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Andrew Klavan

Ensayo De Una Ejecución

(Ejecución inminente) [1995]

Este libro está dedicado

a Bob y Adriana Hartman

La gente buena siempre está convencida de que tiene razón.

Barbara Graham en el momento de entrar en la cámara de gas

de California, donde fue ejecutada,

injustamente, según afirman algunos,

el 3 de junio de 1955.

(Cita de Until You Are Dead: The Book of Executions ,

de Frederick Drimmer)

Le contaré brevemente lo que pienso de los periodistas:

introduciendo la mano en el lodo,

Dios no podría elevar a ninguno de ellos

a las profundidades de la degradación.

Nothing Sacred , obra teatral de Ben Hecht

Prólogo

Quiero dar las gracias a las personas que me ayudaron a remontar este libro, desde el primer bosquejo a la conclusión.

Ésta no es una de esas novelas que mezcla realidad y ficción. He sido testigo de todos los acontecimientos y conversaciones descritos en este libro, a excepción de aquellos que me refirieron una o varias de las personas implicadas. Una vez dicho esto, el lector se apercibirá de que no me he limitado únicamente a describir acontecimientos y conversaciones. Esta historia no sería completa sin hacer alguna referencia -y a veces muchas- a los pensamientos intrínsecos, los sentimientos y los motivos de las personas, y debo confesar que, al hacerlo, he tenido que recurrir en buena parte a la deducción. A veces, ha sido preciso adivinar lo que pasaba por las mentes de esas personas.

La razón es obvia: exceptuando quizás a Dios, sólo hay un testigo de la vida interior de un ser humano. Cuando ese testigo no es consciente de sí mismo, no es Fidedigno o ha fallecido, resulta muy difícil conocer la verdad de su mundo emocional. Así pues, en el caso de los ciegos, los poco honrados y los difuntos -y encontré los tres arquetipos en mi búsqueda- he narrado mis propias impresiones. Algunas veces estas deducciones han sido explícitas y a menudo he esperado que el contexto las pusiera de manifiesto. Al final, corresponderá al lector medir el grado de partidismo o imperfección de mi entendimiento sobre la naturaleza humana individual.

Todo ello constituye, a mi parecer, una violación seria de las reglas del periodismo. Yo soy periodista, un reportero diario. Mi trabajo, tal como yo lo percibo, consiste en consignar y dar fe de lo que las personas me cuentan. Intento reservar mis brillantes intuiciones y percepciones para la hora de las copas, momento en el que puedo impresionar a los miembros del sexo opuesto con mis comentarios profundos y mi sensibilidad. No obstante, escribir un libro difiere mucho de escribir una noticia. Un libro debe tratar sobre algo y dondequiera que me haya desviado de mis métodos habituales de informador (dondequiera que haya jugado con la verdad estricta) siempre ha sido en función de lo que yo creo que el libro trata y de lo que no.

En primer lugar, el libro no gira en torno a la «cuestión» de la pena de muerte. Mi opinión al respecto -y sobre el concepto de «cuestiones» en general- queda manifiesta de forma clara al principio del texto, así que no la repetiré de nuevo aquí. Baste decir que dejo el tema en toda su amplitud a aquellos escritores que han dejado de impresionar al sexo opuesto y a los que todavía les quedan intuiciones brillantes.

En segundo lugar, este libro tampoco examina la ley. Los entresijos legales del caso Frank Beachum se describen con detalle en los dos libros escritos por los abogados implicados. The Jaws of Death (Las fauces de la muerte) de Tom Weiss y Hubert Tryon ofrece una descripción apasionada de los esfuerzos de los autores para llevar a cabo la defensa. El libro The Thirteenth Juror (El decimotercer Jurado) del fiscal Walter Cartwright adopta un enfoque distinto y acusa al periodismo americano en general, y a un servidor en particular, de usar sentimentalismo barato a fin de distorsionar la opinión del público acerca de los hechos en un intento de suplantar a los tribunales en la función que les corresponde. Dejando de lado mis propios sentimientos para con Cartwright, debo admitir que su argumento es excelente. En cualquier caso, los tres autores citados conocen las leyes mucho mejor que yo, y los tres vivieron esta parte de la historia mucho más de cerca de lo que yo nunca estuve.

