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Ella ya había empezado a hablar cuando la dobló.

– Ahí estás. Te he buscado por todas partes. A estas horas deberías estar en la cama. Ahí es donde esperaba encontrarte.

No era necesaria la rara luz de sus ojos ni su sonrisa extrañamente afable para comprender que aquella criatura con la apariencia de la señora Kincaid no estaba en su sano juicio.

Bastaba con ver el cuchillo de carnicero ensangrentado que llevaba en la mano.

– Se lo dije a Cullen -prosiguió, parada en el corto pasillo, junto a ellos-. Le dije que no permitiría que me detuviera. Que no dejaría que nadie me detuviera. Él lo intentó, claro, como intentó advertir a Ellie. No debió hacerlo. Me puso furioso.

– Tú mataste a Ellie -dijo Quentin.

– Oh, eso fue sólo por hacerle un favor a la señora Kincaid. -Se echó a reír-. Estaba enfadada porque creía que la chica había permitido que un cliente la dejara preñada. Y eso no se puede consentir, ¿no es verdad? Iba a causar problemas. Así que me encargué de ello.

– ¿Cómo has intentado encargarte de Cullen? -preguntó Diana.

– Le dije que debería haberse mantenido al margen. Que no tenía por qué volver aquí. Tiene suerte de que no me ocupara de él hace años, cuando descubrió lo que estaba pasando. Pero ¿quién iba a creerle? ¿La policía? Claro que no. Eso hizo que sospecharan de él. Así que se largó.

– ¿Por qué volvió? -preguntó Quentin.

– Dice que se lo dijo una vocecilla en su cabeza. Que le dijo que habría alguien aquí que podía detenerme. Y que él podía echar una mano. Tiene gracia, ¿eh? Os está ayudando desangrándose.

Quentin dijo:

– Eres… La señora Kincaid es una médium. Por eso has podido servirte de ella más de una vez.

Sujetando todavía el cuchillo con una lasitud que no era tal, ella (o ello) miró a Quentin y sonrió.

– Pues sí. Siempre lo ha sido. Pero sin adiestrar, y no muy poderosa. Sin embargo, era fácil meterse dentro de ella. Era fácil usarla. Nunca podía quedarme mucho tiempo, claro. Pero sí el suficiente. Siempre el suficiente. Y tú nunca te diste cuenta, ¿verdad? En todas tus visitas, todo estos años. Ni siquiera entonces, cuando eras un mocoso. No querías ver el futuro, así que la mayoría del tiempo ni siquiera veías lo que tenías delante de las narices. En cierto modo estabas ciego.

– Ahora soy mejor -dijo Quentin.

– ¿Sí? Por ella, supongo. -Usó el cuchillo para señalar a Diana-. Sabía que alguien estaba abriendo puertas, pero no estaba seguro de quién era. No lo estuve hasta que empezó a frecuentar el tiempo gris.

– Antes fuiste un asesino -dijo Diana-. Hace mucho, mucho tiempo. Mataste a mucha gente.

– Sí, así es. Y sigo haciéndolo, por supuesto. Gracias a los cerdos que me mataron. Nunca, hasta entonces, había sentido cólera. Nunca había estado tan seguro de que quería seguir viviendo. Así que eso hice.

– En cierto modo -dijo Quentin-. Existías, te apoderabas de mentes débiles y de cuerpos vulnerables. Por eso murieron tantos niños por tu culpa.

– Tú no lo entiendes. Lo divertido no era matar a los niños. Era apoderarse de sus padres y obligarles a matarlos.

– Entonces Missy…

– La que se hacía llamar Laura Turner mató a Missy. Con un poco de ayuda mía. -El rostro humano detrás del cual acechaba un monstruo se contrajo en una mueca-. Se volvió loca. Les ocurre a veces, a los débiles de mente. Tuve que salir de ella inmediatamente. Después de eso, no podía controlarla.

– Tú… La señora Kincaid le procuró una coartada a Laura.

– Por supuesto. No quería que se sospechara de nadie de El Refugio. Éste es mi… campamento base, por decirlo así. Además, quería volver a utilizar a Laura. Pero luego llamó al padre de la cría y le contó lo que había hecho y que había que castigarla. Pero yo no esperé a que él llegara. Me encargué yo mismo del asunto.

