Выбрать главу

No estuvo sola mucho tiempo. Había unas treinta personas en la casa, y no contó demasiadas que no se acercasen al menos una vez para preguntar si necesitaba algo. Si podían hacer algo. Normalmente sólo pedía un poco más de agua u otro sándwich.

Jenny y Tim se acercaron después de una hora o así para decirle que se marchaban. Había una canguro de la que encargarse. Helen le contó a su hermana lo atento que había estado todo el mundo y lo agotador que se estaba volviendo.

– La gente sólo está siendo agradable -dijo Jenny.

– Supongo que sí.

Jenny se agachó para darle un beso a su hermana.

– Te cabrearías si todo el mundo te ignorase.

– Pero es raro -dijo Helen-, ni una sola persona menciona… ya sabes qué -señaló con gesto melodramático el bulto de debajo de su vestido-. No creo que no lo hayan notado. Sé que se supone que el negro estiliza, pero esto es ridículo.

Cuando su hermana se hubo ido, Helen se quedó sentada, devolviendo sonrisas hasta que empezó a dolerle la cara, luego salió al patio. Encontró al padre de Paul sentado en un murete bajo, fumando. Parecía que no quería que nadie le viera.

– Paul solía hacer eso -dijo ella-. Se escabullía al balcón. Como si yo no lo supiese.

El padre de Paul dio una larga calada.

– Las mujeres siempre lo sabéis todo -y otra-. No podemos ocultaros nada.

– Ya.

– Claro que él era un cabrón taimado, incluso de niño -sonrió con tristeza a través del humo, recordando-. Nunca sabías qué tramaba.

El viejo no pareció querer decir mucho más después de eso, así que Helen dio vueltas por el jardín durante veinte minutos, hasta que empezaron a dolerle las piernas y tuvo que volver dentro para utilizar el servicio. Después se sentó junto a la puerta, dando las gracias a la gente cuando empezaron a marcharse. Tras un rato, logró desconectar, poner la cara adecuada mientras pensaba en lo que Deering le había contado y en lo que Thorne había dicho al salir de la capilla.

Ahora sabía que el allanamiento de la noche anterior no había sido un robo corriente, y era una apuesta bastante segura pensar que los chicos que iban en aquel Cavalier cuando mataron a Paul no habían actuado solos. Ahora alguien los estaba matando. Quizá la persona que les había contratado quisiese asegurarse de que nunca se lo contarían a nadie.

– Que Dios te bendiga, bonita.

– Gracias.

Se preguntó si quienes estaban investigando la muerte de Paul estaban empezando a encajar las piezas por sí mismos. O si ella sabía más que ellos.

– Pensaremos en ti.

– Lo sé. Gracias.

Tras consultarlo con su padre, informó a la madre de Paul de que estaba lista para volver a casa. No iba a ser una fuga fácil.

– Habíamos dado por hecho que querrías quedarte.

– Sé que ya tenéis la casa llena.

– No pasa nada, de verdad. Hemos preparado camas para ti y para tu padre.

– Deberíamos volver -dijo Helen-. Creo que debo estar cerca de casa, ¿sabes?

– Ésta también es tu casa, Helen.

– Aun así…

En la puerta, Caroline Hopwood la abrazó y le dijo que quería hacer todo lo que estuviese en su mano para ayudarla a criar a su nieto. Sería maravilloso que fuese niño, dijo. No tenía ningún nieto. Helen le prometió avisarla en cuanto hubiese alguna novedad y, cuando su padre arrancó el coche, dijo adiós con la mano por la ventanilla todo el camino hasta que hubieron doblado la primera esquina.

Pasaba de las nueve cuando llegaron a Tulse Hill y, aunque todavía hacía sol fuera, el piso parecía frío. Helen estaba exhausta, pero no fue del todo consciente de cuánto hasta que se hubo despedido de su padre y estuvo a punto de desplomarse al cruzar la puerta principal. Se preparó un té y se quitó el vestido y las medias. Se sentó en el balcón con la bata e intentó dejar que las cosas se asentasen.

– ¿Taimado incluso de niño, Hopwood?

