Su aspecto era como su voz. Lo cual no suele ser así (eso es algo que se aprende al trabajar como periodista, por teléfono, gran parte del tiempo). Sin embargo, él era la viva imagen de su propio trémolo titubeante. Unos cuarenta y pocos años. Bajito, calvo y con una cabeza redonda como una moneda de cinco centavos. Llevaba un pequeño bigote que escondía una boca delgada y pálida, y sus ojos parecían los de una víctima, inquietos y asustados tras la gruesa montura cuadrada de las gafas. A primera vista no me gustó. Pero en ese momento, y con mi estado anímico, seguramente nadie me habría gustado.
Le hice una señal levantando el dedo, indicándole que esperara un instante. Estaba hambriento como un lobo y, cuando el último cliente retiró su bandeja del mostrador, me detuve y pedí un panecillo y un café.
Llevé el pedido hasta la mesa de la esquina, dejé la bandeja y le tendí la mano. Él tendió la suya. La palma de su mano estaba húmeda. Me senté frente a él.
– Discúlpeme por comer mientras hablamos me excusé, moviendo ligeramente el panecillo-. No he tenido tiempo de almorzar.
Sin embargo, era una mentira. No lo sentía. No me importaba. ¿Qué más le daba a él si yo comía mientras hablábamos? Maldito capullo de mierda que me había separado de mi hijo cuando estábamos en el zoológico. Sí, claro, era culpa mía, pero culparle a él me hacía sentir mejor y no parecía lo suficientemente grande como para impresionarme. Cogí el panecillo y le pegué un bocado, masticando ruidosamente, bebiendo un poco de café para hacerlo bajar.
Porterhouse intentó no mirarme. Agitaba nerviosamente los dedos alrededor del vaso. Miraba de un lado a otro.
– Supongo que la vida de un periodista es muy agitada -contentó al cabo de un momento.
Yo tragué el café y le miré con expresión reprobadora.
– Sí, y este es mi día libre -señalé.
Me miró como si pidiera disculpas. Se pasó la lengua por los labios. El borde inferior de la taza de café de plástico emitió un rudo al rozar el linóleo. Seguramente entonces se le ocurrió que debía imponerse. Parecía la clase de tío al que se le ocurrían esas cosas de vez en cuando.
– Bueno, yo… yo también tengo un programa bastante apretado, señor Everett -resolvió con firmeza-. ¿En qué puedo ayudarle?
Le lancé otra mirada amenazadora a través del café, pero podía oír a mi hijo otra vez en mi cabeza. ¡Vayámonos al zoológico! Podía oír su gemido lastimero. El disgusto luchaba contra la rabia en mi interior y lo cierto es que venció en tres asaltos consecutivos. Me recliné en el respaldo de caña de la endeble silla de marco metálico. Suspiré. Pobre bastardo, pensé al mirar a Porterhouse, al observar la nuez de su garganta agitada.
– Bien -anuncié al fin, colocando el portavasos delante de mí. Me subí las gafas de montura metálica y enlacé los dedos encima del ribete de linóleo. Respiré hondo-. Le agradezco que haya venido. De hecho, sólo quería tener una idea de cómo se siente hoy… ya sabe, ahora que Beachum va a ser ejecutado. Teniendo en cuenta que fue condenado en función de su testimonio. ¿Le preocupa?
Supongo que era el tipo de pregunta que estaba esperando o, al menos, parecía preparado para ella. Ladeó la barbilla y miró con ojos pensativos e inquietos durante un instante. Entonces empezó a recitar un discurso que había compuesto, imagino, en el mismo momento en que recibió mi mensaje. Pegué otro bocado al panecillo mientras él hablaba, bebí otro sorbo de café Probablemente tendría que haber sacado el bloc de notas y fingir que escribía algo, pero todo aquella información era bastante ridícula, e imaginé que si era preciso podría reconstruirla en la oficina sin ningún problema.
– Un hombre tiene una responsabilidad para con sus vecinos -prosiguió Porterhouse-. No se pueden tener en cuenta sólo los sentimientos personales. Es importante que se haga justicia de acuerdo con las leyes del país… Etcétera, etcétera. La porquería habitual.
