Theo sacudió la cabeza.
– Sí, cuando eres un crío, cuando no te puedes cuidar por ti mismo. Después, depende de ti. Se supone que tú eres el que tiene que cuidarles a ellos.
Estaban en el salón. Benjamín estaba acostado boca arriba en la esquina, bajo un colorido gimnasio infantil, chillando y moviendo los brazos ante el espejito que colgaba sobre él. Theo estaba sentado en el sofá, mientras que Javine entraba y salía de la cocina, donde estaba preparando un biberón.
– Es sólo que es una pena, ¿sabes? -dijo. Se quedó de pie en la puerta, sacudiendo el biberón-. Tener algo en bandeja así y dejarlo pasar. No pasa todo el tiempo.
No le importaba que gritase (podía contestarle a gritos), pero no podía soportar que utilizase esa voz triste. Como si no quisiese darle importancia pero estuviese decepcionada. Como si no fuese culpa suya haberle fallado.
– Podría haber sido una oportunidad para irnos, eso es todo.
Si se arrepentía de haberle contado que su madre le había ofrecido el dinero, se habría dado una patada a sí mismo por haberle contado por qué. Se había sentido culpable pensando siquiera en irse a algún lugar, en dejar atrás a su madre y a Angela, y era aun peor ahora que su madre lo había planteado abiertamente. Era como si se hubiese dado cuenta de que lo tenía en la cabeza. ¿Era lo que realmente quería o se había ofrecido a ayudar porque se daba cuenta de que él no se atrevía? ¿Que necesitaba que le salvasen, como a un niño pequeño?
Incluso ahora, pensando que sería un error, se sentía egoísta.
Tal vez estuviesen perfectamente sin él. Tampoco era que hubiesen podido contar con él para nada. ¿Pero, cómo lo llevaría él? No estar allí por si alguna vez le necesitaban. No ver crecer a Angela o estar cerca para cuidarla cuando chicos como él le anduviesen detrás.
– Eres buen hijo -dijo Javine.
– Un buen hijo que tiene que ir llorándole a su madre para que le dé dinero.
– Ella te lo ofreció.
– Son los ahorros de toda su vida.
– Sé que estás pensando en tu madre, T…
No tenía que decir más. ¿Pero y yo? ¿Y Benjamín?
Theo la vio darse la vuelta y volver a la cocina, oyó cerrarse la puerta de la nevera y el zumbido del microondas al calentar el biberón.
– No necesitamos ese dinero -dijo.
Miró a Benjamín, dando patadas y mirando hacia arriba, su imagen en el espejito de plástico. Si conservaba la vida, acabase donde acabase, Theo sabía que lo único que de verdad quería era que su hijo pudiese mirarse y sentirse bien consigo mismo.
El encargado del Cue Up era un retaco calvo llamado Adkins. Tenía el culo gordo y llevaba corbata y una camisa de manga corta, cosa que a Helen siempre le resultaba ligeramente ridícula. No estaba segura de qué había estado haciendo arriba en el ordenador, en su pequeño despacho abarrotado, pero no estaba del mejor humor cuando le abrió la puerta.
Una vez más, la placa pareció hacer efecto, aunque Adkins apenas la miró antes de conducir a Helen a través de un montón de monitores de aspecto mugriento apilados bajo la única ventana.
Parecía que le habían dicho que contase con su visita.
El dispositivo de seguridad parecía bastante amplio, con imágenes de una cámara situada en la entrada del club, varias en la barra y las zonas de juego y otras en las escaleras y en las puertas de los servicios. Los trámites para revisar las cintas, sin embargo, eran un poco menos eficientes que los del centro de seguimiento del CCTV, donde Helen había visto a Paul entrando en el taxi de Ray Jackson dos semanas antes.
– Puede que tarde un rato -dijo Adkins.
– ¿Cuánto?
– No contenga la respiración.
El despacho era sofocante y, mientras Adkins buscaba en las grabaciones, Helen fue hasta un pequeño surtidor de agua que había en la esquina y se sirvió un vaso que su anfitrión no se había mostrado inclinado a ofrecerle. Sentía el sudor escociéndole por la espalda y la barriga e incluso después de tres vasos, tenía la boca seca y le costaba tragar.
