En el momento en que el coche se detuvo, el calor del día me envolvió. Inmediatamente, el interior del vehículo se tornó agobiante. El sudor se me extendió debajo de los brazos y me goteaba por las sienes hasta mojarme cl cuello de la camisa. Miré por la ventana la máquina de refrescos.
Estaba sola contra la pared. La parte frontal, convexa, mostraba imágenes de burbujas chispeantes y botellas con tapones que saltaban por todas partes. Cerca de la máquina un pequeño cartel de Budlite destacaba desamparado en rojo, blanco y azul. Aparte de eso y de las ventanas, la pared deslucida estaba pelada.
Me froté las palmas de las manos en el pantalón. Nancy Larson debía de haber bajado la ventana para utilizar la máquina, imaginé. Estaba pensada para ello, así podías comprar el refresco sin bajar del coche. Luego maniobró hacia atrás justo cuando Beachum, mientras Amy Wilson nadaba en su propia sangre detrás de él, salió de la tienda, giró a la derecha y se topó con ella.
Avancé con el Tempo hasta encontrar una plaza en el aparcamiento y paré el motor. Salí fuera del vehículo y sentí el calor del sol causando estragos, forzándome a entornar los ojos detrás de las gafas. Me pasé la mano por la frente y crucé el aparcamiento hasta llegar a la tienda.
Por el momento, todo mi sentimiento de culpabilidad se había desvanecido. Mi mujer y el desastre inminente habían quedado ocultos en algún lugar de mi mente y me sentía emocionado. Me entusiasman los escenarios del crimen. De verdad. Sobre todo cuando se trata de un asesinato. Es como el plató de una película y en cierto modo resulta tan familiar como una estrella del cine. Has leído cosas sobre las personas que mataron y murieron aquí. Has sufrido con la víctima y llorado viendo a sus pobres familiares sollozando por televisión. Has mirado con ceño al villano y te has preguntado qué está ocurriendo en el mundo en que vivimos. Y de repente lo ves, el lugar donde tuvo lugar la tragedia.
Pasé por delante del escaparate y me detuve un instante en la acera mientras el tráfico sibilante de la avenida estaba detrás de mí. Allí, en la vitrina de la tienda de ultramarinos, justo delante de una serie de cajas de naranjas y tomates marchitos, al lado de una hilera de botellas polvorientas de aceite de oliva, había una señal, escrita a mano con un rotulador en una hoja de papel para máquina de escribir. ¡Ojo por ojo!, rezaba la nota. Beachum debe morir. Había un dibujo debajo de las palabras: una jeringa goteante con una calavera en el tubo. Noté la emoción en mis ojos al mirarlo, pues podía sacar algunos buenos comentarios para mi crónica de todo aquello. En serio: me entusiasman estas cosas.
Entré en la tienda.
Una serie de brillantes campanillas tintinearon desde el dintel de la puerta de cristal al empujarla y retiñeron de nuevo cuando la puerta se cerró detrás de mí. Noté que el frescor viciado del aire acondicionado me envolvía y me refrescaba. Eché una ojeada al pasillo mal iluminado, a las estanterías repletas de potes y cajas. El mostrador quedaba a mi izquierda. Un estante de golosinas pendía del mismo junto a una pecera repleta de tubos de loción solar que yacía sobre el mostrador. Ella había estado aquí de pie, pensé, justo detrás del mostrador. Amy Wilson. Su vientre curvado por la presencia del bebé, las manos levantadas inútilmente. ¡No, por favor! ¡Eso no! Y se desplomó tras ese mostrador con una bala en la garganta.
Ahora, otra joven ocupaba su lugar. Decepcionantemente poco atractiva, no se ajustaba en absoluto a la descripción de Amy. Era obesa, tenía el rostro malhumorado e hinchado. Sus pechos inmensos y su vientre sobresalían por la camiseta blanca de algodón. Alzó la mirada dejando de lado el diario sensacionalista que estaba leyendo: Un hombre da a luz a un alien a través de sus fosas nasales.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
Al oír su voz, otra mujer me miró desde el fondo del pasillo. Bajita, pálida, con el pelo deslustrado sujeto con un pañuelo coloreado, y unos pantalones verdes que le apretaban demasiado el vientre. Merodeaba por la estantería de los detergentes con una bolsa de plástico roja colgando del brazo.
