– Tampoco tengas miedo de hacer eso -dijo-. Tu padre nunca lo hacía; era de esa clase de hombres. Incluso cuando estaba enfermo, yo era la que tenía que llorar por los dos -se apoyó en el marco de la puerta-. La única vez que le recuerdo llorando fue cuando Inglaterra le ganó a las Indias Occidentales…
Laura bajó unos minutos después de que Helen se fuese y se sentó en el último escalón.
– Os he oído discutir -dijo.
– No realmente. -Frank recorrió lentamente el recibidor-. Sólo se excitó un poco, nada más. No puedes culparla por estar alterada.
– No sé cómo lo hace -dijo Laura-. Cómo puede andar por ahí, ver gente y seguir adelante con las cosas. Creo que yo me limitaría a acurrucarme en una esquina.
– Sí, desde luego es fuerte. Claro que va a tener que serlo.
Luego le preguntó a Laura qué debía hacer. Si debía ayudar a Helen contándole lo que sabía. No le contó cómo lo sabía, por razones obvias, pero, incluso cuando le estaba haciendo la pregunta, sabía que probablemente se estaba engañando a sí mismo. Laura siempre lograba leer su mente, saber lo que había hecho o lo que estaba pensando hacer; pero aun así, se calló los porqués y las explicaciones. Sólo era algo que había averiguado y quería saber si ella creía que debía informar a la novia de Paul al respecto. Así de sencillo.
– ¿Quieres hacerlo porque te sientes culpable?
Tenía razón: se estaba engañando a sí mismo.
– No seas boba. Es sólo que, teniendo en cuenta de qué se trata, me parece la forma correcta de hacer las cosas. Me parece… lo adecuado, ¿sabes?
Laura seguía allí sentada, mordiéndose una uña y Frank fue a buscar una Coca-Cola Light a la cocina. Cuando volvió, ella estaba de pie en el rellano de la primera planta, de vuelta arriba.
Se inclinó sobre el pasamanos.
– Sí -dijo-. Es lo correcto.
Había un reluciente «5» rojo en el contestador de Helen cuando volvió al piso.
Jenny, su padre y Roger Deering habían llamado todos para ver cómo estaba, cada uno diciéndole que les llamase si necesitaba algo. Gary Kelly quería fijar un momento para pasarse a recoger la guitarra de Paul.
El autor de la quinta llamada no se había identificado.
Escuchó el mensaje por segunda vez, intentado identificar una voz que reconocía pero no lograba situar; luego por tercera vez, en cuanto hubo cogido bolígrafo y papel para apuntar la información relevante.
La dirección, el nombre del hombre con quien debía reunirse, lo que debería ver.
Sabía que el sitio estaría abierto hasta tarde, pero no había forma de que pudiese reunir la energía necesaria para volver a salir esta noche. Ya se sentía tan agotada como después de la semana más jodida en el trabajo. Decidió intentar dormir bien toda la noche e ir por la mañana.
Al salir de cuentas al día siguiente, Helen sabía lo que Jenny y su padre tendrían que decir al respecto, y bien podían tener razón. Lo había utilizado de excusa con la madre de Paul, pero sabía que probablemente era más sensato estar cerca de casa.
Volvió a escuchar el mensaje, pero seguía sin poder identificar la voz. Si el bebé decidía ser puntual, tampoco iban a faltarle hospitales. Y no había tardado mucho en llegar a Lewisham la última vez.
Treinta y seis
Helen llegó al club no más de media hora después de que abriese, pero el hombre que le habían dicho que buscase ya estaba allí, y exactamente donde le habían dicho que estaría. Estaba sentado en la barra, encorvado sobre una taza de té y un plato con tostadas y, cuando Helen se acercó, vio que estaba estudiando las páginas de apuestas del Sun, rodeando sus selecciones con un rotulador azul entre bocado y bocado.
No parecía haber nadie más en el local.
