Выбрать главу

Lo único que podía hacer ahora era sentarse y mantenerse a salvo, mantener a salvo a todos los que le rodeaban, hasta que alguien le dijese qué hacer a continuación.

Pasó las páginas lentamente mientras comía, con un ojo en la puerta, como hacía siempre, sintiendo el peso de la pistola que se había llevado del piso franco en el bolsillo. La que Sugar Boy no había sido lo bastante rápido para coger.

Dejó de masticar, dejó de respirar durante unos segundos al ver la foto. Y el titular que había encima: El dolor de la viuda embarazada del poli.

Tenía la cara constreñida y la boca abierta, como si estuviese gritando, pero sabía que era la mujer con la que había hablado hacía una semana o así. Le había sorprendido lo que pesaba al levantarla. La mujer del Fiesta azul y los huevos rotos.

Theo leyó el artículo, pero no lo asimiló realmente. La había ayudado y ella le había dado las gracias por ello. Dios, hasta había dicho algo en el aparcamiento, una broma sobre ponerle su nombre al niño…

Recordó el ruido del BMW al chocar. Lo sintió. El metal y los cristales, y el golpe sordo mientras se alejaban y él intentaba mirar atrás a través de la lluvia.

«-Probablemente sería un nombre tan bueno como cualquier otro.»

Se quedó mirando fijamente la foto y dejó que se le enfriase el desayuno. El titular decía «dolor», pero a él no se lo parecía.

Tenía cara de querer matar a alguien.

Treinta y cinco

Helen miró las dos cámaras de CCTV que había en cada esquina del tejado mientras esperaba en la puerta de entrada. Había visto más en las cancelas por donde había entrado y se preguntó si la había estado viendo mientras se acercaba. En realidad, no era ninguna sorpresa que un hombre así fuese cuidadoso. Tenía mucho que proteger, y probablemente había bastante gente que se alegraría de verle perderlo todo.

Aunque, por otra parte, también debía de tener a bastante gente de su lado; gente que podía advertirle de cualquier peligro u obtener información cuando otros se esforzaban por conseguirla. Una red. Y sus propios métodos para conseguir que la gente hiciese algo de ruido cuando una investigación oficial se daba de bruces contra un muro de silencio.

La idea de que quien estuviese detrás de la muerte de Paul también era responsable de los tiroteos no tenía sentido. Si estabas intentando proteger tu culo, ¿por qué montar algo que iba a exigir librarte de toda una banda después? De modo que, una vez eliminado de la foto quien hubiese utilizado a los chicos del coche para hacerle el trabajo sucio, no había sido muy difícil.

No había precisamente muchos más candidatos.

Helen había llamado temprano a Jeff Moody, después de varias conversaciones con la Brigada de Homicidios para organizar su cita en el Workz. Al mencionar a Frank Linnell, él le había asegurado que todavía estaba haciendo indagaciones, comprobando la naturaleza exacta de su relación con Paul.

– Creo que podré descubrir un poco más por mí misma -había dicho ella.

– No estoy seguro de que sea buena idea.

– Abandoné las buenas ideas hace semanas -dijo Helen.

Esta vez no había habido problema para preguntar la dirección de Linnell.

El recibidor le recordó al vestíbulo de un hotel exclusivo, con una gran extensión de mármol marrón veteado y una exagerada lámpara de araña. Había óleos en las paredes y una amplia escalera curvada que ascendía tres, tal vez cuatro pisos o más. Unos cuantos millones, pensó Helen.

Linnell la condujo hasta una cocina que hacía que la de Jenny se pareciese a la suya. Se sentó a la mesa y le observó mientras preparaba un poco de té. Le sorprendió ver que no parecía haber personal interno, que no parecía haber nadie más en la casa.

– Tienes un aspecto fantástico esta mañana -le dijo-. Teniendo en cuenta la noche que habrás tenido. Yo no dormí mucho, si te digo la verdad. Es duro, ¿verdad?, seguir adelante como si nada hubiera pasado.

