Podía decir todo lo que quisiera, pero él sabía cómo era. Si iba a la policía diciendo: «Soy el pandillero que habéis estado buscando», no le recibirían con los brazos abiertos.
Y, como le había dicho a ella, podía haber unas cuantas personas de triángulos de los que nunca había oído hablar, deseando tener una charla con él luego.
Era mejor que él y Javine se buscasen la vida.
Pero pensaba que Helen Weeks estaba bien. Durante un minuto o dos, se preguntó cómo reaccionaría si tomase el coche prestado por un tiempo, si lo utilizase para sacar de allí a Javine y a Benjamín. No tenían demasiadas cosas, probablemente podrían llevárselo todo en un viaje, y no estaba seguro de que el viejo Mazda de su padre consiguiese llegar a medio camino de Cornualles.
Entonces se dio cuenta de que si ella descubría que el coche no estaba donde debía, daría por hecho que se lo había mangado. Probablemente estuviese ya bastante estresada tal como estaba, trayendo un niño al mundo, encima de todo lo demás. Decidió que no valía la pena, que probablemente podría conseguir un buen trato con un coche de alquiler. Tampoco necesitaba nada elegante.
Y no le gustaba la idea de que Helen pensase mal de él.
De todas formas, el dinero no supondría demasiado problema, al menos durante los próximos meses, mientras se organizaban. Hablaba en serio cuando le había dicho a Javine que no necesitaba el dinero de su madre, aunque no podía decirle por qué.
Había mil libras, o casi, debajo de aquella tabla suelta del piso franco. Había cogido la caja de caudales, temblando como una puta hoja, y la había metido en una bolsa de plástico con las cerca de cien rocas que había en las alacenas de la cocina antes de largarse de allí.
Por lo menos para unos meses, si tenían cuidado.
Sabía lo que Easy habría dicho: «Coser y cantar, Estrella…».
Conduciendo lentamente por Norwood Road, Theo se preguntó si también habían engañado a su amigo aquella noche. Easy había mangado el Cavalier, eso lo sabía, ¿pero había estado implicado en organizar todo el tema? ¿Sabía exactamente lo que estaba haciendo cuando presionó para que ascendieran a Theo?
¿Cuando prácticamente le puso aquella pistola en la mano?
Theo aún tenía la esperanza de tener ocasión de preguntárselo algún día.
Paró en un semáforo, pensando que hablaría con Javine de salir de casa de su amiga en cuanto pudiesen. Compartirían un dormitorio pequeño con el niño y probablemente tendrían suficiente para una pequeña fianza o algo. Era un sitio turístico, así que suponía que podía haber bastante trabajo en hoteles y así. Javine podía pedirle a su amiga que se hiciese con un periódico local y buscase algo antes de que ellos llegasen.
Encendió la radio y recorrió las emisoras. Paró y subió el volumen al oír el final de una canción reggae, pero no la conocía. Fue vagamente consciente de que un coche se ponía a su altura, pero no vio bajar la ventanilla.
Estaba mirando el semáforo, que empezaba a cambiar.
La pistola ya estaba levantada cuando Theo miró al hombre del coche, y el locutor estaba diciendo de quién era la canción. Alguien cuyas canciones tal vez hubiese cantado su padre alguna vez. Pero sólo tuvo tiempo para el más mínimo atisbo de las caras de su padre, de Javine y de Benjamín.
Ni siquiera tuvo tiempo para gritar, en ese segundo o dos antes de la oscuridad.
Cuando mandó instalar el sistema de sonido en el despacho, Frank se había asegurado de que podría oír la música desde prácticamente cualquier punto de la casa. Había altavoces de pared montados en el cuarto de baño y en el salón y fuera, en el jardín de invierno, por supuesto, donde pasaba la mayoría de las tardes últimamente.