A Jacky el Billares no le agradó que le interrumpiesen, pero cuando Helen le enseñó su placa y le dijo de qué quería hablar, su actitud cambió. Parecía sorprendido. Interesado.
– ¿Cómo se enteró de eso, entonces?
– Eso no importa.
El Billares se encogió de hombros, dando a entender que probablemente no importase. Arrancó un trozo de tostada e hizo un gesto con lo que quedaba.
– ¿Es de verdad? ¿O lleva un cojín ahí metido como disfraz? -Soltó una carcajada entre dientes, enseñando un bocado de tostada empapada y los dientes estropeados.
– No es un cojín -dijo Helen. Indicó con la cabeza las mesas de billar que se extendían en la penumbra detrás de ellos, todavía ocultas bajo unas fundas plateadas remendadas-. Y la verdad es que no me hace gracia la idea de soltarlo sobre una de esas, así que démonos prisa.
El Billares se metió el resto de la tostada en la boca y se limpió las manos en las perneras del pantalón.
– Un billete de veinte tiende a acelerar las cosas -dijo.
En cuanto tuvo el dinero metido en el bolsillo de su camisa, le dijo que una de las pandillas de la zona iba por el club, o solía hacerlo, hasta hacía un par de semanas. No había visto a demasiados de ellos desde entonces.
– ¿Algún nombre? -preguntó Helen.
– Sólo esos motes estúpidos que tienen todos.
– Estoy escuchando.
Mencionó unos cuantos nombres que Helen reconoció del mural que había visto la última vez que había estado en Lewisham. La lista de honor. Confirmaba lo que el llamante anónimo había dicho, y empezó a sentir el nerviosismo acumulándose; dejándola sin aliento.
Y sabía que había más.
– Háblame del hombre del traje -dijo Helen-. Con quién le viste hablar.
El Billares estaba empezando a lanzar prolongadas miradas hacia el periódico.
– Vi a un tipo con un traje. Fin de la historia, de verdad.
– Entonces devuélveme esas veinte libras.
El Billares suspiró, se giró sobre su silla y señaló las escaleras.
– Bajaban por ahí, como si hubiesen tenido una especie de reunión arriba. Esto fue hace cinco o seis semanas, algo así.
Wave… el del pelo absurdo, el que actuaba como si estuviese al mando, y su matón paquistaní. Y el tipo blanco del traje, que parecía un agente inmobiliario o algo. Con mucho colegueo, dándose las manos y todo eso, y había unos cuantos de los otros por ahí, con pinta de no saber qué estaba pasando.
Helen no se molestó en pedirle una descripción. El hombre que había dejado el mensaje en su contestador había dicho que era demasiado lista para eso.
– ¿A quién más le has hablado de esto?
– No sé, a unas cuantas personas. No me acuerdo.
Aunque Helen no hubiese sabido que estaba mintiendo, habría sido evidente por su cara, por la aprensión que había en ella.
– Venga, no me enteré por arte de magia, ¿verdad?
El Billares parecía incómodo, como si ya hubiese dicho más de lo que valían sus veinte libras.
Helen supuso que no importaba demasiado. Desechó con un gesto de la mano su propia pregunta y le dijo que podía retomar sus apuestas en cuanto le dijese dónde estaba el encargado.
– ¿Por qué no lo aceptaste?
– No lo necesitamos.
– Por supuesto que no. Podemos pedírselo prestado al banco, ¿verdad? Podemos recurrir a parte de nuestros ahorros, a todo ese dinero que tenemos por ahí escondido. Sí, no hay problema.
Theo sabía, en cuanto había abierto la boca, que era un error. Javine se había agarrado a ello como un pit-bull, y había estado machacándole desde entonces, como si hubiese echado a perder una gran oportunidad.
– Sólo decía esas cosas, tía -dijo Theo-. Lo de buscarse un trabajo, lo de que está bien y todo eso. Pero tú no le viste la cara.
– Es lo que se supone que hacen los padres. Hacen sacrificios, ¿no?