Pat Flaherty estaba al lado de Reuben, de pie, mirando por el falso espejo. Estaba lanzando un chorro de limpiacristales y secándolo con una toalla de papel. El día anterior había hecho exactamente la misma operación. El cristal estaba nítido e inmaculada al igual que el espejo al otro lado.
La cámara de ejecución se podía ver con claridad a través del cristal. Allí, dos miembros del equipo de sujeción estaban atando las correas a la camilla. A su derecha, se encontraba la ventana de la sala de testigos. Habían levantado las persianas temporalmente y se podía ver a los dos guardias que estaban en el interior. Estaban colocando los bancos de plástico donde se sentarían los testigos. Dos bancos en el suelo justo en Frente de la ventana y los otros dos justo detrás en una tarima de madera.
Frente a la camilla, Luther Plunkitt estaba hablando con Haggerty, que estaría apostado al exterior de la cámara de ejecución. Luther gesticulaba tranquilamente con una mano, mientras la otra descansaba en su bolsillo. Esbozaba una sonrisa blanda.
– Comprueba dos veces la puerta personalmente -explicaba-. Y asegúrate de que la sábana de cobertura esté puesta antes de que entre en la habitación, para que los testigos no vean las correas.
Los ojos de Luther eran marmóreos y sin expresión. Pensaba en Frank Beachum, imaginaba su rostro mirando hacia arriba mientras le ataban a la camilla. Inocente, pensó.
Dio una palmadita de ánimo en el hombro del guardia y continuó con otras cosas.
2
Frank Beachum estaba tomando su última cena. Bistec con patatas fritas y una cerveza servida en un gran vaso de plástico. Se sentó a la mesa y empezó a comer con rapidez. Podía oír el número creciente de pasos en el vestíbulo. Miró el reloj.
Eran más de las siete. Le quedaban menos de cinco horas de vida. Siguió comiendo. El bistec era grueso y poco hecho, pero lleno de nervios en el centro. Las patatas estaban crudas. Nada le sabía a nada y masticaba sin ganas, mirando el plato con brillo apagado. Sólo le reconfortaba la cerveza. No estaba fría, pero sí lo suficientemente fresca y espumosa. El sabor parecía transportarle a la taberna de Sal en Dogtown. De vez en cuando se paraba en el bar de Sal a tomar una cerveza rápida al volver del trabajo. Cuando la cerveza le llegaba a los labios, la madera oscura de la taberna, los colores de las botellas en las estanterías, el olor del humo y el sonido de la música country le envolvía con una precipitación visceral, borrosa pero categórica. Le reconfortaba. No quería que la cerveza se terminara.
Sus pensamientos, por otra parte, eran un embrollo. Pasajes breves de memoria interrumpidos por el miedo. Los escalofríos y el temblor incesante de terror en su pecho exigían atención. Cuando su mente erraba, el miedo le devolvía a su angustiosa realidad. Se forzaba a mirar de nuevo al reloj, y el minutero que avanzaba marcando el paso de la hora hacía que el conducto de su garganta fuera cada vez más angosto. Luego miraba el plato y comía, y las imágenes volvían a su mente, y los recuerdos. Y el terror volvía a devorarle como una señal de alarma.
Y así comió, y pensó en su madre. Echando el humo del cigarrillo a la mesa de la cocina, en casa. Frank supuso que ella sabría lo que le estaba ocurriendo. Le había enviado una postal tras la condena, pero no había tenido más noticias suyas. Tampoco esperaba tenerlas ahora… Miró el reloj.
Siguió comiendo, y pensó en su padre. Saliendo decidido por la puerta y adentrándose en la nieve de Michigan. Le habría gustado saber lo que le había ocurrido. Lo deseaba con todo su ser. Intentó imaginar… pero el terror le invadió de nuevo y miró el reloj.
Volvió a su plato, tragando con fuerza. Y pensó en mí. El reportero que se sentó al otro lado de los barrotes frente a él. Mis palabras flotaban en su mente. Me importa un huevo Jesucristo. No me importa la justicia, ni en esta vida ni en la próxima. Ni lo que está bien y lo que está mal. Después de irme, Frank le había dicho a Bonnie que prefería estar en aquella celda que fuera viviendo de aquella manera, como yo. Sin embargo, vagamente, sintió en su corazón que aquello no era más que una mentira. Miró el reloj.
Me había envidiado. Siguió comiendo. Las patatas fritas estaban frías e insípidas. Esa era la pura verdad: me había envidiado mi libertad, mi indiferencia, mi vida. Sin ningún ojo de Dios, negro y vidrioso mirándome, persistente. Sin ningún mundo de justicia perfecta pendiendo sobre mí. A veces, ese otro mundo, el eminente país desconocido de Dios, le parecía tan real, tan presente en la celda como éste… Miró el reloj. Las siete y veinte. Avanzaba tan rápido… Se estremeció.
Al intentar tragar, se percató de que tenía la boca seca. Se llevó el vaso a los labios y, al mirar por el borde superior, los bloques de hormigón de la pared opuesta y el reloj se tornaron borrosos. Sí, pensó. Me había envidiado. Le habría gustado estar en mi lugar. Porque yo estaba ahí fuera, por supuesto, y él estaba dentro. Porque yo viviría mañana por la mañana y él no. Por supuesto. Y porque a mí no me importaba nada.
Lo sabía, pero no podía asumirlo con claridad. Me había envidiado porque no me importaban las cosas que a el le atormentaban. Porque yo no me habría torturado cómo él se había torturado para ayudar a su mujer, para ahorrarle mayor tormento, para mostrarse fuerte y con entereza delante de ella. Yo no habría soportado la agonía de comportarme bien. Habría gritado, lucharlo, llorado, o al menos eso creía Frank. No me habría atormentado buscando el mensaje de Dios en esta muerte miserable y sin sentido. Ni habría pensado en complacer a Dios, ese Dios cuyo ojo le miraba impasible velando por su destrucción. Ese Dios que no iba a interceder. Yo no estaría sumiso a ese Dios, Frank pensó, ni permanecería allí sentado en actitud santa, quieta y sosegada ante esos guardias, alcaides y abogados, esos hombres que sólo esperaban zanjar el tema de su muerte, esos bastardos que con él habían jodido toda su vida lo estaban jodiendo directamente hasta la tumba.
¿Y quién de nosotros estaba mejor?, se preguntó, ¿él o yo?
Como en un espasmo, cogió el vaso de cerveza con un gesto brusco de metro y se lo llevó a los labios. Tomó un gran sorbo y, una vez más, el sabor le evocó el aura de la taberna de Saclass="underline" la madera oscura, los colores de las botellas en las estanterías, el olor del humo y el sonido de la música country. El alivio desolado.
Dejó el vaso encima de la mesa. Miró el reloj.
¿Quién de nosotros estaba mejor? Se secó los labios con el dorso de la mano. ¡Dios!, pensó, hay hombres en esta prisión, hay hombres en la calle, que han matado a niños mientras lloraban llamando a sus madres, que han violado y torturado a mujeres, que han matado a hombres sin más sentimiento que una sonrisa soñadora, y que estaban mejor que él, en una situación mucho mejor. No estaban allí. Algunos ni siguiera habían sido condenados a ir allí. Algunos vivirían en libertad y morirían en el gozo de su crueldad. Y les daría igual. Como a mí me daba igual.
¿Y qué pasaría si…?, pensó Frank. Y antes de que la idea finalizara, le ocurrió algo. Algo terrible, violento revelador. Lo sintió de esa manera, le sorprendió casi como un hecho físico.