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– Así que no crees que uno pueda aprender a amar a otra persona, decidirse a amarle y luego hacer todo lo que esté en su mano, ¿verdad?

– No. No lo creo.

Ahora ya tenía su respuesta. Ahora quería irse.

Él permanecía con la cabeza gacha y las manos en las rodillas. Qué ingenuo. Él creía amarla. Si ni siquiera la conocía, no sabía ni su nombre,

– Por favor. ¿Por qué no me prestas un poco de ropa?

Despacio, levantó la vista hacia ella otra vez. La decepción que sentía era evidente en su rostro.

– ¿Tanta prisa tienes por marcharte?

Sus miradas se cruzaron en silencio. Ella lo dio todo por perdido, se dio la vuelta y fue a la cocina. No, no le había mentido, realmente había puesto su ropa en remojo en el fregadero.

Maldito idiota.

Al regresar, se topó con él en el recibidor. Llevaba en las manos un par de téjanos bien doblados y un polo rojo. Ella los aceptó agradecida.

– Genial. Te lo enviaré más tarde.

Él no hizo ningún comentario al respecto. Simplemente le indicó con la cabeza que fuera hacia el cuarto de baño.

– Cámbiate allí dentro si quieres.

– Gracias.

– Sólo una cosa más.

Justo cuando ella se iba.

– Después, si quieres, te llevaré en mi coche dónde tú digas, pero antes me gustaría enseñarte una cosa. A lo mejor lo harías por mí como una especie de despedida. Sólo serán un par de minutos.

Cualquier cosa con tal de que le abriera la puerta.

– Claro. ¿De qué se trata? -Está afuera. Mejor que mejor.

Se metió en el cuarto de baño y se cambió. Oyó el tintineo de las llaves en la puerta principal y se apresuró todo lo que pudo. Cuando salió, él ya se había puesto la chaqueta y se había calzado. Ella se agachó y rápidamente se puso los zapatos. Él estaba de pie en el umbral con la bolsa de plástico que había sacado del maletero en la mano.

– ¿Estás lista?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Me prometes que me dejarás que te enseñe aquello?

Ella asintió nuevamente.

– ¿Me das tu palabra de honor?

– Sí.

«¡Vete al infierno y déjame salir ya!»

Él salió a la escalera y encendió la luz. Apretó el interruptor cuatro veces, a pesar de que se encendió a la primera. A continuación hizo girar la llave en la cerradura superior. Después regresó al interruptor y volvió a apretarlo antes de hacer girar las otras. Maravillada, observó el extraño procedimiento y se preguntó adonde querría llevarla. Todo habría sido mucho más sencillo si al menos tuviera consigo su cartera.

Bajaron por la escalera en silencio. Ella pasó primero y él, después. En la planta baja, él la adelantó y ella le vio estirarse la manga del jersey para no tocar el pomo de la puerta con la mano.

Ya estaban fuera.

– Está aquí abajo, nada más atravesar el bosque.

Ella vaciló. Un paseo a través de un bosque.

– Me lo has prometido.

Algo en su tono de voz le advirtió que le convenía mantener su palabra.

– ¿Qué es?

– Ya lo verás. Es algo muy hermoso.

Empezaron a andar. El sendero bajaba en pendiente y ella no tardó en vislumbrar agua entre los árboles. Él no abrió la boca. Había dicho que aquello estaba al otro lado del bosquecillo, pero el paseo estaba durando mucho más. Se dispuso a protestar con la excusa de que tenía frío, pero no tuvo tiempo.

– Aquí. Es por aquí.

Vio una casa y un letrero, pero estaba demasiado oscuro para distinguir el texto. Una verja de hierro y una valla circundante. Él se desvió del sendero, se acercó a la valla metálica y la levantó de modo que quedó un espacio de más de medio metro entre el suelo y el borde inferior de la valla. Le hizo una señal con la cabeza para que gateara por debajo.

– ¿De veras está permitido?

– Descuida, he estado aquí miles de veces. No te preocupes si manchas los pantalones.

Ella no quería hacerlo, pero lo había prometido. Si se negaba ahora, tendría que ir a pie hasta el centro. Suspiró, se puso a cuatro gatas y se arrastró por debajo de la valla, luego se puso de pie y se limpió las rodillas con la mano.

