Nadie le presto atención. Se dio la vuelta y salió.
Bonnie y Gail se acercaron a la celda.
– ¡Hola, papá! Te he traído un dibujo -saludó Gail.
Frank no se percató del momento en el que Benson recogió el auricular, pero al cabo de un instante agarraba los barrotes de la celda con ambas manos mirando con ojos de miope a sus dos chicas, luchando por contener las lágrimas y pensando resiste, resiste, resiste, intentando contenerse y diciendo:
– ¡Ey! ¡Eso es magnífico, genio! Espera un minuto a que os dejen entrar para que lo vea bien.
Benson se movió penosamente despacio, o esa fue su impresión. Desconectó el cierre eléctrico de la pared, y se acercó lentamente a los barrotes para desbloquear el cerrojo mecánico. Bonnie no alejó la mirada de los ojos de Frank en ningún momento y él suspiraba por ella en la celda sin dejar de pensar resiste, resiste, resiste. Si se dejaba llevar, las lagrimas no tendrían fin.
Finalmente, los barrotes se abrieron y Gail entró como un relámpago, abrazando con fuerza las piernas de Frank. Bonnie seguía sonriendo al entrar, pero por dentro se deshacía en lágrimas, conteniendo los labios, con la cara cansada y congestionada.
Frank puso las manos sobre la cabeza de su hija y, durante unos instantes, se sintió aturdido con olores imaginados: olor a hierba, a carbón vegetal y a aire fresco. Casi podía oír al bebé Gail golpeando el cubo de arena con su pala. La niña le soltó las piernas y dio un paso hacia atrás.
– Mira mi dibujo, papá -profirió.
Bonnie se acercó a él, le abrazó, apoyó la cara contra su hombro y rompió a llorar. Él la oía llorar. Gail, mostrando su dibujo, interrumpió:
– Mira. Son pastos verdes, papi. ¿Lo ves? Y esto es el cielo azul. Lo he hecho en el motel, pero todavía no está acabado.
Picó de pies impacientemente mientras Frank abrazaba a su madre, que seguía llorando. Frank apartó unos momentos la voz de su hija en la distancia mental para abrazar con fuerza a su esposa, con las manos en los hombros suaves de ella. Podía sentir cómo su cuerpo se tranquilizaba y su corazón palpitaba al llorar. Sabía que sólo lo hacía con él, sólo se abandonaba cuando estaba con él. El resto del tiempo utilizaba toda su fuerza para mantener las riendas de sus vidas juntas, la de ella y la de Gail.
Todo mejorará, pensó Frank, cogiéndola con fuerza. Todo mejoraría para ella cuando aquello hubiese acabado. El suspense terminaría. Y la distracción. Ya no tendría que importunar a más abogados, ni escribir a los senadores, ni al departamento del gobernador. La tensión de mantener vivos los lazos del matrimonio a través de los barrotes se disiparía. Tras la noche de hoy, en las próximas semanas, poco a poco todo habría concluido. En ciertos momentos le había preocupado e incluso desesperado que ella tuviese que vivir, tuviera que continuar viviendo después de su muerte. Pero ahora ya no le enojaba. Al igual que con el abogado Tryon, podía imaginarla durante un segundo en su vida futura. En alguna sala de estar bien iluminada, en un futuro sin él, diciendo: «Mi difunto marido…». Llevándose una taza de café a los labios. Diciendo: «Mi primer marido…», sin llorar más por ello. Eso sería mejor, pensó. Alejó sus propias lágrimas con una fuerza casi salvaje, con una plegaria salvaje deja que se comporte de forma que el recuerdo que a ella le quede sea bueno, no importa lo que él sienta. Deja que se comporte de forma que, cuando todo haya acabado, ella se sienta mejor.
– Vamos, niña grande, vamos -observó, dándole unas palmaditas en la espalda.
– Mira, papá. Mira mi dibujo -interrumpió Gail-. Todavía no está terminado.
Frank forzó un guiño por encima del hombro de su mujer.
– Venga, venga. Sólo me voy a la tierra de los sueños. Y pondré la mesa para ti, eso es todo. No vamos a ponernos tristes por eso, ¿verdad? -mintió Frank en voz baja, murmurando al oído de Bonnie-. No vamos a tener miedo, ¿de acuerdo? Porque los dos sabemos adónde voy. Voy a guardaros un lugar en la mesa. ¿Entendido?
