Выбрать главу

– Es que, bien, solo quería confirmar el valor de la mesa, la pieza Luis XIV, y de paso, el reloj de pie que perteneció al conde de Bute.

– Si vas a la casa de subastas, Elizabeth, te darán un catálogo, que te informará de los precios superior e inferior calculados para cada objeto en venta.

– Entiendo -dijo Elizabeth. Guardó silencio un rato-. Supongo que no sabrás si Margaret tiene la intención de pujar por alguna de ambas piezas…

– No tengo ni idea -contestó Cornelius-. Pero estaba hablando con Margaret cuando intentabas comunicar conmigo, y me hizo una pregunta similar. Te sugiero que la llames. -Otro largo silencio-. Por cierto, Elizabeth, ¿eres consciente de que solo puedes pujar por un objeto?

– Sí, eso dice la carta -contestó su cuñada, tirante.

– Lo pregunto porque pensaba que Hugh siempre estuvo interesado en el juego de ajedrez.

– Oh, no, no lo creo -dijo Elizabeth.

A Cornelius no le cupo la menor duda de quién pujaría en nombre de la familia el viernes por la mañana.

– Bien, buena suerte -dijo Cornelius-. Y no olvides el quince por ciento de comisión -añadió mientras colgaba el teléfono.

Timothy escribió al día siguiente para decir que esperaba asistir a la subasta, pues quería llevarse un pequeño recuerdo de The Willows y de sus tíos.

Por contra, Pauline dijo a Cornelius, mientras arreglaba el dormitorio, que no tenía la menor intención de ir a la subasta.

– ¿Por qué no? -preguntó el hombre.

– Porque me pondría en ridículo si pujara por algo que no me puedo permitir.

– Muy prudente -dijo Cornelius-. Yo mismo he caído en esa trampa una o dos veces. Pero ¿le habías echado el ojo a algo en particular?

– Sí, pero mis ahorros no dan para tanto.

– Oh, siempre hay sorpresas en las subastas -dijo Cornelius-. Si nadie se anima a pujar, puedes llevarte el gato al agua.

– Bien, me lo pensaré, ahora que tengo un nuevo trabajo.

– Me alegro mucho -dijo Cornelius, a quien la noticia entristeció sobremanera.

Ni Cornelius ni Frank fueron capaces de concentrarse en su partida de ajedrez semanal el jueves por la noche, y al cabo de media hora la abandonaron y acordaron tablas.

– Debo confesar que ardo en deseos de que todo vuelva a la normalidad -dijo Frank, mientras su anfitrión le servía una copa de coñac para cocinar.

– Oh, no lo sé. Considero que la situación tiene sus compensaciones.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Frank, que frunció el ceño después de dar el primer sorbo.

– Bien, para empezar, tengo muchas ganas de que se celebre la subasta de mañana.

– Pero podría salir fatal -dijo Frank. -¿Por qué?

– Bien, para empezar, ¿te has parado a pensar…? No se molestó en terminar la frase, porque su amigo no le estaba escuchando.

A la mañana siguiente, Cornelius fue el primero en llegar a la casa de subastas. La sala contenía ciento veinte sillas alineadas en doce filas, preparada para la esperada aglomeración de la tarde, pero Cornelius pensó que el verdadero drama tendría lugar por la mañana, cuando solo acudirían seis personas.

La siguiente persona en aparecer, quince minutos antes de la hora prevista para iniciar la subasta, fue el abogado de Cornelius, Frank Vintcent. Al observar que su cliente estaba conversando con el señor Botts, encargado de dirigir la subasta, tomó un asiento situado al fondo de la sala, en la parte de la derecha.

Margaret, la hermana de Cornelius, fue la siguiente en aparecer, y no fue tan considerada. Cargó como una tromba hacia el señor Botts y preguntó con voz estridente:

– ¿Puedo sentarme donde quiera?

– Sí, señora, por supuesto -dijo el señor Botts.

Margaret se acomodó de inmediato en el asiento central de la primera fila, directamente bajo el estrado del subastador.

Cornelius saludó con un cabeceo a su hermana. A continuación, avanzó por el pasillo y se sentó en una silla situada tres filas delante de Frank.

