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– ¿Qué ocurre, Nate?

– Acabamos de recibir una llamada. Una niña pequeña ha desaparecido.

Quentin se puso en pie de inmediato.

– ¿En El Refugio?

– En El Refugio.

En la fecha de su construcción, en los albores del siglo XX, el extenso hotel fue bautizado con algún nombre altisonante, olvidado hacía mucho tiempo. Durante más años de los que nadie era capaz de recordar, se le había llamado simplemente «el refugio», y en algún punto del camino los propietarios se habían dado por vencidos y habían aceptado aquel nombre.

Durante buena parte de su historia, el hotel había sido lugar predilecto de vacaciones de ricos y amantes de la soledad, tanto por su grandiosidad como por su aislamiento. Alejado de grandes ciudades, se llegaba a él únicamente por una tortuosa carretera de dos carriles que ascendía por espacio de varios kilómetros desde el pueblecito de Leisure, y estaba tan apartado de la civilización como se pudiera imaginar, sobre todo en estos tiempos de comunicaciones instantáneas, o casi.

Tenía, a pesar de su aislamiento, buena cantidad de atractivos que atraían a los huéspedes y los animaban a hacer el largo viaje hasta sus puertas. Su enorme edificio principal y sus numerosas cabañas ofrecían el panorama espectacular de las montañas de los alrededores, y entre sus otros atractivos se hallaban kilómetros y kilómetros de sinuosos caminos para hacer senderismo o montar a caballo, sus bellos jardines, un enorme polideportivo con piscina olímpica y canchas de tenis cubiertas, y un hermoso campo de golf de dieciocho hoyos.

Si a todo ello se le añadía un servicio discreto y sumamente eficaz, listo para satisfacer todos los caprichos de los huéspedes, preciosas habitaciones y cabañas privadas con lechos lujosos y ropa de cama que, según se sabía, algunos huéspedes habían comprado tras su estancia, e instalaciones de balneario de primera categoría, el resultado era un hotel que había puesto a Leisure, Tennessee, en el mapa. O, al menos, en el mapa de los lugares de vacaciones de lujo.

– El único problema -le dijo Quentin a Bishop al salir de su coche de alquiler, en la rotonda que había frente al edificio principal del hotel-, es que este sitio tiene la mala costumbre de extraviar gente… y casi siempre son niños.

– Imagino que eso no lo incluyen en los folletos -dijo Bishop.

– No. -Quentin sacudió la cabeza-. Para ser justo, no hay en realidad una pauta fija, a no ser que uno tenga una mente tan suspicaz como la mía. Y por lo que he podido recomponer a lo largo de los años, los muertos y los desaparecidos, aunque suelen estar relacionados de algún modo con el hotel, casi nunca son huéspedes. En su mayoría eran hijos de gente que trabajaba aquí, o en esta zona. Gente de por aquí. Y la gente de esta parte del país no se sincera con los forasteros, ni quiere que nadie se meta en sus asuntos.

– ¿Ni siquiera cuando se trata de desapariciones de niños?

– Son de los que sólo se fían de sí mismos, créeme. Cogen sus perros y sus escopetas y se ponen a buscar por su cuenta. En los viejos tiempos, nadie se molestaba siquiera en informar a la policía cuando había algún problema y, por lo que he podido averiguar, lo mismo puede decirse de estos últimos años.

– ¿De qué margen de tiempo estás hablando?

– Me he remontado al menos veinte años atrás. Y he descubierto media docena de accidentes o enfermedades sospechosas, así como un asesinato incuestionable. Estadísticamente no es muy significativo, tratándose de un hotel por el que pasa tanta gente como por El Refugio, según los libros. Pero yo no me lo trago. Y…

Bishop aguardó un momento. Después preguntó:

– ¿Y?

– Y ha habido al menos cinco desapariciones sin resolver relacionadas con este lugar, casi todas de niños, aunque no todas.

No hacían falta facultades paranormales para saber que Quentin había cambiado de idea respecto a lo que iba a decir en el último momento, pero Bishop no insistió. Se limitó a decir:

– Creo que, si yo fuera padre, dudaría en traer a mis hijos aquí.