Finalmente, y lo más importante, este libro no constituye un examen detallado del asesinato de Amy Wilson. La serie de artículos que redacté para el St. Louis News, y la obra que escribí para The New Yorker basada en los artículos del News me han dejado suficientemente exhausto en esos temas. Tampoco pretendo rebatir los recientes ataques a mi «carácter» (lean lo que sigue y les prometo que se forjarán una idea muy clara), pero mis numerosos defectos no cambian en lo más mínimo los hechos del caso.

Bien, hasta ahora hemos visto de qué no trata el libro. ¿De qué trata? Del lunes 17 de julio del pasado año, un día brutalmente caluroso, y de lo que ocurrió ese día, el día en que Frank Beachum fue empujado a la sala de la muerte en la Penitenciaría de Osage.

Posiblemente el lector se pregunte por qué, cuando hay temas que tratar tan importantes como la pena de muerte, la ley y el asesinato, se me antoja narrar una historia tan simple y una historia (la de las últimas horas antes de la ejecución de un convicto) tantas veces contada tanto en el periodismo como en la ficción. En parte se debe al hecho de que es una historia real, yo estaba allí y me pagaron por ello. Pero también, en ese día, en esas horas y en esas circunstancias, fui testigo de una confrontación importante entre un grupo de personas, sus ideas, sus teorías, sus sentimientos y sus percepciones, y una realidad externa indiscutible: la Muerte, destructora de mundos, la alegre devoradora de nuestras filosofías. En un negocio (en una sociedad) tan abrumada de imágenes y palabras, con eruditos, pseudoespecialistas, expertos y presuntuosos intérpretes culturales, me parece importante recordar que dicha realidad exterior existe, que esas confrontaciones ocurren y que incluso nuestras mejores ideas, teorías, percepciones y sentimientos pueden no valer absolutamente nada en el viejo esquema de las cosas.

Por consiguiente, como comentaba, he intentado entender las ideas y percepciones de tantos participantes en este drama como he podido a fin de mostrar cómo se les ponía a prueba. Evidentemente, Frank Beachum era entre todos el rey. Era él, con su fe en la cristiandad tradicional y sus nociones anticuadas sobre la humanidad, quien fue llevado directamente al crisol. Pero también su mujer, Bonnie, el alcaide, Luther Plunkitt, su confesor, Harlan Flowers, políticos y abogados y periodistas diversos… y yo, por supuesto, por último y, a mi conocer, el menos importante.

Una vez más, corresponderá al lector decidir cómo cada uno de nosotros hicimos frente a nuestra confrontación de medianoche con el innegable.

Deseo agradecer a todas las personas que tan generosamente accedieron a entrevistarse conmigo para este libro, tanto las mencionadas en el texto como las demás, demasiado numerosas para nombrarlas, pero que ayudaron a comprender la situación.

Quisiera dar las gracias a mi agente, Barney Karpfinger, por su inagotable apoyo.

Así mismo, expreso mi agradecimiento a la Ford Motor Company.

Steven everett

Primera parte

EN LA CURVA DEL MUERTO

1

Frank Beachum despertó de un sueño del Día de la Independencia. Su última imagen antes de la hora, una ficción cruel en un sueño que había sido extrañamente profundo, teniendo en cuenta las circunstancias. Había vuelto al patio trasero de su casa, antes de ir a la tienda de ultramarinos, antes del picnic, antes de que la policía apareciera para llevárselo. Se había impregnado otra vez con el calor de la mañana estival. Había vuelto a oír el ruido del cortacésped. Había notado la presión del mango de la máquina contra la palma de la mano e incluso olido la hierba. También había oído su voz, la voz de Bonnie, llamándole a través de la puerta mosquitera. Había visto su cara, la cara que había sido, respondona y compacta, debajo de su pelo corto y leonado, pálida y nada guapa. Nunca había sido guapa, pero sus grandes ojos azules, tiernos y alentadores, le daban un halo de sensualidad. La vio sosteniendo la botella, la de la salsa A-1. La había estado agitando de arriba abajo para mostrar que estaba vacía. Él había permanecido en el traspatio bajo el sol caliente, y su hija pequeña, Gail, volvía a ser un bebé. Sentada en su caja de arena, junto al molde de plástico en forma de tortuga. Golpeando ruidosamente la arena con su pala y riéndose escondida, riendo al mundo en general.