Al acabar, volvió a mojarse los labios y gesticuló nerviosamente con una de sus dos pequeñas manos rosadas.
– No piensa tomar notas o grabar la conversación o algo por el estilo? -preguntó-. En general, cuando me ha entrevistado algún periodista… quiero decir que…
– Sí, bueno, tengo memoria fotográfica -respondí.
La verdad es que me pareció una respuesta estúpida incluso a mí, así que saqué un pequeño bloc de notas del bolsillo trasero. Lo puse sobre la mesa al lado del panecillo y lo abrí por una página en blanco. Saqué un bolígrafo del bolsillo y lo destapé.
– ¿Y no duda nunca? ¿No duda nunca de su testimonio? ¿No piensa nunca que tal vez se haya equivocado? -inquirí.
Porterhouse se movió con aire fanfarrón sentado en la silla. Hizo un gesto con sus pequeños hombros debajo del traje gris de rayas y esbozó una sonrisa jactanciosa con la comisura de los labios.
– Supongo que se podría decir que no soy el tipo de persona que se ahoga en un mar de dudas con demasiada facilidad -aseguró-. Asegúrate de que tienes razón y sigue adelante, ése es mi lema.
Anoté el lema en el cuaderno.
– Como Davy Crockett -añadí.
Rió en voz baja y se frotó las manos lentamente.
– Sí, creo que se podría decir así.
Se estaba imaginando el titular del día siguiente: Asesor Fiscal, El Nuevo Crockett. Yo, por mi parte, imaginaba a Davy, mi hijo. Saltando cuando entré en casa, demasiado emocionado como para pronunciar palabra alguna. Vamos… vamos… ¡vamos al zoológico! No quería seguir allí ni un minuto más, hablando con ese tipo sobre nada. Para nada. Una conversación vana, y la verdad es que ya sabía que iba a ser así antes de venir.
Alcé la mirada. Me sentía cansado y deprimido.
– ¿Así que no tiene la más mínima duda de que Frank Beachum fue el hombre que usted vio salir de la tienda ese día?
Esbozó la misma sonrisa jactanciosa e hizo un gesto viril con su cabeza circular.
– Exactamente. Ni la más mínima duda.
– Usted le vio la cara y vio la pistola en su mano.
– Sí, lo vi -contestó con orgullo-. Se puede decir que estoy tan seguro de eso como de cualquier cosa en este mundo.
– Desde la entrada al fondo de la tienda, donde está el baño.
– Correcto.
Asentí lentamente, mirándole. Sus rasgos redondos, rosados y seguros, y esa sonrisa afectada, pagada de sí. Era una pregunta estúpida, pensé. ¿Estaba seguro? ¡Por Dios! ¡Claro que sí! Por supuesto que estaba seguro. Tenía que estarlo. Para convencer a la pasma, para ir al tribunal. Para defenderse en un interrogatorio severo. Para enviar a alguien a la casa de la muerte. Era un pequeño hombre engreído, pero no era un mal tipo, al fin y al cabo. No era un malvado. Por supuesto que estaba seguro. No podía recordar por qué me había parecido tan urgente hablar con él.
¡Vamos al zoológico!
Porterhouse se aclaró la garganta y echó una ojeada a mi bloc de notas.
Animado, escribí rápidamente. Tan seguro… copio de cualquier cosa en este mundo. Delante de mí, el asesor se hinchó como un pavo real, satisfecho. Se llevó la mano a la boca y se acicaló ligeramente el pequeño bigote.
– ¿Cómo pudo ver algo por encima de las bolsas de patatas fritas? -le pregunté.
La pregunta me salió del alma, de repente, cuando ya casi había renunciado a hacerla. No me parecía que tuviera ningún sentido. Pero se la hice a pesar de todo, sin pensar.
Quiero describir lo que ocurrió justo después con tanto detalle como pueda. Porque, de hecho, no ocurrió nada. Nada en absoluto. Porterhouse no se echó hacia atrás, ni se llevó la mano a la frente con gesto horrorizado ante el descubrimiento. No derramó su taza de café, ni inventó mentiras tartamudeando, ni se puso a jugar con el cuello almidonado de manera reveladora. No parpadeó.