– ¡Uf! -exclamé-. Bien, pequeño Davy, allá vamos. -Lo cogí en brazos-. Déjame coger algo de la habitación y ya está.
– ¡Zoológico, zoológico, zoológico! -chilló Davy.
– No lo harás -espetó Barbara.
Ya estaba de camino al recibidor.
– Sólo tengo que hacerle una pregunta a ese tipo -alegué mirando hacia atrás. Me froté la nariz contra la de Davy-. ¡Sobre patatas fritas! -le dije, y se echó a reír.
Las cortinas de color rosa estaban bien puestas en la habitación. El sol del atardecer penetraba por las ventanas, adornado con las hojas de los árboles. La cama estaba recién hecha y los pájaros y piñas de la colcha tenían un aspecto cálido y acogedor con la luz. Barbara no sólo era bella, sino que hacía que todas las cosas a su alrededor también lo fueran. Recuerdo domingos, antes de que el niño naciera, en los que yacía acostado debajo de esa colcha con ella en mis brazos y yo me preguntaba cómo podía ser tan afortunado.
Davy dio una palmadita en mi cabeza con la palma de la mano bien abierta, como si tocara un tambor.
– Papi, papi, papi -canturreó.
Desee que le hubieran subido unas décimas de fiebre para no tener que llevarlo al maldito zoo.
– ¿Qué es eso, papá? -preguntó.
Había sacado la pequeña caja gris de la mesita de noche.
– Es el busca de papá -aclaré-. Hace bip, bip, bip. Lo colgué en el cinturón.
– Bip, bip, bip -repitió Davy, y volvió a darme palmaditas en la cabeza.
Lo llevé por el pasillo hasta la puerta de la entrada. Barbara estaba en el umbral de la sala de estar con los brazos cruzados furiosamente debajo del pecho.
– ¡Adiós, mami! ¡Adiós! -Davy la saludó, moviendo la mano por encima de mi hombro.
– Adiós, cielo, ¡pásatelo bien! -respondió.
Al fondo, pude oír la solicitud melosa de Wilma Stoat goteando desde el televisor. Abrí la puerta. Miré hacia atrás y le guiñé el ojo a mi mujer. Ella frunció los labios con fuerza y se dio la vuelta.
– ¡Uf, chaval! -murmuré.
No habría debido detenerme nunca en esa maldita tienda de ultramarinos.
3
– Un hipopótamo! -gritó Davv.
¡Mierda!, pensé.
Se encontraba justo tras la entrada del zoológico, en un espacio cubierto por trocitos de madera iluminado por el sol y situado debajo de unos árboles verdes: una estatua de metro veinte de altura, un hipopótamo con una boca inmensa abierta. Había dos o tres chavales escalándolo, gateando por la boca del animal, patinando por la espalda, serpenteando entre las patas rollizas. Davy me soltó la mano y echó a correr hacia él, agitando los brazos por la emoción. Era capaz de pasar media hora en esa cosa antes de ni siquiera pensar en entrar a ver a los animales de verdad.
Miré el reloj. Era la una y cuarto. Tenía que llegar a la cárcel sobre las tres, más o menos, tal vez un poco más tarde. Seguramente podía olvidarme de hablar con Porterhouse antes de eso. Metí las manos en los bolsillos y me acerqué tranquilamente a Davy dando puntapiés a las astillas. Intenté minimizar la importancia del hecho. De todos modos, no era nada importante. Como lo de Nancy Larson los disparos. Simplemente se trataba de un cabo suelto que podría atar tan pronto como analizara la cuestión más de cerca.
Davy acababa de introducir la cabecita rubia dentro de la boca del hipopótamo. Escudriñando las negras profundidades mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies. Esperando a que el niño que estaba dentro saliera y así poder entrar él. Podía oír el zumbido de mi estómago mientras le miraba. Malditas patatas fritas. Seguramente no era nada importante, pero chisporroteaban en el estómago como si se tratara de una chispa eléctrica saltando de polo a polo. Por supuesto, en aquel momento oía tantas chispas y chisporroteos que me sentía como el laboratorio del doctor Frankestein en la gran noche.