– Supongo que sí -Helen se quedó mirando su espalda mientras él echaba leche y removía. Lo estaba haciendo otra vez, hablarle como si su relación con Paul significase tanto como la suya.

– Pero al final no nos queda más remedio, ¿no? -Llevó las tazas y le preguntó si quería galletas. Dijo que la mujer que se encargaba de la cocina hacía las mejores galletas, si le apetecían.

Helen ya había comido y había vomitado dos veces.

– Lo hiciste bien ayer – dijo-. Demostraste mucha fuerza, si no te molesta que te lo diga. Más que la mayoría de nosotros, en cualquier caso. Hubo algunas lágrimas, ya te digo.

Helen tomó un sorbo de té hirviendo, y disfrutó la quemazón. No quería hablar de minucias sobre el funeral, en realidad no quería hablar de nada de lo que no tuviese que hablar. Quería abordar la cuestión.

– ¿Has oído hablar de esos tiroteos de Lewisham?

El asintió, envolviendo la taza con las manos.

– No se puede ignorar, está todo el rato en las noticias.

– Cuatro asesinatos en casi dos semanas -dijo ella.

– Doce días.

– Me fío de tu palabra.

– Hay que hacer algo -dijo Linnell-. No sólo vosotros. Gente mejor situada… Resolver el lío -meneó la cabeza-. No quiero parecer insensible, pero me pone un poco enfermo, ¿sabes a qué me refiero? Entierras a alguien como Paul, cuando hay gente por ahí haciendo eso, como si la vida no valiese lo que cuesta una comida para llevar. Te hace querer levantar las manos…

Parecía decirlo en serio. Tal vez los tipos como Frank Linnell pudiesen hacerlo, pensó, disociar sus propias acciones de las de los demás, por terribles que fuesen. O tal vez se hubiese enfrentado a situaciones como aquella desde su nacimiento.

– Eran los chicos del coche -dijo-. Los que mataron. Eran los que iban en el Cavalier cuando mataron a Paul.

Linnell no se esforzó demasiado por parecer sorprendido.

– Difícilmente se les puede considerar chicos.

– El más joven tenía catorce años.

Él se encogió de hombros.

– ¿No crees que renuncias a cualquier tipo de compasión cuando te ganas la vida como ellos lo hacían? ¿Cuando empiezas a llevar pistola?

– ¿Tú sí?

– Mira, comprenderás que no me afecte. Deberías comprenderlo, en cualquier caso.

– ¿Debería?

– ¿No hubo ni una pequeña parte de ti que se alegrase al descubrirlo?

Helen no pudo sostenerle la mirada y sus ojos se desviaron hacia el aparador de la esquina. Encima había una docena de fotos o más en marcos de colores brillantes: una instantánea en blanco y negro de una mujer mayor con un bebé; una foto más reciente de una mujer distinta, de pie junto a una chica joven; el propio Linnell posando con varios hombres trajeados. Y varias fotos de una mujer joven. Era excepcionalmente hermosa, con el pelo largo, castaño, unos ojos enormes y una sonrisa que daba a entender que no acababa de aceptarlo. Helen sabía muy poco de la vida privada de Linnell y se preguntó si sería su hija.

Linnell se giró y siguió su mirada.

– Tengo un par de Paul por alguna parte, si te apetece verlas.

– No, gracias.

Ambos dejaron de mirar las fotos.

– Mira, sé por qué estás tan cabreada -dijo él.

– ¿Ah sí? -¿Tienes la menor idea?, pensó Helen. ¿Puedes entender por un segundo que fuese lo que fuese lo que habían hecho los chicos que iban en aquel coche, formasen parte de lo que formasen, no se merecían lo que les hiciste? ¿De verdad crees que lo que has estado haciendo está justificado o que es, en algún sentido, egoísta y retorcido, honorable?

– No puedes soportar la idea de que Paul decidiese pasar tiempo con alguien como yo.

Helen tragó saliva.

– Lo que Paul hiciese era asunto suyo.

– No estoy diciendo que te culpe por ello.

– No estoy aquí para hablar de Paul.