– ¡La pena de muerte! -gritó con fuerza-. Se trata de una cuestión urgente. ¿Cuál es su opinión? Estamos hablando con el padre de una víctima de asesinato, Frederick Robertson, y con el presidente de la Asociación contra la Pena Capital, Ernest Tiffin.
Di un bufido. Era curioso que aquello ocurriera en ese momento, pensé. Pasó otro segundo antes de que me percatara de que el hombre que estaba frente a la cámara era el padre de Amy Wilson.
Frederick Robertson. Visto en primer plano era una figura impresionante: tenía la cara gruesa ovalada, el ceño fruncido gastado como el granito, el rostro duro y cansado de un trabajador de toda la vida. El título Padre de una victima de asesinato aparecía superpuesto a la corbata barata que llevaba mientas escuchaba severamente la pregunta que formulaba el público.
Davy, en cuclillas, estaba hipnotizado como siempre por las imágenes de la pantalla. Yo me quedé donde estaba, pensando: Filete, Solomillo, Chuletón.
– A mi parecer -observó Frederick Robertson con voz bronca y pausada- la ley hace un pacto con el publico.
Porterhouse, pensé. Ése era el nombre del testigo. Dale Porterhouse.
– La ley nos dice a nosotros, al público: no seáis violentos, no os toméis la justicia por vuestra mano. A cambio, el gobierno se asegurará de encontrar a la parte culpable y el gobierno hará justicia en vuestro nombre.
Me acerqué al extremo de la mesa al lado del sofá y descolgué el auricular antes de ni siquiera pensar en hacerlo. Pulsé los botones. Davy giró la cabeza y abrió la boca con preocupación.
– ¡No, papi, no! -chilló-. No hables por teléfono. ¡Vayámonos al zoológico!
– Iremos al zoológico tan pronto como te hayas puesto los zapatos…
– Información. ¿Ciudad, por favor?
– St. Louis -respondí-. Dale Porterhouse.
– Yo he cumplido con mi parte del trato -prosiguió Frederick Robertson en la pantalla de televisión-. He sido un trabajador implacable y un ciudadano honesto toda mi vida. Pero no habría aceptado el trato si pensara que Frank Beachum no iba a pagar por la vida de mi hija con la suya propia.
Escuché una voz grabada que me indicaba el teléfono de Dale Porterhouse. Susurré el prefijo para mí mismo, reteniéndolo en mi mente mientras pulsaba los botones de nuevo.
Mi mujer entró en la habitación con las zapatillas deportivas de Davy y un par de calcetines. El niño echó a correr hacia ella, con los brazos en alto.
– ¿Y ahora qué? -espetó Barbara, mirándome.
Levanté un dedo hacia ella.
David se puso de puntillas.
– Ponme los zapatos, mamá pidió-. Así papá dejará de hablar por teléfono.
– No creo que nadie que no haya pasado por ello -prosiguió Frederick Robertson (Padre de una víctima de asesinato) dirigiéndose al público pueda entender lo que le sucede a una familia cuando se le llevan a un hijo, no por una enfermedad ni por voluntad de Dios, sino por culpa de otro ser humano que actúa por motivos diferentes, un asesino.
– ¿Dígame?
– ¿Qué? -dije.
– ¿Dígame?
– ¡Ah! Hola. ¿Podría hablar con el señor Porterhouse, por favor?
Moviendo la cabeza con exasperación, Barbara avanzó hacia la butaca junto a la ventana. Sus ojos oscuros continuaron lanzándome improperios mientras se sentaba, poniéndose a Davy sobre el regazo.
– Mi vida, mi vida familiar ha sido destrozada profirió el padre de Amy Wilson-. Cada día está lleno de rabia. Lleno de odio.
– Il siñor Putterhus no está -respondió la mujer al otro lado del teléfono-. A ista hora es in il trahaju.
– Mira, papi -dijo Davy alegremente-. Hoy llevo calcetines de Snoopy.
– Fantástico -contesté.
– ¿Oiga?
– Sí, oiga ¿me podría dar su número? En el trabajo. ¿Tiene su numero?
– Oooooh -exclamó la mujer -, nooooo. No tiiingu su número aquí.