Se preguntó cuánto tardaría en dejar de hablarle. Si pasaría antes de que dejase de ver su cara con claridad.

Dentro, sacó el recordatorio del bolso y alisó el pliegue que recorría su foto en la parte de atrás. Al final, la música que había elegido la madre de Paul había sido agradable, pero Helen seguía enfadada consigo misma por no plantarle un poco más de cara.

Preocupada porque pareciese que no le importaba.

Buscó entre los viejos discos de Queen de Paul hasta que encontró la canción que quería. Who wants to live forever? seguía sonando en el modo de repetición quince minutos más tarde, cuando se metió en la cama.

Se quedó allí acostada mientras oscurecía, escuchando la música y deseando poder comentar el día con Paul. Poder reírse juntos de ello. Deseando que todavía hubiera sido así entre ellos antes de su muerte. Deseando hacerse un ovillo, destrozar cosas, herir a quien la había hecho sentirse así. A quien había excavado aquel agujero en medio de su ser. Se quedó allí acostada, y las patadas en su interior eran como pequeños gritos.

Salía de cuentas en dos días.

Treinta y cuatro

– Me pareció bonito -dijo Laura. -Suelen ser… bonitos, ¿no? -Frank había llevado una bandeja con las cosas del desayuno al jardín de invierno. Hacía una mañana preciosa y le gustaba mirar el jardín mientras comía y hojeaba un par de periódicos-. Pero lo «bonito» es tan… seguro -dijo-. ¿No crees?

– A la gente le gusta sentirse segura cuando acaba de perder a alguien. ¿De qué otro modo te gustaría que se sintiesen?

– Sólo por una vez, me gustaría ver un funeral que diga algo de la persona que ha muerto, ¿sabes? Que te cuente un poco de cómo era realmente.

– A mí me pareció que lo que dijo aquel agente de policía era muy conmovedor, y las lecturas…

– Sí, fue bonito, ya lo sé -Frank sacudió la cabeza-. Ese poli probablemente dijo lo mismo que dice en todos los funerales. No me malinterpretes, no quiero decir que la gente debería ponerse a bailar o contar chistes o algo así, pero debería haber un poco más de… celebración o lo que sea. Y un poco menos de Dios metiendo las narices tampoco estaría mal.

Laura sonrió.

– A mí también me gusta todo eso.

– Paul no tenía nada de religioso, y su novia tampoco me parece ninguna beata, así que, ¿qué sentido tiene? -Dio un mordisco a su tostada y se reclinó en la silla-. Paul habría odiado todo aquello. Se habría sentado allí riéndose del vicario o intentando no dormirse.

– Creo que alguien se ha levantado con el pie izquierdo.

– Sí, no he pasado buena noche -miró más allá de donde estaba ella, al césped. El jardín tenía buen aspecto, aunque tenía que decirle al vago que lo arreglaba que fuese más cuidadoso por los bordes-. Voy a echarle muchísimo de menos, eso es todo. A mi edad, necesito a todos los amigos que tengo.

– No eres viejo, Frank.

– A veces siento que lo soy.

– Por supuesto que vas a echarle de menos -dijo Laura-. Yo también.

– Habría sido estupendo si lo de ayer fuese un poco más sobre él, es lo único que digo. Sobre su personalidad, ¿sabes? -Se quitó unas migas de la camisa y las echó en el plato-. A lo mejor me estoy volviendo raro con la edad.

Ella se acercó y se sentó a su lado.

– A lo mejor has estado en demasiados funerales.

La sucursal del Workz de Clapham probablemente era muy similar a todos los demás gimnasios y clubes de salud de lujo que había en la ciudad: metal cromado, acero y cristales ahumados; toallas súper esponjosas y artículos de aseo repipis; una elevada cuota anual que suponía un buen incentivo para acudir dos veces por semana durante unos meses, hasta que te dabas cuenta de que la vida es demasiado corta para perder el tiempo en una máquina de remo.

Helen se sentó en una esquina del bar de ensaladas y batidos, hojeando un folleto mientras esperaba. Había estado hablando por teléfono desde antes de las siete, organizando las cosas, y se sentía bien por tener el día programado ya. Esta sería una buena forma de empezarlo.