Se podía apreciar la lasitud en su voz, incluso desde ahí. Estaba claro que el gobernador había desestimado el indulto.
Anteriormente, durante el día de hoy -prosiguió el locutor- el gobernador se entrevistó con los padres de la víctima de asesinato, quienes le instaron a que no otorgara el perdón a Beachum. El asistente del gobernador, Harry Mancuso, hizo unas declaraciones para nuestra emisora tras el encuentro…
– Esta administración está decidida a tener mano dura con el crimen -manifestó el asistente del gobernador, Harry Mancuso y estamos decididos a que se haga justicia por la familia de Amy Wilson y por todos los ciudadanos de este estado.
Resoplé como un caballo y apagué la radio cuando el locutor prosiguió con otras historias. Bueno, pues así están las cosas, pensé. Tanto si acudía a Lowenstein como si no, tanto si llamaba al gobernador como si no, mi única oportunidad de que la oficina del gobernador cambiara de opinión era encontrar a algún lunático empapado en la sangre de Amy Wilson después de seis años gritando: Soy yo, Yo soy el tipo que está detrás de todo esto…
Estaba sentado en el asiento del conductor cuando la puerta de cristal del palacio de justicia se abrió con un vaivén. A través de la ventana del coche, vi a Wally Cartwright aguantando la puerta con mano firme. Cecilia Nussbaum cruzó la puerta por debajo de su brazo.
Los dos comenzaron a descender juntos por la escalera. Nussbaum era la fiscal del distrito, una mujer menuda y fea de unos cuarenta y tantos años. Una prominente nariz de patata sobresalía de su rostro, que parecía una colección de arrugas de vieja chismosa pegadas las unas encima de las otras. Llevaba un vestido infausto de color marrón decorado con una serie de cadenas de oro colgadas del cuello. Cartwright destacaba detrás de ella, un bloque de hormigón sobrepiernas, con ojos pequeños de pajarillo resaltando en su cabeza de mortero. Vestido con un traje de color gris cemento, tenía aspecto de edificio, pero un poco más grande. Era el ayudante de la fiscal que había llevado el caso Beachum y tenía que inclinarse hacia delante para poder hablar con Nussbaum mientras bajaban por la larga escalera de piedra.
Tiré el cigarrillo y salí rápidamente del coche. Pasé por delante del mismo mientras el tráfico pasaba junto a mí como una exhalación. Oí los tacones gruesos y pesados de Nussbaum retumbar en la piedra mientras yo subía los peldaños de la escalera para hablar con ella, y oí la voz profunda de Wally murmurarle algo al oído, aunque con el ruido del tráfico me resultó imposible adivinar las palabras.
Me quedé delante de ellos en las escaleras. Nussbaum se detuvo al levantar la mirada y verme. Cartwright se detuvo cuando ella se detuvo y me miró desde su altura. Esbozó una sonrisa de burla y de desprecio.
– Aquí huele a mierda -soltó.
Tenía una voz vibrante de barítono con un ligero deje pueblerino. Le sonreí estúpidamente y me pregunté si Patricia no estaba en lo cierto al decir aquello de mis problemas con la autoridad. En cualquier caso, quedaba bastante claro que habría tenido que mantenerme alejado de la secretaria de Cartwright.
– Hola, Wally -saludé.
– Ahora no es un buen momento, Everett -observó Cecilia Nussbaum. Su voz era más profunda que la de Cartwright. Era monótona y quebrada-. Tenemos prisa.
Bajó otro escalón como si fuera a pasar a través mío.
– Espere -exhorté-. Se trata de algo urgente.
La mano de Cartwright salió disparada en dirección a mi hombro. Era una mano grande. Grande y fuerte.
– No es un buen momento -retumbó su voz. Me apartó con un empujón y yo me tambaleé hacia un lado.
Me pareció ver que Cecilia Nussbaum sonreía ligeramente entre dientes al pasar por delante mío.
– Cecilia, le estoy diciendo que… -insistí.
Cartwright, situado detrás de ella, me clavó el dedo salchichero en el pecho.
– Mire…
– ¡Oh, mierda! -le aparté el dedo con un manotazo, mirándole directamente a los ojos de mirlo-. Usted es un jodido fiscal de distrito y yo soy un periodista -gruñí-. ¿Piensa darme un puñetazo o quiere conservar su trabajo?