Siguió dándole ánimos, con un murmullo constante. Conocía a su mujer. Sabía que, en cuanto pudiera, intentaría sentir lo que se suponía que debía sentir en lugar de lo que sentía en realidad. Se suponía que debía sentir que él se iba al cielo y que, por lo tanto, todo iría bien, y él sabía que ella intentaría con todas sus fuerzas sentir lo que él le recordaba. Imagino que eso le llenaría todas las podridas horas que quedaban, así que le murmuró las palabras una y otra vez. Podía sentir que eran las palabras adecuadas. Pensó que Dios le dictaba lo que debía decirle. Pero se sentía terriblemente solo. Tenerla ahí, abrazarla, querer decirle todo lo que guardaba en su corazón y, sin embargo, estar consolándola de aquella manera. Era peor que antes de que ella llegara. La soledad. Era insoportable tenerla entre sus brazos. Estaba en una celda con las únicas personas que había amado en este mundo, y hablar de ese modo hacía que se sintiera tan distante de ellas como un astronauta a la deriva. Negro, un vacío negro en su interior. Como un mar negro. Nada que hacer excepto esperar en la inmensidad vacía que pasara el aire. La abrazó con fuerza. Si hubiera podido llorar en su hombro, si hubiera podido abrazarlas a las dos y sollozar y decir cuánto las amaba y hasta qué punto estaba aterrorizado y encolerizado por la injusticia de todo aquello… Si hubieran podido llorar a mares y estallar sinceramente todos juntos, tal vez hubieran traspasado la intolerable distancia entre su cuerpo condenado y sus cuerpos en vida. Así, al menos habría podido disfrutar de verdad esos últimos momentos.
Sin embargo, así le recordaría, desesperado, llorando, y eso no sería bueno para ellas. No habría paz. Aquello era mejor, pensó. Y continuó.
– ¡Ey! No estemos tristes -repetía sin cesar-. Voy al lugar ideal, Bonnie, tú lo sabes. No estemos tristes.
Al fin, el sistema funcionó. Al cabo de unos instantes, el cuerpo de Bonnie pareció recobrar energía. Podía sentirlo. Bonnie dejó de abrazarle con tanta intensidad, se echó un poco hacia atrás e intentó sonreír a través de las lágrimas.
– ¿Podemos estar un poco tristes? -preguntó.
Frank emitió un ruido que esperaba sonara como una risa natural.
– Bueno, sólo un poco. Porque soy un tipo tan magnífico que seguro que me echarán de menos durante un tiempo.
La respuesta hizo que ella moviera la cabeza, que luchara para hacerle comprender con la mirada el hombre magnífico que sin lugar a dudas ella creía que era. Pero eso no era bueno. Si continuaba así, ella cedería de nuevo. Así que se separó un poco de ella, rodeándole aún el hombro con el brazo y se giró para mirar a Gail. La cara pálida y preocupada de la niña miraba hacia arriba mientras sostenía el dibujo frente a ella con ambas manos.
– Bueno, veamos este dibujo -indicó-. ¿Qué has dicho que era?
– Son pastos verdes. Todavía no lo he acabado -respondió Gail, enseñándole la hoja de periódico mostrando los horribles garabatos.
Frank iba a ponerse en cuclillas para mirar el dibujo atentamente, paro el teléfono sonó de nuevo en la mesa de Benson. Frank y Bonnie se giraron para mirarlo, con los labios tensos. Gail siguió sus miradas.
– Dejaré que mi secretaria lo coja -comentó Frank con voz severa.
– Quizá sea la apelación -observó Bonnie. El tono de su voz estremeció a Frank. Como si la apelación lo solucionara todo, como si fuera lo único que estuvieran esperando-. Seguro que sí -prosiguió-. ¿No crees? Debe ser Weiss o Tryon. Quizá sea la apelación, el aplazamiento de la sentencia. ¿No crees?
– No, no, Bonnie. Bonnie, escucha -arguyó Frank.
– Tu abogado otra vez, Frank -interrumpió Benson. Avanzó hacia la celda con el auricular en la mano tendida.
Frank se tornó hacia su hija.
– Aguanta el dibujo un momento, genio. Tengo que hablar un minuto con mi abogado. Este lugar… bueno, la acción nunca cesa.