– Bueno, de acuerdo. Gracias.
No tenía sentido dejar un mensaje, así que colgué. En la televisión, un público formado por amas de casa y Jubilados escuchaba pensativamente la voz ronca de Frederick Robertson.
– Tengo otros hijos. Tengo una esposa que depende emocionalmente de mí. Y económicamente también. Trabajo como capataz en una fábrica de cerveza. Tengo trabajadores que dependen de mis decisiones, un jefe que depende del trabajo que haga, etcétera. Y durante seis años todo esto ha sido… trastornado por la ira, esa rabia terrible que siento por lo que ocurrió.
Mi mujer había puesto los calcetines a Davy y ahora desataba los cordones de las zapatillas deportivas. Él esperaba paciente, sentado sobre sus rodillas, riéndose de vez en cuando al oír las melodías que ella le cantaba en voz baja. La voz desafinaba y la canción era una historia tonta de su propia invención. Durante el rato que estuvo cantando, Barbara siguió mirándome por encima de la cabeza de nuestro hijo.
Es ridículo, pensé, ¡patatas ¡fritas! Vamos, hombre, déjalo correr.
Alcancé el listín de teléfonos del fondo de la estantería contigua ala mesa.
– Esa rabia que siento sólo desaparecerá con la muerte del asesino de mi hija -declaró Robertson-. Y no creo que alguien que no haya vivido la situación, alguien que no haya pasado por lo que yo he pasado, tenga derecho a decirme que eso no debería ser así.
Aquí estaba, en el listín. Al menos, esperaba que fuera el. Porterhouse & Stein, Asesores fiscales y financieros. Oí el carraspeo de Barbara cuando marqué otro número de teléfono. Abrió de un tirón una de las zapatillas deportivas de Davy e introdujo el pie del niño.
– La rabia del señor Robertson, por supuesto, es comprensible -manifestó Ernest Tiffin (activista contra la pena de muerte), pero es preciso que la sociedad adopte una vision más abierta, menos apasionada…
– Porterhouse & Stein.
– Si -respondí con impaciencia. ¿Podría hablar con Dale Porterhouse, por favor?
– Lo siento. El señor Porterhouse ha salido a comer- explicó lenta y pesadamente la señora al otro lado del hilo.
Mierda, pensé.
– ¿De parte de quien? -preguntó.
– Ummh… sí -conteste-. Sí.
– Ya tengo los zapatos puestos, papá -Davy se puso de pie de unbrinco y corrió por la alfombra hasta cogerme la pierna de los pantalones-. ¡Ya podemos irnos al zoológico!
Le di una palmadita distraídamente en la cabeza.
Mi nombroes Steve Everett. Soy un reportero del St. Louis News. ¿Sería tan amable de decirle al señor Porterhouse que me llame en cuanto pueda? Se trata del caso Beachum.
– No hables por teléfono ahora, papá -me dijo Davy tirándome del pantalón.
– Oh, sí -aseguró la recepcionista. Pude percibir un cierto interés en el tono de voz-. Se lo diré inmediatamente cuando llegue.
Le di el número de mi buscapersonas y colgué.
– No irás a llevarte el busca, supongo -advirtió Barbara.
– ¿Nos vamos ya?
– Dejen que les diga algo -arguyó el padre de Amy Wilson-. A mi hija le dispararon a sangre fría sin motivo alguno. Ya le había dado a Beachum el dinero de la caja. Él ya había cobrado su dinero. Y mientras yacía en el suelo, ¿saben? Ahogándose con su propia sangre, ese… animal, ese hombre, le sacó la alianza y le arrancó el medallón que pendía del cuello, el medallón que le regalé a los dieciséis años de edad… -Robertson no podía continuar. Tragó saliva y sus ojos se empañaron. Prosiguió forzando las palabras-: Y entonces la dejó ahí en el suelo para que muriera. ¿Lo entienden? No se trata de un debate moral en televisión o de una historia periodística, ni de ningún experto ni de sus magníficas ideas para la sociedad. Se trata de un hecho real como la vida misma, de mi vida, y quiero que se haga justicia, en mi vida.