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– ¿Perdone, necesita algo?

Una de las niñas del internado, peinada y arreglada para la ocasión, se acercó con una sonrisa.

– Tengo que hablar con mi hija. Es urgente – dijo. La niña no parecía entenderlo-. Sadie Redford.

– ¿Sadie Redford?

El sonido de los aplausos en el salón de actos señalaba el final del discurso de Mandy. No llegaría a tiempo. Sadie estaría a punto de subir al escenario y encontrarse frente a frente con Mandy. Con Amanda.

– ¿Dónde está?

– Supongo que en el vestuario, poniéndose la banda de… – empezó a decir la niña, señalando una puerta-. ¡Oiga, no puede entrar ahí!

Amanda se sentía mareada, pero no quería sentarse. Solo le quedaba entregar los diplomas y Pamela lo había arreglado todo para que la ceremonia no fuera interrumpida por aplausos. Los orgullosos padres tendrían que esperar hasta el final para felicitar a sus hijas.

Nombre, certificado, apretón de manos. Nombre, certificado, apretón de manos… después de un rato, Amanda lo hacía sin darse cuenta.

Daniel golpeó la puerta.

– ¡Sadie! – llamó. Pero no hubo respuesta. Cuando abrió la puerta, vio que el vestuario estaba vacío. No podía advertir a Sadie. Era justo lo que necesitaba. Pero no tenía que pensar en eso. Tenía que pensar en que estaba a punto de convertirse en padre. Tenía que decidir qué iba a hacer, tenía que imaginar una forma de convencer a la mujer que amaba de que no era un canalla.

Llegó al salón de actos a tiempo para escuchar el nombre de su hija, pronunciado por la directora del colegio.

– Sadie Redford.

Como un hombre a punto de contemplar un accidente e incapaz de evitarlo, Daniel observó a su hija subir los escalones hasta el escenario.

Amanda sabía que iba a pasar. Acababa de descubrirlo al echar un vistazo a la lista de premiadas. Lo que no sabía era si Sadie la había visto, si estaba preparada. Las chicas estaban sentadas en el pasillo durante el discurso, pero ella misma había pasado por eso y sabía que nadie prestaba atención al discurso aburrido de una ex alumna. Y estaba claro en el momento que Sadie la miró que para ella era una completa sorpresa.

– Tú no eres Amanda Garland, eres Mandy Fleming, la «reina de los pendientes» – dijo en voz alta. Los invitados se quedaron sorprendidos-. Oh, Dios mío, estás embarazada.

Amanda tenía como regla no desmayarse, pero toda regla tenía su excepción. Y aquella era una de esas ocasiones. Sería mejor desmayarse antes de que Sadie informase a todos los invitados de quién era el padre de su hijo. En realidad, deslizarse hasta el suelo con gracia fue mucho más fácil de lo que había pensado. Y el hecho de que Daniel Redford se acercase al escenario con expresión furiosa la ayudó mucho.

Daniel tardó dos segundos en subir al escenario y las mujeres que se habían inclinado para ayudar a Amanda se apartaron al verlo.

– Llamen a una ambulancia – dijo, inclinándose para tomarle el pulso-. Mandy, cariño, por favor… – ella abrió los ojos un poco y, en ese momento, Daniel se dio cuenta de que estaba fingiendo. Se sentía tan aliviado que no sabía qué decir primero: «perdóname, gracias a Dios o no vuelvas a asustarme de esa forma mientras vivas»-. Te quiero, Mandy. Te he echado tanto de menos…

Amanda tenía ganas de echarse a llorar. Pero romper una regla al día era suficiente.

– No seas tonto – susurró-. Me pondré bien. Ve con Sadie. Ella te necesita.

– ¿Y tú no?

– Ve con Sadie – insistió, aunque su corazón se estaba rompiendo.

– ¿Sadie? – llamó Daniel, mirando alrededor. Pero su hija se había aprovechado de la confusión para salir huyendo.

– Ve a buscarla, Daniel.

– Yo cuidaré de Amanda – dijo Pamela Warburton-. Vaya a buscar a Sadie antes de que haga alguna estupidez.

– Ya es un poco tarde para eso – dijo él, incorporándose-. Volveré enseguida – susurró, mirando a Mandy-. Y quiero respuestas.