Le apetecía algo ligero y veraniego; se sentó a escuchar un concierto de Vivaldi con una copa de vino y una revista inmobiliaria de gama alta delante, en la mesa. Estaba observando y esperando las luces. Llevaba un tiempo sin ver a los zorros, y había ido dejando cada vez más comida fuera durante las últimas noches, con la esperanza de volver a atraerlos.
– Tu jardín no es el único al que van, ¿sabes? -dijo Laura-. No son mascotas.
– Pero apuesto a que nadie alimenta a esos cabrones como yo. Hay media pierna de cordero ahí afuera.
– A lo mejor son vegetarianos.
Se quedaron mirando otro cuarto de hora, hasta que Frank le dijo que estaba casi listo para irse a la cama. Ella se acercó y se sentó a su lado, empezó a hojear ociosamente la revista, señalando las propiedades que le parecían bonitas.
– No crees que te fallé, ¿verdad? -preguntó Frank.
– ¿Cuántas copas de vino te has bebido?
– ¿Lo crees?
Ella se cogió la mano.
– No seas bobo.
– ¿Y después? Lo que organicé en Wandsworth.
– Bueno, no puedes esperar que me parezca estupendo, pero sé que sólo lo hiciste porque te importo -bajó la voz-. Sé que haces las cosas a tu manera.
– Tendré que conformarme con eso -dijo Frank.
La música empezó a elevarse otra vez, después de un largo fragmento lento. El solo de violín era áspero e irregular, de una agudeza casi imposible.
– Tampoco le fallaste a Paul.
Frank podía ver que Laura estaba incómoda, que le costaba hablar de esas cosas, pero sabía que, al final, se lo perdonaría todo. Era la única que lo haría. Lo veía en sus ojos, y en sus brazos cuando se inclinó y colocó la cabeza sobre su pecho, absolviéndole.
Frank estaba solo, dormido en la silla, cuando las luces se encendieron cerca de una hora después y un bien nutrido macho color canela salió arrastrándose de los matorrales del extremo del jardín. Precavido durante un minuto o así, bajándose hasta el suelo, y echando luego a correr por el césped, hacia su comida.
Cuarenta y dos
Cuando llevaba cerca de nueve horas, dijeron que casi había terminado. -Venga, bonita, ya casi estamos… Aunque, por otra parte, llevaban un buen rato diciendo eso.
Jenny estaba haciendo todo lo que podía para apoyarla, diciéndole que respirase y manteniendo la calma ante los subsiguientes insultos, con la cara crispada como si ella misma sintiese las contracciones. Cada una era una oleada arrasadora que empezaba en el costado y le recorría todo el cuerpo; duro como una roca y paralizado cuando llegaba al centro y la exprimía como un limón durante un minuto o así. Cuando el dolor volvía a surgir, la garganta le dolía casi tanto como el resto.
Le habían puesto gas y aire al empezar el parto, había flotado un rato, pero había empezado a gritar pidiendo la epidural después de cuatro horas, cuando todavía había dilatado sólo tres centímetros. Gritaba a las comadronas y a las paredes, y a su tozudo útero. Después de lo que le pareció otra hora, había entrado un joven anestesista y le había recitado todos los riesgos: la posibilidad de uno entre veinte de que le bajase la presión sanguínea; la posibilidad de uno entre mil de romper la membrana que cubre la médula espinal; la extremadamente remota posibilidad…
Ella le dijo, en términos meridianamente claros, que no le importaba.
Tras cinco minutos de dolorosos pinchazos, el anestesista había meneado la cabeza.
– No consigo meter el puto chisme.
Jenny le había sonreído desde el otro extremo de la cama.
– Apuesto a que eso es lo que dijo el padre.
El padre…
No era más que una broma estúpida, Helen lo sabía, y había sido terrible ver la cara de su hermana al darse cuenta de lo que había dicho.
– Sólo quería decir…
Helen había querido decirle que no pasaba nada, pero otra contracción la dejó sin aliento. La dejó rígida mientras todos volvían al trabajo.