intentando sujetar un plato de papel y un vaso. Ella le dijo lo bien que había leído.

– Olvidé un verso -dijo.

– Nadie se dio cuenta.

– Quería que fuese perfecto.

Le recordó lo de la guitarra de Paul y le dijo que se pasase a recogerla cuando quisiese.

– Estábamos cantando aquella noche -dijo-. Los Rolling Stones a grito pelado. La mujer de la parada de autobús nos dijo que nos callásemos.

– Ésa solía ser mi reacción cada vez que Paul se ponía a cantar -dijo Helen. Observó a Kelly mientras volvía a la mesa para rellenar su vaso. Parecía no poder alejarse demasiado de la bebida, y no podía culparle por ello.