Acabaron el trabajo por la tarde. Kurt había empaquetado las muestras de las hojas de las viñas y Jodie iba a llevarlas a correos antes de volver a pasar por la oficina. Él la acompañó hasta la puerta con las muletas.
– Me he fijado en que hoy no has tomando analgésicos -mencionó ella, con voz dudosa-. ¿Sientes menos dolor?
– Sí -asintió él, como sorprendido-. Se me había olvidado por completo. He tomado unas pastillas esta mañana, pero no he vuelto a necesitarlas.
– Bien -se sentía fatal por haberlo puesto en aquella situación, pero no iba a dejar que se tomase ventajas en otros terrenos-. Escucha, cuando llegue mañana, quiero que estés completamente vestido. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -dijo él, que pareció pensárselo-; yo me vestiré como tú quieres si tú te vistes como yo quiero.
Ella no pudo contener una carcajada.
– No sé por qué me molesto en preguntar. Bueno, ¿cómo quieres que me vista?
– Tengo una idea genial -dijo él, con los ojos brillantes-. ¿Te acuerdas de ese top rojo que tenías? ¿Lo conservas?
Ella lo miró asombrada. La recordaba con aquella camiseta. Se puso tan roja como el top. La había mirado. Sintió la realidad difuminarse a su alrededor, pero el ruido de un coche aparcando frente a la casa la devolvió a la tierra.
Capítulo 6
– Oh -dijo Kurt sorprendido-. Es más tarde de lo que creía. Debe de ser mi madre con Katy. Oh, oh…
Jodie tragó saliva. Tenía que salir de allí.
– De acuerdo -dijo, moviéndose con rapidez-. Te veré mañana.
– Jodie -llamó él, pero no se detuvo.
Tenía que llegar al coche antes de que le presentaran a Katy. Con el corazón en el puño se dio cuenta de que tendría que cruzarse con la madre de Kurt. Bueno, si tenía que ser así, mejor que fuera rápido.
– Señora McLaughlin -dijo con falsa educación a la mujer alta y guapa que la había expulsado del Grupo Infantil de Colaboración y se había asegurado de que no fuese invitada nunca a las fiestas de su mansión.
Jodie pensaba que nunca podría sentir aprecio por aquella mujer, especialmente después de haberla escuchado llamar «basura» a los Allman.
– ¿Cómo está? -añadió, sin detenerse en su camino hacia su coche.
– ¿Eres Jodie Allman, verdad? -preguntó la mujer fríamente, levantándose las gafas de sol para verla mejor-. Estoy bien, cariño. Gracias por preguntar.
Cuando Jodie llegó a la altura del coche, vio a la mujer sacar a Katy del asiento trasero. Pudo ver un mechón de pelo rubio y una manita gordezuela saludándola. La imagen no desapareció de su retina mientras se sentaba al volante y arrancaba el coche.
Era la niña de Kurt, una niña McLaughlin. Eso le provocó un dolor en el centro de su ser. Aquello era demasiado.
Aquella noche en casa de los Allman tuvieron una cena alegre y ruidosa, que era lo que necesitaba para sacarse de la cabeza a Kurt y a su niña. Era una de esas noches en las que su hermana parecía más cariñosa que nunca y sus hermanos tan graciosos que apenas podía comer entre risas y carcajadas.
Y después su padre bajó para unirse a ellos. Las risas se apagaron y todo el mundo se concentró en acabar cuanto antes para marcharse de la mesa enseguida.
Jesse Allman hizo la ronda de sus hijos, dedicándoles sus mejores comentarios, que provocaron suspiros y miradas cruzadas entre ellos. Por fin llegó a Jodie.
– Bueno, señorita -le dijo-. Cuando te dije que trabajaras con el chico de los McLaughlin, no quería decir que te mudaras a su casa.
– No me he mudado a su casa -dijo ella, poniéndose rígida-. Estamos trabajando juntos. Sólo voy a su casa unas horas cada día.
Jesse frunció el ceño.
– No me gusta. Deberías estar en la oficina.
Al principio ella había pensado lo mismo que su padre, pero las cosas habían cambiado y ya no pensaba igual.
– Papá, puedo apañármelas sola. Soy adulta.