El gorila había empezado a exaltarse y a esbozar una sonrisa sádica bastante lograda, pero al oír aquello vaciló. Me alisé la pechera de la camisa.
– ¿Qué coño se ha creído que es esto, una película? -mascullé. Tóqueme un pelo y le pondré una demanda que se acordará toda su vida.
La fiscal estaba ya un peldaño más abajo que yo, pero se detuvo ahí y, a juzgar por el movimiento de sus hombros, diría que suspiró. Se dio la vuelta y miró a Cartwright.
– ¿Por qué no vas a buscar el coche, Wally? -gruñó.
– ¡Sí! ¿Por qué no vas a buscar el coche, Wally? -espeté. Permaneció inmóvil delante de mí unos segundos. No era una vista agradable, un bloque de hormigón paralizado. Paralizado y con cara de burla y de desprecio. Finalmente, se alejó apuntándome con su enorme dedo.
– Nos veremos en privado amenazó-. Los dos solos.
– Una idea maravillosa -repuse-. Me doy por avisado. Mis padrinos llamarán a los suyos. ¿Me toma por un idiota, o qué? Jódase. Lo dije porque ya estaba bajando los escaleras de piedra con su paso fuerte; bum, bum, bum, como un monstruo que vuelve a las profundidades.
– Neoyorquino de mierda -farfulló mientras bajaba pesadamente.
Me frote la camisa para limpiar el punto donde me había tocado y descendí un peldaño para hablar con Cecilia Nussbaum.
– Ha elegido un personal magnífico, Cecilia -observé-. Ese tipo es un pisapapeles con patas.
– ¿Qué quiere, Everett? -preguntó con su voz monótona y gutural.
– Un tope de puerta con patas -murmuré.
– Tengo que irme. Tengo que asistir a unas reuniones antes de ir a la prisión. ¿Qué quiere?
Respiré hondo para calmar los ánimos. Cecilia me miró con sus ojos marrones y turbios, con esa cara llena de arrugas. Esos ojos y esa cara ponían en evidencia que no tenía ni un pelo de tonta. Pero tampoco lo tenía de afable. Con ella no había segundas oportunidades.
– De acuerdo respondí, todavía molesto-. Frank Beachum. El caso de Amy Wilson.
Me miró con impaciencia, sin decir nada.
– ¿Quién más estuvo allí? -le pregunté.
No se movió ni contestó. Se quedó analizándome. Y seguramente estudiaría la ejecución de esta noche con los mismos ojos, pensé. Miraría a Beachum en la camilla con esa misma expresión y, un poco más tarde, en la sala de las visitas, bebería unos sorbitos de vino blanco en un vaso de papel con los otros dignatarios. Escucharía los chistes sobre política local y si la persona que los contaba era lo suficientemente importante incluso reiría, mostrando sus dientes torcidos. Reiría mientras el cuerpo de Beachum sería transportado por la puerta trasera al coche fúnebre. Era una fiscal jodidamente buena.
– ¿Qué quiere? -gruñó de nuevo.
– Quiero saber quién más estaba en la tienda de Pocum el día en que dispararon a Amy Wilson -aclaré-. Estaban Porterhouse, Nancy Larson fuera y Beachum. ¿Quién más? Alguien entró en el aparcamiento justo cuando Beachum se iba, justo cuando Nancy Larson se iba. Por eso tuvo que dar marcha atrás, para dejar paso al que llegaba. Si hubiera dado marcha atrás desde la máquina de refrescos, lo habría hecho por el lado derecho de Beachum. Pero lo hizo por el izquierdo. Dio marcha atrás porque alguien le bloqueaba el paso, alguien que entraba cuando ella salía del aparcamiento.
Hubo una larga pausa. Y frente a mí, sus ojos, sus arrugas. Había cigarras cantando en el aire inmóvil. Cuando el semáforo de la esquina cambió, el tráfico siguió retumbando y avanzando como una exhalación. Hubo una pausa muy larga.
– ¿Y eso qué importa? -inquirió finalmente Cecilia Nussbaum. Y supe que estaba en lo cierto.
Avancé un paso hacia ella. La tensión hizo que sintiera como si la piel me estuviera pequeña.
– Él es el asesino, Cecilia declaré-. Fuera quien fuese, él disparó a Amy Wilson. No fue Beachum, fue él.