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– ¿Sabes decir algo en sueco? -preguntó mientras masticaba un bollo, volviendo al tema anterior.

– Estoy segura de que habla inglés.

– Sí, pero podría darle la bienvenida con unas palabras en su idioma.

Ella deseó estrangularlo. No sabía por qué, pero estaba empezando a molestarla.

– Si quisiera hablar en sueco, se habría quedado en Suecia.

– Eso es cierto -señaló él.

A pesar de todo, Jodie echó a reír. Aquello era ridículo.

– Estás muy guapa cuando te ríes -le dijo él, agarrándole la mano.

Dejó de reírse al instante. Sus ojos la miraban con seriedad y ella miraba sus manos entrelazadas. Él tenía unos dedos largos y bonitos. Pensó en cómo acariciarían su cuerpo y se echó a temblar.

– Sé que has oído lo que Tracy ha dicho sobre tu familia -siguió-. Lo siento mucho. No quería decir eso, es sólo que…

Irritada, ella retiró la mano.

– ¿Cómo puedes decir que no quería decir eso? Claro que sí. El único que vive apartado de la realidad eres tú. La rivalidad entre nuestras dos familias está bien viva y nosotros somos parte de ella. Asúmelo.

Él sacudía la cabeza con expresión pesimista.

– El único motivo por el que estas rivalidades siguen vivas es porque la gente se dice cosas así a la cara. Cuando la gente vive en una competición constante con el contrario, nadie acaba ganando.

Ella sacudió la cabeza.

– No sé cómo puedes decir eso. Después de todo, los malos sentimientos se tienen después de las malas acciones, no sólo por las palabras.

– ¿En serio? Dame un ejemplo.

Ella lo miró seriamente. Aquella pelea tenía una base muy real.

– No me digas que no has oído hablar de cuando tu tatarabuelo, Theodore McLaughlin, raptó a la esposa del mío y la encerró durante semanas, y no la dejó salir hasta que su marido reunió los suficientes hombres y armas para asaltar el rancho donde la tenía.

Él parecía aburrido.

– De acuerdo, la prehistoria de Chivaree tiene algunos episodios muy románticos, pero nuestras dos familias eran casi las únicas que vivían en el valle. ¿Con quién más se iban a pelear?

– Después -continuó ella-, está la historia de cuando tu abuelo se adueñó de la propiedad del mío.

– Historia antigua, como poco -gruñó el-. ¿No podemos pasar página?

– ¿Qué? ¡Claro!, ¿por qué no? Avancemos hasta el momento en que tu padre y tu tío se arrojaron contra mi padre y lo ataron a un poste en ropa interior para que todo el mundo lo viera y se riera.

– Eran adolescentes -dijo él, más aburrido que nunca-. ¿Has acabado ya?

– Por ahora sí -dijo, al advertir algo distinto en su tono de voz.

– Bien -le dedicó una preciosa sonrisa-. ¿Qué te parece si compartimos el último bollo?

Ella suspiró. Kurt creía que todo aquello no eran más que anécdotas que se podían guardar en la vitrina de un museo. Para él era fácil, puesto que había sido su familia fue la que había perpetrado las mayores barbaridades, mientras que los Allman habían sido las víctimas.

¿No estaría siendo demasiado inocente? ¿Había algo más encubierto? Después de todo, había enterrado sus sospechas, pero nada había probado que fueran falsas. ¿Era aquello un disfraz para sus verdaderos planes?

Ella lo miró con frialdad, pero sus malos pensamientos se desvanecieron nada más verlo. No era sólo por ser guapo; también tenía unos ojos preciosos y una sonrisa… O se le daba muy bien esconder sus sentimientos verdaderos o tendría que admitir que estaba frente a un buen hombre. Pero ella estaba loca, ¿qué juicio iba a tener?

– No te muevas. Tienes un poco de azúcar en la cara.

Ella se quedó quieta mientras él le quitaba los granos de azúcar. Estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, y sintió la imperiosa necesidad de hundir la cabeza en su pecho. Se miraron y ella supo que él había descubierto sus pensamientos.