Brindé a la mujer del mostrador la mejor de mis sonrisas.
– Soy periodista -expliqué-. Trabajo en el News.
Fueron las palabras mágicas, tal como había sospechado. La dependienta abandonó definitivamente el diario sensacionalista y anadeó hacia mí, respirando profundamente mientras avanzaba. La mujer del pañuelo empezó a acercarse cautelosamente.
Entonces me percaté de que la dependienta llevaba una aguja en la camiseta, con unas letras mayúsculas de color rojo que decían: Recuerda a Amy.
Éste es el lugar en el que asesinaron a la señora Wilson, ¿no? -pregunté señalando el recordatorio.
– Y tanto que sí -respondió la mujer orgullosa. Su papada se desplegó y quedó colgando cuando se acercó. Señaló la aguja y la giró para que fuera más visible-. Estaba justo detrás de este mostrador, hace casi seis años exactamente.
– ¡Uff! -exclamé moviendo la cabeza.
Eché una ojeada atenta a la tienda, desde el techo hasta el suelo mugriento, como si fuera un monumento artístico.
– Pero esta noche nos tomaremos la revancha -prosiguió la dependienta-. Bueno, si los malditos abogados no se entrometen.
– Sí -observé acercándome despacio hacia ella, hacia el mostrador. ¡No, por favor! ¡Eso no!, pensé-. Como dice la nota del escaparate.
– Por supuesto -afirmó la mujer-. Fue el mismo Sr. Pocum quien puso el letrero. Dice que la aguja es demasiado poco para él, para Beachum. Hacer que se duerma es demasiado poco para él. Amy no tuvo tanta suerte. Deberían volver a utilizar la silla, eso es lo que yo creo, darle una buena sacudida o algo así.
Escuché esos pensamientos filosóficos con el ceño contemplativo.
– ¿Estaba usted aquí cuando ocurrió?
– No. Nosotros nos vinimos aquí hace un par de años -aclaró moviendo la cabeza con pesar.
– ¡Yo sí!
Era la otra mujer que salía del pasillo. Se unió a nosotros detrás del mostrador mortal, con la emoción iluminándole la cara pálida.
– Quiero decir que en aquel entonces yo vivía en el barrio. Mi casa no está ni a tres manzanas de la de la familia Wilson. Viven justo detrás de Fairmount, ni a tres manzanas. Siguen viviendo en el mismo sitio. Veía a Amy en la calle todos los días… Era una chica tan encantadora…
En ese instante les brindé una expresión de lamento. ¡Pobre chica encantadora! Por supuesto, me pregunté cómo se puede saber si una chica es encantadora viéndola de vez en cuando por la calle. Pero ¡qué diablos! A todo el mundo le gustan estas cosas. Todo el mundo desea formar parte del asesinato. De no ser así, yo no tendría trabajo.
– Ella también estaba embarazada -dijo la dependienta misteriosamente-. ¿Puede imaginárselo? ¿Qué tipo de persona…?
– ¿Puede imaginar cómo se deben sentir sus padres? -añadió la otra mujer.
– Vi a su marido hablando por televisión -prosiguió la dependienta-. La otra noche. Un tipo realmente encantador. Si quiere saber mi opinión, deberíamos volver a la silla eléctrica y conectarla a poca intensidad para que durara más tiempo.
Eliminé deliberadamente cualquier expresión facial que pudiera demostrar aprecio, lamento, contemplación o escándalo. Empecé a alejarme de ellas lentamente, examinando el lugar de arriba abajo. Metí las manos en los bolsillos y di unos cuantos pasos de manera despreocupada en uno de los pasillos. Analicé los paños para sacar brillo, las cajas de cereales y los potes de salsa para espagueti como si fueran obras curiosas y exquisitas en un museo.
Delante mío, en la pared posterior de la tienda, vi una serie de congeladores repletos de comida precocinada.
– El aseo está justo detrás -gritó la dependienta, jugando a guía turística-. El hombre estaba allí cuando ocurrió, salió y lo vio todo.