Lo miró de reojo, casi con enfado. Observó el color chocolate oscuro de sus mejillas, la nariz chata de negro, las amplias fosas nasales y los gruesos labios justo debajo. ¿Quién era ese hombre?, se preguntó. ¿Por qué estaba ahí? ¿Qué tenía que ver con ella? Imaginaba que le creía cuando hablaba de Cristo y le aseguraba que estaba allí. Por supuesto que estaba allí.
Tragó saliva, alejando esa mirada ofendida. Cristo estaba ahí, de acuerdo, pensó. Pero era ella misma, Bonnie, quien estaba en algún otro lugar. Estaba en otra galaxia. Estaba a mil leguas de Cristo y de Flowers, y de su propia hija y de todos los extraños que la rodeaban,de todo el mundo.
De todo el mundo excepto de Frank.
2
Cuando el Tempo derrapaba en la última curva antes de llegar a mi casa, yo ya había descartado el factor Patatas Fritas por considerarlo ridículo. Ni siquiera había leído el testimonio del testigo. Quizá había estado en cualquier otro lugar de la tienda. Además, era muy probable que hubieran hecho cambios en esos seis años. O tal vez ese día apenas les quedaran patatas fritas. O quizá pasaran un millón de cosas a las que no pensaba dedicar mi tiempo en un día en que mi obligación era ser amable con mi mujer y llevar a mi hijo al maldito zoológico. Al fin y al cabo no era como si yo pensara que Frank Beachum era inocente. No era inocente, estaba convencido de ello. Disparó a esa chica, eso no lo dudé ni un instante. Había cubierto muchos arrestos y muchos juzgados y la triste verdad es que novecientas noventa y nueve de cada mil personas que van a juicio acusadas de algo son tan culpables como el diablo. Y la razón es que los policías arrestan a criminales, ése es el motivo. Si se trata de un crimen por drogas, arrestan a un camello; si hay una mujer asesinada y su marido es un delincuente, lo meten en el calabozo. Cogen a ladrones de bancos en atracos a entidades bancarias y a miembros de bandas en tiroteos callejeros. Es posible que no sean como Hércules Poirot, pero los polis han visto todo tipo de crímenes, reconocen a los criminales aciertan en un noventa y nueve por ciento de los casos (casi tan a menudo como se equivocan los reporteros que juegan a ser polis). Frank Beachum era un hombre impulsivo y violento, Amy Wilson le debía cincuenta dólares por eso la mató. Patatas fritas… ¡y un huevo!
Apagué el motor del Tempo y escuché el traqueteo final. Salí del coche y di un portazo. Me sentía molesto conmigo mismo. Sabía dónde me estaba metiendo con esa historia de las patatas fritas. Toda esta patraña del por-qué-Nancy-Larson-no-oyó-los-disparos. No era preciso acudir a un psiquiatra para ver hacia dónde desvariaba mi mente. Necesitaba desesperadamente marcarme un buen tanto, narrar una gran historia para compensar de algún modo el hecho de haber engañado a mi mujer otra vez… y que me hubieran descubierto. Seguramente la perdería a ella y a mi hijo, y mi trabajo también, tal como sucedió en Nueva York. Me habían asignado una crónica de interés humano sobre un hombre convicto y yo intentaba transformarla en el rescate de urgencia de un inocente de las fauces de la muerte. Me convertiría en un héroe. Bob no podría despedirme. Barbara no se divorciaría y Davy me admiraría.
¡Patatas fritas! Avancé con paso airado por delante del coche en dirección al paseo. El edificio donde vivo está situado en una esquina, un montón ceñudo de ladrillos ennegrecidos con un pórtico de columnas impuesto agresivamente sobre el césped. Unos arces de ramas anchas lo flanqueaban, y el sonido agudo de las cigarras en las hojas envolvía el aire caliente. Nuestra casa se encontraba en el segundo piso y, al acercarme a la puerta, miré hacia arriba y vi a Barbara en la ventana de nuestra habitación.
Había corrido la cortina y me miraba a través de ella, entre las hojas del arce. Nuestras miradas se cruzaron. No sonrió. Tampoco movió la cortina. Llegaba con veinte minutos de retraso.
Suspiré, entré en el edificio y subí por las escaleras.
Barbara abrió la puerta del apartamento justo cuando llegaba al rellano. Permaneció allí sin pronunciar palabra, mostrándome los labios apretados los profundos ojos azules. A llegar al otro extremo del descansillo levanté los brazos en señal de disculpa, pero no hubo ninguna reacción por su parte.