Pero aquello era distinto y deseé que Porterhouse hubiera salido a correr un poco más tarde. Y deseé no haber llevado a mi maldito hijo al maldito zoológico.
Davy sacó la cabeza por la boca del hipopótamo cuando me acerqué. Su cara estaba radiante e iluminada.
– Mira papá, es el hipo -dijo.
Me esforcé en esbozar una sonrisa bonachona.
– ¡Caramba! Sí, eso es.
– ¿Por qué es un hipo? -me preguntó.
– Bueno hijo, esa es una pregunta existencial.
– Oh.
El niño que estaba en la boca del hipopótamo salió a gatas y Davy, que conocía perfectamente las leyes de la selva infantil, empezó a abrirse paso antes de que algún listillo intentara colarse. Puso la rodilla en la mandíbula inferior del animal y empezó a subir. Tenía el otro pie suspendido en el aire, pero se detuvo y me miró por encima del hombro.
– Voy a meterme en la boca del hipo -explicó- porque no me morderá.
– ¿Estás seguro?
Titubeó unos instantes, inseguro y luego afirmó:
– Sí, sí, porque es un hipo de mentira.
– Exacto.
Escaló hasta la boca, con la parte inferior de los pantalones cortos que avanzaban serpenteando. Yo permanecí de pie, azogado, en la sombra rota de los robles recién plantados. Era un alivio después de soportar la luz deslumbrante del sol, pero el calor del día todavía sofocaba la arboleda del hipopótamo y notaba como si la piel se convirtiera lentamente en pegamento. Como efecto secundario, el síndrome del estómago eléctrico parecía aproximarse a la superficie y esparcirse hasta el punto de que las chispas se marcaban un baile dérmico desde las ingles hasta las cejas.
Yo esperaba apoyándome en un pie y luego en el otro, impaciente e irritable, mientas las mamás y las niñeras permanecían junto a sus cochecitos, observando cómo los retoños luchaban sobre la bestia y debajo de ella.
La voz de Davy llegó a mis oídos cavernosa y resonante.
– Mira papi, ¡estoy en la boca del hipo!
– Seguro que le sabes la mar de bien.
– ¿Por qué?
Porque eres muy dulce murmuré con indiferencia. Sabía que nunca escuchaba las respuestas a sus preguntas.
Le miré a distancia mientras meneaba la cabeza, intentando salir de allí. Me volvía loco de aburrimiento, de frustración. Saqué la mano del bolsillo y me la pasé por el cogote para secarme el sudor. ¿Porqué soy así? ¿Porque nunca puedo parar?, pensé.
– ¿Por qué soy muy dulce? -preguntó Davy, mirándome con ojos de miope desde la boca del hipopótamo.
– No hay una razón precisa -respondí esbozando una sonrisa-. Simplemente naciste así.
El busca de mi cinturón emitió tres notas musicales.
– Ha hecho bip, bip, bip -exclamó Davy alegremente al tiempo que serpenteaba para salir del hipopótamo.
– Sí murmuré.
Mi mano temblaba al manosear el aparato. Le di la vuelta en el cinturón para poder leer el mensaje y reconocí el número de Porterhouse. La primera reacción fue: ¡Cielos! ¡No! ¡Ahora no!, pero ya estaba explorando el lugar con la vista en busca de una cabina telefónica.
Davy bajó hasta el suelo.
– ¡Ahora voy a subir por la espalda! -anunció.
Había visto una antes, lo recordaba. En la entrada. Justo delante de las taquillas.
– Escucha, Dave -expliqué.
Luchaba cómicamente por la quijada del animal. Era demasiado pequeño para escalarlo y levantaba los brazos para asir los lados suaves y grises dando tumbos.
– ¡Ayúdame, papá! gritó.
– Dave, escucha, tengo que ir un momento a hacer una llamada.
– Ayúdame con el hipopótamo.
Dave seguía escarbando y resbalando hacia abajo.
– Ven, tengo que ir un momento a llamar por teléfono, Dave. En seguida volvemos.
De inmediato sospeché que aquello no era más que una mentira piadosa.