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Lo más sencillo era mantenerse lejos de allí. Entonces sabía que lo tenía todo bajo control. Infaliblemente, antes de salir del apartamento, cerraba las llaves de la calefacción, desenchufaba cada uno de los aparatos eléctricos y les quitaba el polvo a todos los enchufes. Porque quién sabe, podía saltar una chispa y provocar un incendio. Ponía a resguardo el mando a distancia del televisor en un cajón, de ninguna manera podía dejarlo sobre la mesa porque un rayo de sol podría incidir sobre el sensor y pegarle fuego.

Y salir por la puerta. Durante los últimos seis meses, el ritual de cerrar con llave se había complicado tanto que se había visto obligado a llevarlo apuntado en un papel en la cartera a fin de no saltarse nada.

* * *

Se quedó plantado abajo, en la calle, mirando el recuadro negro de la ventana de su apartamento. Un hombre en la cincuentena que nunca había visto antes salió por el portal y lo miró con desconfianza. No se sintió capaz de subir a su casa. En lugar de ello se sacó el llavero del bolsillo y se metió en el coche, conectó y dejó el motor en marcha, en punto muerto.

Sólo con Anna le dejaban en paz. Sólo ella tenía la fuerza necesaria para vencer el miedo que todo lo destruía.

Y ahora había quien opinaba que debía soltarla y seguir adelante.

¿Hacia dónde?

¿Adónde querían que fuera?

Ella era lo único que tenía.

* * *

El problema le había vuelto tras el accidente. Poco a poco, acechándole, se había arrastrado hasta él, al principio sólo como la difusa necesidad de crear simetría y restablecer cierto equilibrio. Cuando quedó patente la gravedad del estado de Anna, la presión de ejecutar aquellos complicados rituales aumentó hasta convertirse en una compulsión irrefrenable. La única manera de neutralizar el peligro era ceder. Si no obedecía a los impulsos al pie de la letra, sucederían cosas espantosas. No sabía qué, solamente sabía que si intentaba resistirse, el miedo y el dolor se volvían insufribles.

Durante la adolescencia no era así. Por aquel entonces la presión cedía siempre que evitara tocar los pomos de las puertas con las manos, o que bajara de espaldas la escalera, o que se agarrara a todas las farolas que encontraba a su paso. En esa época la compulsión era más fácil de manejar. En esa época era fácil disimularlo todo bajo el egocentrismo típico de un adolescente.

Nadie lo sabía, ni entonces ni ahora, y muy consciente de su locura, había creado trucos y gestos para darle a sus compulsivos rituales la apariencia de ser una parte natural de su patrón de movimientos.

Cada día era una guerra clandestina.

Sólo durante ese año con Anna había sido un hombre libre.

Amada Anna. Nunca jamás la abandonaría.

Su teléfono móvil sonó en un bolsillo de su chaqueta. Lo sacó y miró la pantalla. Sin número. Dos tonos. Tenía que contestar tras el cuarto o desistir.

Podría ser del hospital.

– Diga.

– Soy papá.

Ahora no. Mierda.

– Tienes que ayudarme, Jonas.

Estaba borracho. Borracho y triste. Además, Jonas sabía por qué le llamaba. Habían pasado ocho meses desde la última llamada y en esa ocasión se había tratado de lo mismo. Siempre se trataba de eso. Si no le telefoneaba más a menudo, era simplemente porque el hombre rara vez estaba lo suficientemente sobrio como para acordarse del número.

Jonas oía el murmullo de gente como telón de fondo. Su padre estaba emborrachándose en algún bar.

– Ahora no tengo tiempo.

– Joder, Jonas, tienes que ayudarme. No puedo seguir así, no lo soporto…

La voz se quebró y en el auricular no se oyó más que el murmullo de voces.

Jonas apoyó la nuca contra el reposacabezas y cerró los ojos. Su padre había empezado temprano a utilizar el llanto como un último recurso para presionarle. Y Jonas, asustado por la vulnerabilidad de su padre, había querido serle leal y de ese modo se había visto obligado a formar parte de su engaño.