Hugh y Elizabeth fueron los siguientes en llegar. Se quedaron un rato de pie al fondo, mientras examinaban la disposición de la sala. Por fin, caminaron por el pasillo y tomaron asiento en la octava fila, que les permitía una vista perfecta del estrado y, al mismo tiempo, de Margaret. Movimiento de apertura para Elizabeth, pensó Cornelius, que se lo estaba pasando en grande.

Mientras la manecilla del reloj de pared, situado justo detrás del estrado del subastador, avanzaba inexorablemente hacia las once, Cornelius pensó decepcionado que ni Pauline ni Timothy habían llegado.

Justo cuando el subastador empezaba a subir los peldaños que conducían al estrado, la puerta del fondo se abrió y asomó la cabeza de Pauline. El resto de su cuerpo permaneció escondido detrás de la puerta, hasta que sus ojos se posaron en Cornelius, quien le dirigió una sonrisa de aliento. La mujer entró y cerró la puerta, pero no mostró el menor interés en sentarse, y prefirió recluirse en un rincón.

El subastador sonrió a los invitados cuando el reloj dio las once.

– Damas y caballeros -empezó-, llevo en este negocio más de treinta años, pero es la primera vez que presido una subasta privada, de modo que se trata de una situación inusual para mí. Lo mejor será que les informe sobre las reglas de procedimiento, para que nadie albergue dudas si se suscita una discusión con posterioridad.

»Todos los aquí presentes mantienen una relación especial, sean familiares o amigos, con el señor Cornelius Barrington, cuyos efectos personales van a subastarse. Cada uno de ustedes ha sido invitado para elegir un artículo del inventario, por el cual se les permitirá pujar. En caso de ganar, no pueden pujar por otro objeto, pero si no consiguen el artículo elegido en primer lugar, pueden pujar por otro. Confío en que haya quedado claro -dijo, justo cuando la puerta se abría y entraba un apresurado Timothy.

– Lo siento mucho -dijo, casi sin aliento-, pero mi tren ha llegado con retraso.

Se sentó en la última fila. Cornelius sonrió. Ahora, todos sus peones estaban colocados en su sitio.

– Como solo cinco de ustedes van a pujar -continuó el señor Botts como si no se hubiera producido una interrupción-, solo se subastarán cinco artículos. No obstante, la ley establece que si alguien ha dejado previamente una puja por escrito, esa puja entra en la subasta. Intentaré facilitar las cosas diciendo que, si tengo una puja encima de la mesa, significa que un miembro del público la ha depositado en nuestra oficina. Creo que es justo anunciar -añadió- que tengo pujas externas sobre cuatro de los cinco artículos.

»Una vez explicadas las normas de procedimiento, iniciaré la subasta con su permiso.

Miró a Cornelius, que estaba al fondo de la sala, y este asintió.

– El primer lote que puedo ofrecer es un reloj de caja larga, de 1892, que fue adquirido por el señor Barrington en la subasta de las posesiones del difunto conde de Bute.

»Abriré la puja de este lote en tres mil libras. ¿Veo tres mil quinientas? -preguntó el señor Botts, enarcando una ceja.

Elizabeth parecía un poco sorprendida, pues tres mil estaba justo por debajo del valor mínimo calculado, y era la cifra que Hugh y ella habían acordado aquella mañana.

– ¿Hay alguien interesado en este lote? -preguntó el señor Botts, al tiempo que miraba directamente a Elizabeth, pero la mujer, por lo visto, seguía como hipnotizada-. Preguntaré de nuevo si alguien desea ofrecer tres mil quinientas libras por este magnífico reloj de caja larga. Última oportunidad. No veo ofertas, de modo que tendré que retirar este artículo y pasarlo a la subasta de la tarde.

Elizabeth parecía en estado de shock. Se volvió de inmediato hacia su marido y empezó a conversar con él entre susurros. El señor Botts, en apariencia algo decepcionado, procedió a la subasta del segundo lote.

– El siguiente lote es una encantadora acuarela del Támesis, obra de William Turner de Oxford. ¿Puedo abrir la puja en dos mil libras?