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Con ella.

Ella, la que inesperadamente había tomado su corazón dándole la motivación necesaria para levantarse por las mañanas. Haciendo que renacieran el deseo y la voluntad. Ella, que había abierto de par en par todas las puertas que habían permanecido cerradas a cal y canto en su interior desde hacía mucho tiempo y que, además, había encontrado las llaves de otras cámaras cuya existencia ni siquiera sospechaba. Ella, que le veía tal cual era, que despertaba sus ansias de reír nuevamente, sus ansias de vivir. Que le hacía sentirse deseado, inteligente, enérgico.

Digno de ser amado.

– Pero ¿por qué? ¿Y cómo habías pensado que lo resolveríamos?

No lo sabía, ni siquiera hacía falta mentir. Ahí en el dormitorio dormía su hijo de seis años. ¿Cómo iba ser capaz de hacer lo que en realidad quería hacer y sostener igualmente la mirada de su hijo?

¿Y cómo iba a ser capaz de sostener su propia mirada si rechazaba el inmenso amor con el que se había topado y se quedaba?

Un ramalazo de odio le traspasó. Si no fuera por esa que estaba plantada en la sala de estar a pocos metros de él podría…Escupiéndole sus reproches ella conseguiría transformar su dicha en vergüenza y culpabilidad. La mancillaría. La convertiría en algo feo y ruin.

Su único deseo era poder sentirse vivo una vez más.

– Ya no nos divertimos juntos.

Él mismo se dio cuenta de lo ridículo que sonaba. Maldito infierno de mierda. Que siempre tuviera que hacerle sentirse tan inferior. Tan gilipollas.

Sintió su mirada como una acusación palpable. Fue incapaz de mover un músculo.

Pasó una eternidad antes de que ella finalmente cediera y entrara en el dormitorio.

Él se arrellanó y cerró los ojos.

Sólo deseaba una cosa.

Una sola.

Que ella estuviera aquí con él, que le abrazara y le dijera que todo se arreglaría.

Por el momento estaba a salvo, pero era una seguridad pasajera.

A partir de aquel momento su hogar iba a ser un campo de minas.

Capítulo 3

– ¿Necesitas algo más para esta noche?

La enfermera del turno de noche lo preguntaba desde el umbral. En una mano, la bandeja con los vasitos de las medicinas; la otra mano, firmemente agarrada al pomo de la puerta. Parecía estresada.

– No gracias, ya nos apañamos. ¿Verdad que sí, Anna?

El último chorro de papilla iba goteando de la sonda a su estómago y él le acarició la frente con suavidad. La enfermera de noche vaciló un instante y le dirigió una breve sonrisa.

– Pues entonces buenas noches. Y no te olvides de que el doctor Sahlstedt quiere hablar contigo antes de que te vayas mañana por la mañana.

¿Cómo iba a olvidarse de eso? Saltaba a la vista que no le conocía.

– No, no lo he olvidado.

Volvió a sonreír y cerró la puerta tras de sí. Era nueva en el pabellón y él no sabía cómo se llamaba. Había una gran cantidad de personal que se iba relevando y él ya no malgastaba sus energías en intentar recordar todos sus nombres. En secreto, agradecía la permanente escasez de personal del hospital. Al principio ocurría que su constante presencia irritaba a las enfermeras, pero durante el último año habían dado mayores muestras de agradecimiento. En ocasiones hasta daban por sentado que vendría, y una vez en que se vio atrapado en un atasco y se retrasó, ellas olvidaron cambiar la bolsa del catéter y él se la encontró llena hasta reventar. Eso le hizo darse aún más cuenta de que sin él, ella nunca recibiría la rehabilitación que necesitaba. Si ni siquiera se acordaban de cambiar la bolsa.

Tiró de la mesilla provista de ruedas y conectó la radio. Mix Megapol. Estaba seguro de que, de alguna manera, a pesar de los ojos cerrados, ella podía oír la música que él le ponía. Y él no quería que ella se perdiera nada. Para que el día en que se despertara pudiera reconocer todas las canciones nuevas que se habían escrito. Después del accidente.