Él fue tras ella.

Ella miró a su alrededor. Barcos cubiertos con toldos. PROHIBIDO EL PASO. El letrero legible ahora, CLUB MARÍTIMO DE ÅRSTADAL.

– ¿Adónde vamos?

– Al embarcadero ese de allí. Al de la derecha.

Tenía frío sin un abrigo y, mientras sorteaban los barcos para llegar hasta el embarcadero, tiritaba. Después empezaron a avanzar por el muelle y ella hizo lo que se le había indicado, tomó el ala de la derecha, con él a la zaga. Cuando hubo alcanzado el final del embarcadero, se detuvo y miró a su alrededor. A su derecha, el bosque, a su izquierda, con una extensión de agua de por medio, la isla de Södermalm.

Se dio la vuelta.

– ¿Qué es lo que querías enseñarme? Los ojos de él barrieron el agua oscura, como si pretendiera demorar la respuesta al máximo.

– Algo que no has visto ni vivido antes.

– ¿Qué es?

Estaba perdiendo la paciencia. Perdiendo la paciencia y muriéndose de frío.

Él estaba inmóvil. Entonces, se llevó una mano al corazón.

– Aquí.

– Oye, no fastidies. Yo me voy. Si no piensas llevarme, iré a pie.

Una arruga entre las cejas de él.

– ¿Por qué tienes siempre tanta prisa?

– Tengo frío.

Enseguida se arrepintió de sus palabras, podían dar pie a que creyera que le estaba invitando a abrazarla.

Él volvió a dirigir la mirada al agua.

– Te voy a enseñar lo que es amor del bueno.

Entonces sus ojos volvieron a cruzarse con los de ella.

– Si es que tienes tiempo.

Empezó a inquietarse, aunque su irritación era mayor que el miedo.

– Pero si te lo acabo de explicar. Estoy casada. Creía que ese asunto estaba zanjado.

– ¿Sabes? Amar de verdad significa que uno está dispuesto a hacer lo que sea para conseguir a la persona que ama.

– Pero por favor…

El la interrumpió.

– Así es como te amo yo a ti.

– Si ni siquiera me conoces. No tienes ni idea de quién soy. Y por mucho que lo digas, no puedes obligarme a amarte, las cosas no funcionan así. Yo quiero a mi marido.

De repente él pareció entristecerse.

– Lo único que pido es que seas feliz. ¿Por qué no dejas que te haga feliz?

– Ya está bien. Ahora quiero irme.

Él dio un paso a un lado y le cortó el paso. Ella intentó pasar de largo por el otro costado pero él se movió con ella, impidiéndoselo. Su inquietud fue en aumento y decidió que lo mejor era reconocerlo.

– Me estás asustando.

Él sonrió con tristeza y meneó la cabeza.

– ¿Cómo puedes tener miedo de mí? Si te acabo de decir que te amo. En cambio, el otro, ese que tienes tanta prisa por volver a ver, ¿por qué no dejas que se vaya? O mejor todavía, le pides que se vaya a la mierda.

Ella se frotó los brazos para intentar entrar en calor.

– Pues a lo mejor es porque lo amo.

Él suspiró.

– ¿Cómo puede alguien como tú amar a un hombre así? Te mereces alguien mucho mejor. Y una cosa, Eva, si eres sincera contigo misma, en tu fuero interno sabes que él ya no te quiere.

Una súbita descarga la sacudió de arriba abajo.

¿Eva? Qué diablos. ¿Eva?

– ¿Cómo…?

No encontró palabras para formular la pregunta. Todas las premisas repentinamente transformadas.

– Es tan lamentable que alguien como tú crea que tienes que convertirte en una mujer como Linda para poder ser amada. Incluso utilizas su nombre. Linda es una puta, comparado contigo ella no es nada.

No podía hablar. Se quedó muda y, súbitamente, sin referencias. ¿Quién era el hombre que tenía delante? ¿Cómo podía saber todo aquello? Ahora tenía miedo, auténtico pavor, le habían arrebatado el control. Todas las células de su ser le gritaban que tenía que protegerse. Que aquel hombre representaba un peligro mucho mayor del que hasta ahora se había imaginado.