– Ella no se marchó, ¿verdad?

– No, pero yo hice ver que se había marchado. -La cosa que se alojaba en el cuerpo de la gobernanta se encogió de hombros.

Diana dijo:

– Y cuando él… cuando el padre de la niña llegó, quiso que todo… se olvidara.

– Supongo que sí. Porque eso fue lo que ocurrió. Y a mí me convenía.

Diana sintió que los dedos de Quentin apretaban los suyos y comprendió que él era consciente de hasta qué punto estaba concentrada en la puerta que sujetaba entreabierta. Sujetarla le estaba costando todas sus fuerzas y también parte de las de él; sentía el tirón del otro lado, la fuerza natural de algo que estaba destinado a permanecer cerrado, excepto durante breves intervalos.

Cuanto más tiempo mantenía la puerta entornada, más energía se consumía en el esfuerzo por cerrarla.

Diana sabía que se necesitaba toda esa fuerza. El único modo de destruir la maldad a la que se enfrentaban era arrastrar su energía de nuevo a través del tiempo gris, a través del limbo entre dos mundos, y hacia lo que se extendía más allá. Llevarla mucho más allá del mundo físico, de modo que ninguna puerta pudiera volver a franquearle la entrada.

Ella temía no ser capaz de sostener la puerta abierta el tiempo suficiente, ni siquiera con la ayuda de Quentin, pero entonces vio que Missy aparecía detrás de la criatura y que aquella niña de aspecto frágil empujaba violentamente aquel cascarón físico desde atrás, hacia la puerta.

Sirviéndose de toda la fuerza que Quentin y ella pudieron reunir, Diana abrió del todo la puerta verde.

Sólo el tiempo justo.

En un momento intemporal, Diana vio pasar fugazmente a todos los espectros de El Refugio, ayudando a llevar a la criatura y a su cascarón a través de la puerta. La mujer del vestido Victoriano, la enfermera, el hombre con toscas ropas de obrero, los niños pequeños… y vio luego un borrón de energía, de docenas de espíritus que se confundían, se mezclaban y fluían a través de la puerta, de todas las puertas, un poder descarnado con una intención absoluta que extendía los brazos, que asía, que extraía la negra esencia que era cuanto quedaba de Samuel Barton del envoltorio humano que la contenía…

Durante ese instante eterno, pareció que la energía que manaba a través de la puerta arrastraría también a Diana, pero Quentin no la soltó. Hasta que, por fin, un último retazo pasó vertiginosamente ante ellos y de un tirón arrancó la puerta de su mano y la cerró de golpe.

– No pasa nada. Ahora es sólo una puerta.

Diana se apoyó débilmente contra Quentin mientras ambos miraban a Missy.

Una Missy distinta. Más que espiritual, aparentemente de carne y hueso. Todavía delgada y frágil, pero sonriente, ya no espectral.

«Menuda ocurrencia.» Diana casi tuvo ganas de reír.

Sin soltar su mano, Quentin dijo tentativamente:

– ¿Por qué puedo verte?

– Porque Diana puede. Entre vosotros se estableció una conexión la primera vez que os tocasteis. -Su sonrisa se hizo más amplia-. Creo que algunas personas llaman a eso destino. -Levantó una mano, de la que pendía un pequeño colgante-. Tal vez por eso la cosa que había dentro de la señora Kincaid le quitó esto al cadáver de Ellie después de matarla. Para que yo pudiera recuperarlo.

Casi demasiado cansada incluso para pensar, Diana comenzó a decir:

– Missy…

– Ella está en paz, Diana. Mamá. Cruzó hace mucho, mucho tiempo, después de encontrarme.

– ¿Ése fue el motivo?

– Después de mi secuestro, pensó que podría usar sus facultades para encontrarme. Pero eran demasiado fuertes para ella. La puerta que creó era… sólo de ida.

Quentin dijo suavemente:

– Y un cuerpo separado de su espíritu no vive mucho tiempo.

Missy hizo un gesto de asentimiento.

Diana tenía un sinfín de preguntas, pero era consciente de que les quedaba poco tiempo. Así que preguntó la única cosa que les importaba a Quentin y a ella.

– ¿Estás bien ahora? -dijo, dirigiéndose a su hermana.