Sacó el tubo de loción corporal del cajón de la mesilla, trazó una línea blanca a lo largo de su pierna izquierda y empezó a masajearla. Con movimientos regulares le fue frotando la pantorrilla, subió por la rodilla y continuó ascendiendo hacia la ingle.

– Hoy ha hecho un tiempo estupendo. He dado un paseo hasta la ensenada de Årstaviken y me he sentado un ratito al sol en el club náutico, ya sabes, en nuestro embarcadero.

Con cuidado le levantó la pierna, puso una mano en la corva y se la dobló un par de veces.

– Muy bien, Anna… Piensa en cuando te recuperes y podamos ir allí juntos otra vez. Nos llevaremos algo para comer y una manta y nos tumbaremos a tomar el sol.

Estiró la pierna y la acomodó sobre el colchón.

– Y todas tus plantas viven, el hibisco incluso ha vuelto a florecer.

Apartó la barra de la sonda para alcanzar la mano derecha. Los dedos de la mano izquierda se habían agarrotado como una zarpa y cada día él controlaba rigurosamente el estado de la mano derecha para asegurarse de que estuviera bien. Para que ella pudiera continuar pintando sus cuadros cuando despertara.

Apagó la radio y empezó a desvestirse.

La tan anhelada calma le invadió. Toda una noche de sueño.

En ningún otro sitio excepto aquí, con Anna, desaparecía la compulsión y quedaban en paz sus pensamientos. Éste era su refugio, el lugar en el que por fin se le permitía descansar.

Únicamente Anna era lo bastante fuerte para darle el coraje de resistirse. Con ella se sentía seguro.

Solo no tenía ninguna oportunidad.

Le permitían dormir allí solamente una vez por semana, y había tenido que insistir mucho para conseguirlo. A veces temía que ese privilegio le fuera retirado, a pesar de que su presencia no suponía ninguna molestia para el personal. Especialmente los nuevos, como la enfermera de esta noche, parecían opinar que era muy raro. Eso le irritaba un poco. ¿Qué tenía de extraño que quisieran dormir juntos? Pero por el amor de Dios, si ellos se amaban.

En cualquier caso, no le importaba lo que pensaran los demás.

Pensó en la entrevista que tendría con el doctor Sahlstedt a la mañana siguiente con la esperanza de que no tuviera que ver con sus pernoctaciones. Si se las retiraban, estaría perdido.

Dobló los vaqueros y el suéter y los dejó cuidadosamente amontonados sobre el sillón de las visitas. Luego apagó la luz de la mesilla. A oscuras, el sonido del respirador se hacía más evidente. Una respiración tranquila y regular. Como un amigo fiel en la oscuridad.

Con cuidado, se acostó de lado junto a ella, los cubrió a los dos con la manta y ahuecó la mano sobre uno de sus senos.

– Buenas noches, cariño.

Despacio, apretó sus genitales contra el muslo izquierdo de ella y sintió su aberrante excitación. Sólo deseaba una cosa. Una sola.

Que ella despertara y le acariciara. Que le tocara.

Luego ella le estrecharía entre sus brazos y le diría que nunca más tendría que estar solo. Que no necesitaba sentir más miedo.

Él nunca la abandonaría.

Nunca jamás.

Capítulo 4

Era como si Axel notara que algo andaba mal. Como si las palabras pronunciadas la noche anterior hubiesen contaminado el ambiente. Entre las paredes flotaba una pestilente amenaza que le hizo perder la paciencia en cuanto él se negó a ponerse el suéter a rayas.

Tenía que serenarse. No perder el control. De hecho, él no había dicho que quería divorciarse, la verdad era que no. Sólo que le parecía que ya no se divertían juntos.

No había podido conciliar el sueño. Con los ojos como platos había escuchado los dedos de él repicando, ora indecisos, ora determinados, contra el teclado en el estudio. ¿Cómo había sido capaz de sentarse a trabajar? Se preguntó qué artículo estaba escribiendo y cayó en la cuenta de que no tenía ni idea. Hacía mucho que no hablaban de su trabajo. Mientras él enviase facturas y el dinero para pagar las facturas entrara, ella no había sentido la necesidad.