Él tenía trece años cuando eso empezó.

«Dile que voy a hacer horas extra esta tarde. Hostia, Jonas, sabes que esa tía… joder, fuera de casa me pego unos polvos de puta madre.»

Con sólo trece años era el fiel cómplice de su padre. La verdad, fuera la que fuese en cada momento, era un secreto que a toda costa debía ocultársele a su madre.

Para protegerla.

Año tras año.

Y luego el eterno interrogante que le remordía por dentro de por qué su padre hacía lo que hacía.

Muchos en el pueblo lo sabían. Recordaba que todas las conversaciones se interrumpían en cuanto su madre y él entraban en el supermercado del barrio, y luego se reanudaban tan pronto ella daba la espalda. Recordaba las sonrisas compasivas de amigos y vecinos, de personas que ella creía que eran amigos pero que, año tras año, y por pura cobardía le ocultaban la verdad. Mientras que él, por su parte, caminaba a su lado y también callaba, como el traidor más cobarde de todos. Recordó una conversación que escuchó una vez, cuando su madre estaba con una vecina en la cocina. Su madre pensaba que él había salido y que podía hablar tranquila, pero en realidad estaba tumbado en la cama leyendo un tebeo. La oyó decir entre sollozos que sospechaba que su marido veía a otra mujer. Sentada junto a la mesa de la cocina, su madre se tragó el orgullo y ventiló sus vergonzosos temores ante aquella vecina. Y la vecina le mintió. En toda la cara, mientras se dejaba invitar a café y bollos recién hechos. Mintió y dijo que seguro que eso no eran más que imaginaciones de su madre y que todos los matrimonios sufrían altibajos y que seguro que no hacía falta preocuparse. Y las palmadas a la espalda que los otros hombres le daban a su padre y que le animaban a perseguir nuevas conquistas, a aplicarse para mantener su fama de irresistible donjuán mientras Jonas se quedaba en casa protegiéndole. Mentiras constantes que la presión cada vez mayor de ejecutar sus ritos resarcía. Y entonces, nuevas mentiras para ocultar la compulsión.

Se había hecho muchas preguntas acerca de esas mujeres. ¿Quiénes eran? ¿Sabían que en algún lugar había una esposa y un hijo que esperaban al hombre con el que se acostaban? ¿Significaba eso algo para ellas? ¿Acaso les traía sin cuidado? ¿Qué les impulsaba a entregar su cuerpo a un hombre que sólo quería follárselas para después regresar al hogar y negar su existencia ante su esposa?

Nunca lo había podido entender.

Lo único que sabía era que las odiaba, a todas y a cada una de ellas.

Las odiaba.

La burbuja explotó un par de meses antes de su decimoctavo cumpleaños. Por algo tan trivial como un poco de carmín en el cuello de una camisa. Después de un lustro de engaños, la interminable sarta de mentiras salió a la luz y entonces el gallina de su padre se escudó en el conocimiento de los hechos que Jonas tenía para protegerse del dolor de su mujer. Para no tener que cargar él solo con la culpa.

Ella nunca se lo perdonó a ninguno de los dos.

La habían traicionado por partida doble.

La herida infligida caló tan hondo que jamás cicatrizó.

Tras la mudanza del padre, él se quedó vagando entre las silenciosas paredes del destruido hogar, vigilando a su madre a distancia. El rancio hedor a vergüenza y odio. Ella se negaba a hablar con nadie. Durante el día apenas abandonaba su cuarto y si lo hacía, era sólo para ir al baño. Jonas intentó compensar su deslealtad encargándose de la compra y de otros quehaceres domésticos, pero ella nunca acudía a la mesa cuando él preparaba sus comidas. Cada noche, a las dos y media, él salía con la motocicleta para cumplir con su trabajo como repartidor de periódicos, y cuando regresaba hada las seis de la mañana, veía que ella había cogido comida del frigorífico. La vajilla que hubiera utilizado solía encontrarla meticulosamente limpia y puesta a secar en el escurreplatos.