Suspiré de nuevo avancé hacia ella.
– Lo siento -me excusé-. Me han retenido.
Hizo un gesto poco cordial. Le di un beso en el cuarto derecho de sus labios comprimidos. Nuestras miradas se cruzaron de nuevo y ella se volvió.
Cuando nos casamos era una preciosidad. De hecho, todavía era guapa. Bajita, delgada y bien formada. Con algunas canas plateadas en el pelo negro y corto, y las primeras arrugas de preocupación por la maternidad suavizando lo que había sido un rostro patricio y altivo. Era de Nueva York, nacida en Manhattan; zona noreste y escuelas adecuadas. Sus padres se había divorciado cuando ella tenía diez años, pero su padre era un experto en inversiones de alto postín, así que siempre le suministraba mucho dinero. Cuando la conocí, hace cinco años, dirigía un programa de formación para madres solteras subvencionado por el estado. Tutelaba a unas doce personas, mujeres elegantes y apasionadas y hombres apacibles, dulces y benevolentes, la mayoría de ellos como ella, supongo, con ideas brillantes, buenas intenciones y fondos de fideicomiso. Tuvo que dejar todo aquello cuando nos trasladamos a St. Louis.
Creo que en aquel entonces ya no la amaba. De hecho, no estoy seguro de haberla amado nunca. Supongo que pensé que debía quererla, querer a alguien, hacer que algo en mi vida tomara el camino correcto. Y ella era inteligente, amable y trabajadora (tanto como severa y parca en sentido del humor), y fui el primer hombre que consiguió satisfacerla en la cama, lo cual hizo que me sintiera orgulloso. Creía que podía ser capaz de amarla, todavía lo creo. Era una persona que valía la pena y no quería perderla, ni ahora tampoco. Y el niño. Si amaba a alguien, era al niño. No quería perderle.
Estaba sentado en la sala de estar frente al televisor. Tan pronto como pasé el umbral de la puerta, levantó la mirada y me vio. La cara redonda y mofletuda se le transformó en una guirnalda de sonrisas. Rápidamente, levantó del suelo su cuerpo de dos años de edad y se puso en pie.
– Vamos… vamos… vamos… -gritó, demasiado emocionado como para pensar en las palabras. Corrió hacia mí y se puso a saltar, moviendo los brazos de arriba abajo.
– ¡Davy! -exclamé-. ¡Davy Crockett, el Rey de la Frontera Salvaje!
– Vamos… vamos… ¿vamos al zoológico? -consiguió preguntar al fin.
Tendí la mano y le acaricié el pelo rubio.
– ¡Claaaaro! -respondí.
– Hay un hipopótamo.
– ¡No! ¿De verdad?
– ¡Sí! ¡Sí! ¡De verdad!
– Pues vámonos. ¡Estoy impaciente! -dije.
Con sus dos manos cogió la mía.
– Vámonos -gritó.
– ¿No te vas a poner los zapatos primero?
– ¡Oh! Sí.
– Me soltó y se puso a correr alocadamente por la habitación, esperando encontrar los zapatos, supongo. Alcé los ojos y vi a Barbara observándole. Con esa expresión dispersa, esa sonrisa extraña y soñadora que reservaba únicamente para Davy.
Luego, levantando la barbilla, hizo un esfuerzo y me dirigió la palabra por primera vez.
– Están en el cuarto del niño -explicó-. Voy a buscarlas.
Cuando salió de la habitación sin mirar atrás, me pregunté si ya sabía algo de lo de Patricia. Si sabía, sospechaba o si había adivinado. Pero no, pensé. Todavía no. Sólo era que había llegado tarde, sólo eso.
– ¡Dave! ¡Davester! ¡McDave! -llamé dando unas palmadas. Dejó de girar en círculos y levantó los brazos al aire.
– ¡No encuentro los zapatos en ningún sitio! -exclamó.
– Mamá ha ido a buscarlos. Apaga el vídeo, ¿vale?
– Vale.
Le gustaba hacerlo, se sentía orgulloso de saber cómo se hacía. Se puso en cuclillas delante del aparato de vídeo y dirigió el dedo regordete hacia el botón de encendido/apagado con sumo cuidado. Con un flash, la cara chillona de Peggy desapareció. En su lugar, al salir la cadena de televisión, apareció la cara de Wilma Stoat, la reina de las charlas matinales.