El bebé se estaba moviendo. Varias veces cada pocos minutos, notó que se le desplazaba el estómago; un profundo bandazo, muy abajo, que no había sentido antes, y la dejó sin aliento durante unos segundos en cada ocasión. No podía estar segura de si era su cuerpo anticipándose el trauma natural inminente, o los nervios… el miedo a lo que podía estar a punto de ver.
Lo que alguien había decidido que debía ver.
– Aquí tiene -Adkins volvió al ordenador y se dejó caer en la silla-. Sírvase usted misma… La segunda por la izquierda.
Helen se acercó y se inclinó para ver mejor, colocándose en línea con la ventana para reducir el resplandor del monitor. Era una pantalla pequeña, de sólo ocho o nueve pulgadas, metida en una baqueteada caja de acero. La imagen estaba congelada: una imagen borrosa, en blanco y negro, de un pasillo; la línea oscura de un pasamanos en la esquina inferior izquierda.
– La he parado -dijo Adkins-. Dele al Play.
Helen presionó el botón y observó. No pasó nada durante medio minuto, salvo el movimiento del código temporal, segundo a segundo, en la esquina inferior derecha. El único sonido era un siseo grave. Se dio la vuelta y preguntó dónde estaban los botones del volumen.
– Ese sistema no tiene audio -dijo Adkins-. Demasiado caro.
Cuando Helen volvió a girarse, vio a dos figuras moviéndose rápidamente hacia la cámara con una tercera siguiéndoles a unos metros. Los dos hombres de delante hablaban mucho, asintiendo, gesticulando con las manos.
Wave y el hombre del traje.
Justo antes de que llegasen a la altura de la cámara y empezasen a distorsionarse, giraron a la derecha y salieron de plano, dirigiéndose hacia las escaleras. La tercera silueta, un fornido joven asiático, les siguió. Helen rebobinó la cinta hasta el momento antes de que Wave y el hombre del traje desaparecieran. Luego congeló la imagen y se quedó allí sentada, igualmente inmóvil.
Miró fijamente la cara que reconocía, a cuya sonrisa había respondido; una cara que había visto agotada de preocupación y llena de compasión sólo dos días antes.
Adkins oyó su grito ahogado cuando contuvo el aliento.
– ¿Está bien, bonita? ¿No irá a…?
– Necesito esta cinta -dijo.
– Muy bien. Haré una copia.
– La quiero ahora.
Mientras Adkins todavía estaba incorporándose, Helen sacó la cinta del vídeo. Él le gritó algo cuando salía, pero no lo oyó. No le importaba. Bajó dos tramos de escaleras y salió a la calle, deseando correr pero pisando con cuidado; con la cinta agarrada con tanta fuerza que tenía la impresión de que sus dedos iban a atravesar la carcasa de plástico.
Recordando algo que Ray Jackson había dicho, sentado en la parte de atrás de su taxi. Algo que debería haberse dado cuenta de que era relevante.
Había un elegante Mercedes azul parado en la acera de en frente de la entrada. Jacky el Billares estaba agachado, hablando con el hombre del asiento de atrás. Cuando el Billares se incorporó y se hizo a un lado, Helen vio a Frank Linnell. Se detuvo a unos metros, desesperada por llegar a su coche, pero consciente de que habría algún tipo de intercambio. De que Linnell lo había estado esperando. Al mirar hacia la parte delantera, reconoció al conductor como el hombre que le había abierto la puerta en el pub de Linnell y le había servido una bebida. Ahora recordó también su voz, y por fin supo quién había dejado el mensaje anónimo en su contestador.
– ¿Helen…?
Vio la expresión de la cara de Linnell y empezó a comprender por qué.
Linnell se asomó por la ventanilla e indicó la cinta que Helen llevaba en la mano.
– ¿Reconoces a alguien?
– No le había visto en mi vida -dijo Helen.
Frank miró por la ventanilla trasera mientras Clive le llevaba a casa, siguiendo la ruta del bus 380 que iba de High Street a la cárcel de Belmarsh. En cuanto superasen el tráfico, subirían por Lewisham Hill y girarían al este, hacia Wat Tyler Road y Blackheath. Bajarían por el otro lado y cruzarían una vasta extensión verde bordeada de casas; residencias enormes de tres o cuatro plantas que no habían sido transformadas en pisos. Pero por ahora, la vista era limitada: puertas repletas de bolsas de basura y letreros con nombres que apenas podía pronunciar. Había recorrido aquellas calles de joven, había hecho negocios en ellas treinta y tantos años antes, pero ahora casi no las reconocía.