– Sí. Yo también. -Quentin frunció el ceño al mirar a Nate McDaniel y a otro policía local, que estaban hablando con un hombre muy alterado cerca de la escalinata del hotel.

– ¿Y sigues viniendo aquí para descubrir por qué este sitio parece… maldito?

Quentin no puso reparos a la terminología.

– Como tú has dicho, a la mayoría de los policías no nos gustan los misterios.

– Sobre todo, si te atañen personalmente.

El ceño fruncido de Quentin se convirtió en una mirada torva, pero no contestó a aquello, ya que McDaniel se volvió y echó a andar hacia ellos, indicándoles con un gesto de la cabeza que se reunieran con él.

– Según el padre -les dijo-, la niña no es de las que se van por ahí. La madre estaba pasando el día en el balneario, así que él se había quedado con la niña. Esta mañana fueron a montar a caballo y luego fueron de comida campestre a la rosaleda. Pero la cesta que les dio el hotel no tenía la bebida favorita de la niña, así que el padre fue a buscarla. Dice que no se ausentó ni cinco minutos, aunque seguramente fueron casi diez. Cuando volvió, la manta seguía en la hierba, pero ella había desaparecido.

McDaniel suspiró.

– La mitad del personal del hotel la está buscando, pero tardaron al menos una hora en llamarnos.

– Entonces, ¿han buscado ya en los terrenos más cercanos al edificio? -preguntó Bishop.

– Eso dicen. -McDaniel le miró-. Sé porqué viene por aquí Quentin de vez en cuando, pero ¿qué me dice de usted, Bishop? El jefe dice que ha venido a hablar con Quentin, pero que tal vez esté dispuesto a ayudarnos a salir de ésta.

– Siempre estoy dispuesto a ayudar a buscar a un niño -respondió Bishop-. ¿Vio alguien a la niña después de que el padre la dejara en el jardín?

– Nadie con quien hayamos hablado, de momento. Y había más gente de excursión comiendo en otras partes del jardín. Es tradición en El Refugio, sobre todo en verano, como ahora. Pero todos los demás eran parejas, y supongo que estaban demasiado entretenidos para prestar atención a una niña que pasara por allí.

– ¿Y si la hubieran llevado a rastras o cogida en brazos? -preguntó Quentin.

Bishop le miró.

– La gente se fija en lo que se sale de lo normal. Si la niña se hubiera resistido o hubiera protestado, alguien se habría dado cuenta. Suponiendo que alguien la viera, claro.

McDaniel dijo:

– Y no hay rastro de lucha de ningún tipo, Quentin. No vamos a encontrar pisadas en un jardín que es casi todo hierba y senderos de baldosas, aunque estamos buscando en los parterres. La única cosa que se dejó la niña es el jersey que llevaba. He avisado a uno de los equipos de perros de rastreo y rescate. Estarán aquí dentro de media hora.

– ¿Cómo se llama, Nate?

– Belinda. Su padre dice que nunca ha respondido a ningún apodo. Tiene ocho años.

Quentin se volvió y, sin decir palabra, se dirigió hacia la rosaleda, la cual se encontraba tras el edificio principal.

– Ahí va un hombre dominado por los demonios -dijo McDaniel casi distraídamente.

– ¿Qué clase de demonios, teniente?

– Eso tendría que preguntárselo a él. Lo único que sé es lo que he observado las últimas veces que ha estado aquí. Y lo que deduzco es que le atormenta un crimen que nadie ha sido capaz de resolver en veinte años. La diferencia es que Quentin no puede dejarlo correr.

Bishop asintió ligeramente, pero se limitó a decir:

– Todos tenemos un caso así, ¿no? Un caso que nos atormenta. El caso con el que soñamos por las noches.

– Sí. Pero Quentin también es distinto por otra cosa. El caso que le obsesiona está directamente sacado de sus pesadillas. Y de su infancia.

– Lo sé -respondió Bishop.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que era horrendo que una niña hubiera desaparecido en medio de una luminosa rosaleda, una soleada tarde de verano; pero lo que era aún más espeluznante era que el perro de búsqueda y rescate, tras olfatear el pequeño jersey rosa de Belinda, se limitara a sentarse y a proferir un aullido lastimero.