Si su querida hija pensaba que esconderse en el vestuario femenino la salvaría de su ira o de la de la señora Warburton estaba muy equivocada.

Sadie estaba apoyada en la pared y las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– Lo ha hecho – dijo, cuando vio entrar a su padre-. Yo intenté evitarlo, pero ahora tendrás que casarte con ella.

– ¿Cómo que intentaste evitarlo?

– Yo solo quería…

– Sé muy bien lo que querías – la interrumpió él-. ¿Qué es lo que hiciste, Sadie? – insistió. Sadie murmuró algo, pero Daniel no lo escuchó con claridad-. ¿Jurar? ¿Que le hiciste jurar qué?

Ella levantó la cara y lo miró a los ojos.

– Le prometí que volvería al colegio si ella juraba no volver a verte nunca.

¿Mandy no le había contado nada porque se lo había jurado a su hija? ¿Tan sencillo era?

– Después de cómo la traté aquel día, ¿tú crees que hubiera querido volver a verme? – preguntó Daniel.

– ¿Por qué no? Tú eres lo que ella quería…

– Pero, ¿es que no te has dado cuenta todavía, Sadie? No me necesita para nada. Es Amanda Garland, una de las empresarias más importantes de Londres.

– Entonces, ¿por qué…?

– ¿Por qué había contratado un detective para que investigara sobre mí? Porque yo la hice creer que era un simple chófer para que me quisiera por mí mismo, no por mi cuenta corriente. Ella solo estaba protegiéndose a sí misma de la posibilidad de que yo fuera un cazafortunas.

– Pero… es que… es que se cree tan guapa – dijo Sadie, como una niña. Como lo que era, en realidad. Después, pareció pensárselo mejor-. Es que tú la miras como si fuera lo más importante del mundo para ti. Sigues llevando su pendiente en el bolsillo y me da miedo de que me dejes como mamá – empezó a sollozar Sadie-. Lo siento mucho, papá. Lo siento. Estás enamorado de ella y yo lo he estropeado todo.

– Me parece que lo hemos estropeado entre los dos – murmuró él, abrazándola-. Es posible que aún podamos salvar algo. Pero voy a necesitar tu ayuda.

– ¿De verdad?

– Sí – contestó Daniel, llevándola con él hacia la puerta-. Vamos, tenemos que hacer frente a nuestras responsabilidades. Me parece, Sadie, que a partir de hoy sí que vas a ser famosa en el colegio… – la sirena de la ambulancia lo interrumpió.

Sadie lo miró entonces, horrorizada.

– ¡El niño! – exclamó, con los ojos llenos de lágrimas-. ¿Qué he hecho?

Amanda estaba sentada en el despacho de la señora Warburton mientras un enfermero le tomaba la tensión.

– Es mejor asegurarse – había dicho. Cuando estaba tomándole el pulso, Sadie entró en el despacho como un tromba.

– ¡El niño! ¿Está bien el niño?

– ¡Sadie!

La exclamación de la señora Warburton la dejó fría.

– Mandy… señorita Fleming… señorita Garland, no sabe cómo lo siento. He sido una estúpida – se disculpó-. Por favor, no culpe a mi padre por esto. Ha sido todo culpa mía. Me daba tanto miedo de que fuera a quitármelo… – siguió. Amanda vio a Daniel tras ella-. Dile que la quieres, papá. Cuéntale que llevas el pendiente en el bolsillo. No ha dejado de llevarlo ni un solo día, señorita Fleming… Garland.

– ¿Le importa a alguien explicarme qué está pasando? – escucharon una voz masculina.

– ¡Max! – exclamó Amanda, al ver a su hermano.

– ¿Quién demonios es usted? – preguntó Daniel.

– Max Fleming. ¿No nos vimos en el teatro, hace un par de meses?

– ¿Fleming? – Daniel miraba al recién llegado y después a Amanda.

– Soy el hermano de Mandy.

– Daniel Redford – se presentó él, estrechando su mano-. Y voy a casarme con su hermana.

– ¿Ah, sí? – sonrió Max-. ¿Cómo no me lo habías dicho, Mandy?

– Porque no me lo había pedido – contestó ella-. De hecho, me parece que sigue sin pedírmelo.

– Pues te lo pido ahora. ¿Quieres casarte conmigo, Mandy?