Sus ojos se nublaron. Iba a besarla. Jodie tomó aliento, consciente de que debería apartarse, pero se quedó helada en el sitio, con el corazón acelerado y como flotando en una nube.

La rodeó con los brazos, atrayéndola al cómodo refugio de su pecho, y fue como si la encerrase en un lugar mágico en el que no existían el tiempo ni los problemas. A pesar de su conciencia, ella se dejó llevar al principio, y después levantó los brazos, le rodeó el cuello y lo atrajo hacia ella, deseosa de sentir el calor de su cuerpo contra el suyo. Su boca estaba caliente y dura, y ella la abría ansiosa, temblando al sentir el deseo con que él la besaba.

Jodie sabía que estaba loca, pero ya no le importaba. La sensación era maravillosa y se sentía a gusto con aquel hombre. ¿Acaso se estaba enamorando? ¿Sería lo suficientemente valiente para dejarse llevar de ese modo?

Cuando por fin se apartó, él la miró y ella intentó interpretar lo que le decían sus ojos. Habría jurado que él parecía sorprendido y desconcertado. Tal vez hubiera sido por su reacción, pero no le importaba. Si volvía a besarla, respondería del mismo modo.

Pero no volvió a besarla; en su lugar le preguntó:

– ¿Quieres ver a Katy?

– ¿Qué? -sintió voces de alarma en su interior. Había olvidado que la niña estaba allí-. No… ¿no deberíamos dejarla dormir?

– Ven -dijo, agarrándola por la muñeca mientras caminaba con una muleta-. Quiero mostrarte mi motivo de orgullo y alegría.

No había modo de evitar aquello, así que, rindiéndose ante las circunstancias, Jodie sonrió y lo acompañó a la habitación del fondo del pasillo con el corazón latiéndole con todas sus fuerzas. Entraron en silencio y Jodie siguió a Kurt hasta llegar a la cuna.

Unos ricitos dorados enmarcaban la cara redonda como una manzana. Tenía la boquita ligeramente abierta y el puño cerrado sobre la almohada. Una nariz diminuta y las cejas rubias. Era una niña preciosa.

Algo parecido a un sollozo hizo que Jodie se atragantara. Aquella niña se parecía mucho a la imagen que se había hecho del bebé que llevó en su interior durante cuatro meses y medio. Volvió a recordar aquellos días terribles, las noches de llanto por el abandono de Jeremy, el cambio emocional que experimentó al notar la presencia del niño que llevaba dentro, lo mucho que había querido a aquel bebé antes de nacer y su firme determinación de darle una infancia más feliz de la que ella tuvo.

Poco después, el sueño también murió y el dolor fue demasiado grande.

Se agarró a la cuna para intentar contener la emoción, pero sabía que era imposible. Iba a romper a llorar, aunque no fuera de las que lloraban por cualquier nimiedad. Sólo esperaba que él no se diera cuenta.

Demasiado tarde. Kurt había notado cómo le temblaban los hombros y las lágrimas que le caían por las mejillas. Ella se giró, pero él la obligó a mirarlo.

– Jodie, ¿qué pasa?

Podría contarle una mentira, pero no funcionaría. Sacudiendo la cabeza, se apartó de él y corrió al salón.

Él la siguió, cojeando sobre la muleta, y cuando llegó, ella había tenido tiempo de tomar aire y secarse las lágrimas.

– Creo que debería volver a la oficina -dijo Jodie animadamente cuando él llegó-. Se me ha olvidado traer las fotos que me pediste, así que si puedes apañártelas sin mí…

– Siéntate -dijo él, señalando el sillón-. Tenemos que hablar.

– Oh, estoy bien. Es sólo que…

– Siéntate.

Empleó un tono muy autoritario que, como mujer moderna, sabía que no tenía que aceptar, pero obedeció de todas maneras.

Kurt se sentó a su lado, gesticulando para colocar recta la pierna escayolada. Después la miró a los ojos y dijo:

– Jodie, dime qué le ocurrió a tu hijo.