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– Quizá no quería que la vieja tradición muriera -dijo Stephanie-. Ella era así, en gran medida.

Diana no dijo nada, puesto que no tenía modo de saber si el espíritu de la gobernanta había sido capaz de eso o si había sido la influencia dominadora de Samuel Barton.

Stephanie sacudió la cabeza.

– Me pregunto si este sitio podrá ser normal alguna vez.

– Puede que sí -dijo Diana-. Ahora.

– Ya veremos. Mirad, no sé vosotros, pero la verdad es que yo estoy muerta de hambre, y el cocinero hace unos almuerzos maravillosos. ¿Qué os parece un poco de comida como es debido para compensar tanto café?

Nate se puso en pie de inmediato.

– A mí no tendrás que preguntármelo dos veces.

Mientras Diana y Quentin se levantaban, Stephanie les dijo:

– Por si a alguien le interesa, creo que podremos atribuir unos cuantos pecados a El Refugio y a las personas que fueron sus propietarias y que lo dirigieron durante años. ¿Sabéis? encontré en un archivo un recorte de periódico que hablaba de un hombre y su familia que murieron en un accidente de tráfico entre el hotel y Leisure, hará unos diez años. El artículo insinuaba claramente que el hombre estaba deprimido y que se había suicidado. Y en el mismo archivo había una anotación de, supongo, el director del hotel en ese momento acerca de que un camarero había sido despedido poco después por inventar historias para la prensa. El director añadía también otra nota acerca de que había que informar a los miembros de la familia que habían sobrevivido de que lo publicado por el periódico era falso. Pero nunca se hizo.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Quentin.

– No hay copia de la carta en el archivo. Y ese director en particular parecía extremadamente meticuloso a la hora de sacar copia de todo.

– Tú -le dijo Nate-, tienes demasiado tiempo libre. -La cogió de la mano y la condujo, riendo, fuera de la habitación.

Quentin se disponía a seguirles cuando la niña a la que habían visto varias veces entró en el salón, desde la biblioteca contigua, llevando a su perro en brazos.

– Hay que decirle eso a Bobby -dijo en tono grave.

– ¿Qué es lo que hay que decirle? -preguntó Diana.

– Que papá no pretendía matarnos. -Abrazaba a su perro y frotaba distraídamente la barbilla contra el pelo sedoso del animal-. Veréis, mi hermano pequeño, Bobby, no estaba con nosotros. Estaba enfermo, así que se quedó con la abuela cuando vinimos aquí. Y cuando nos marchamos, en fin, estaba lloviendo. Y había niebla. Y papá no estaba acostumbrado a las carreteras de montaña. Por eso fue.

Quentin era consciente de que estaba perplejo, pero saltaba a la vista que, en cambio, aquello era algo normal para Diana, que se limitó a asentir con un gesto y a decir:

– Nos aseguraremos de que Bobby sepa la verdad. ¿Cómo te llamabas?

– Madison. Y éste es Angelo. Estaba con nosotros esa noche. Va a todas partes conmigo. A todas partes.

– Ahora ya podéis iros los dos -dijo Diana suavemente-. Y quedaos con tus padres.

Madison suspiró.

– Yo creía que estaban aquí, ¿sabes? Pero… siempre tuve mucha imaginación. Supongo que me los imaginé aquí. Pero los echo de menos. Ahora Angelo y yo estamos listos para irnos. Gracias.

– De nada, Madison.

Mientras la observaban, la pequeña llevó a su perro hacia la puerta y se desvaneció en la nada antes de alcanzar el pasillo que había más allá.

– Santo cielo -dijo Quentin.

Diana alzó los ojos hacia él, sonriendo un poco.

– Con todo lo que pasó anoche, ¿te impresionan una chiquilla y su perro?

– Bueno… la he visto. Tan claramente como la luz del día. -De pronto frunció el ceño-. Desde la mañana que nos conocimos.

– Supongo que Missy tenía razón. Conectamos.

Pasado un momento, Quentin cogió su mano y la sostuvo con firmeza.

– Supongo que sí. ¿Qué sientes al respecto?

– Esperanza.

– ¿Volverás a Virginia conmigo?

– Bueno, tengo que conocer a Bishop.

– Diana…

Su sonrisa se hizo más amplia.

– Te propongo un trato. Tú me ayudas a convencer a mi padre de que, a pesar de los secretos que guardaba por mi bien, estoy cuerda y soy una persona racional, y… empezaremos a partir de ahí. ¿Trato hecho?

– Trato hecho -contestó él, y la besó.

Kay Hooper

Kay Hooper nació en California (EEUU), en el hospital de la base de la Fuerza Aérea en la que su padre estaba destinado en aquella época. La familia se trasladó poco después a Carolina del Norte, donde Kay se crió y fue a la escuela.

Kay se graduó en el instituto East Rutherford y posteriormente cursó estudios en el Isothermal Community College, donde muy pronto descubrió su escaso interés por las clases de gestión de empresas. Tras pasarse a asignaturas más apasionantes, como la historia y la literatura, comenzó a concentrarse en la escritura, dedicación que la atraía desde hacía tiempo. Quedó rápidamente enganchada, pidió una máquina de escribir por Navidad y comenzó a trabajar de firme en su primera novela. Vendió aquel libro (una historia romántica ambientada en la Regencia y titulada Lady Thief) a la editorial Dell Publishing en 1980. Desde entonces ha publicado más de sesenta novelas y cuatro novelas cortas.

Kay es soltera y vive en un pueblecito de Carolina del Norte, no lejos de su padre y sus hermanos. Se digna vivir con ella una banda de gatos (Bonnie, Ginger, Oscar, Tuffy, Felix, Renny e Isabel) que, pese a tener personalidades muy distintas, comparten todos ellos el gusto por dormitar sobre los manuscritos o sobre cualquier documento que haya encima de su mesa. Y entre tanto felino habitan dos canes alegres y tolerantes: Bandit, un perro rescatado de la perrera que parece un pequeño ovejero, y una sheltie llamada Lizzie.

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