Él la miró y ella le mantuvo la mirada, hasta que el viejo empezó a reír.
Rafe se levantó, la miró y llevó su plato al fregadero.
– Papá, ¿quieres que discutamos las cifras de la propuesta de Houston?
– Sí. Nos ocuparemos de eso en cuanto hayamos acabado aquí. Matt, quiero que te involucres en esto.
– Lo siento, papá -se disculpó Matt, levantándose e imitando a Rafe-. Tengo que ir a casa de los Simpson. Su hijo tiene fiebre y me han pedido que vaya a verlo.
Jesse hizo una mueca de disgusto y Jodie sonrió. Por más que quisiese verlo de otro modo, Matt era médico y nunca le interesaría tanto el negocio como la salud de sus pacientes. «Qué pena, papá», pensó ella.
Y entonces sonó el teléfono; Jodie aprovechó la oportunidad para salir corriendo hacia el viejo teléfono del pasillo.
– ¿Jodie? -saludó la voz de Kurt, haciendo que su corazón diera un brinco. Él era la última persona a la que esperaba oír en aquel momento.
– Escucha… si no estás muy ocupada… Me estoy volviendo loco de estar aquí quieto. ¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta o algo así?
– ¿Una vuelta? -le costaba procesar la extraña propuesta-. Oh, ¿en mi coche?
– Bueno, a no ser que tengas un caballo a mano… yo no puedo conducir.
– Pero… ¿Y tu hija?
– Tracy se la ha llevado a casa de una amiga suya que también tiene niños, así que estoy solo esta noche.
Podía notar en su voz que necesitaba de verdad salir de la casa. Y lo entendía.
– Estaré allí en veinte minutos -dijo, notando el extraño sentimiento de arrepentimiento y miedo a la vez. ¿Estaría cayendo por segunda vez en la misma trampa? Tenía los ojos muy abiertos, la mente llena de dudas y el corazón lleno de deseo.
El paseo en coche no duró mucho. A los pocos minutos decidieron detenerse a tomar algo en el Café de Millie.
– ¿Estás seguro de que quieres hacer esto? -preguntó ella, mientras se disponían a entrar-. La gente hablará.
– Me da igual -contestó Kurt.
A ella no, pero se tragó los prejuicios y sujetó la puerta para que él pasara mejor con las muletas. Estaba casi más guapo a la luz del atardecer. El jersey verde de cazador que llevaba resaltaba su musculatura y tenía el pelo revuelto por el viento que soplaba. Tenía un cuerpo de escándalo y la costumbre no hacía que se fijara menos en él. Cada vez que sus miradas se cruzaban, se le aceleraba el ritmo cardíaco.
– Además -dijo, mirando el restaurante medio vacío-, hay tanta gente nueva en la ciudad que probablemente nadie recuerde que los Allman y los McLaughlin no se llevan bien.
– Tal vez tengas razón -dijo ella, pero tenía sus dudas.
La decoración del local había cambiado y se había hecho más sofisticada, pero Millie seguía siendo la misma, y se le iluminó la cara al ver a Jodie.
– ¡Jodie! -gritó, corriendo hacia ella para abrazarla-. Ya era hora de que pasaras a saludar.
Tras la muerte de la madre de Jodie, cuando ésta tenía veintiséis años, Millie había ocupado su lugar en los momentos difíciles. Charlaron animadamente unos minutos y después llegó el momento de la gran decisión.
– ¿En qué lado queréis sentaros? -preguntó Millie, mirándolos.
Kurt y Jodie se miraron. El lado de la ventana siempre había sido territorio McLaughlin y la parte trasera era ocupada por los partidarios de los chicos Allman. La ciudad estaba dividida por el centro, al igual que el restaurante. Millie siempre tuvo cuidado de que cada banda se mantuviera en su territorio y no estallara una batalla campal en medio del restaurante.
Jodie echó a reír y miró a Millie.
– Pero la gente ya no sigue esas viejas tradiciones, ¿verdad?
– Algunos sí -dijo Millie, guiñándole un ojo-. ¿Y vosotros?
– Nos quedaremos con la mesa del centro -decidió Kurt-. Nuestra relación es puro compromiso, ¿no es así?