Выбрать главу

Subí las escaleras y leí los nombres de los buzones. Mis nervios, el dolor de cabeza y el del estómago atacaron de nuevo cuando lo vi: Russel, escrito penosamente con tinta azul, medio tachado por un trazo de pintura marrón con la que alguien había pintarrajeado un graffitti en toda la serie.

No habrá respuesta, pensé, siguiendo con la idea de ahuyentar el desastre. Se trataría de otro Russel. 0 alguien habría olvidado cambiar el nombre al trasladarse. Casi deseaba que fuera así. Aquello acabaría con la tensión, con el suspense. Tendría una excusa para abandonar esa contrarreloj de mal agüero. Llamé al timbre y esperé.

Un momento después, oí la voz de una mujer encima de mi cabeza.

– ¿Quién anda ahí?

Tuve que retirarme un poco y bajar unos escalones de la escalinata antes de poder verla. Su rostro oscuro y sus mejillas fornidas me miraban desde la ventana del tercer piso, explorando la semioscuridad debajo de ella con ojos grandes y ligeramente protuberantes. Frunció el ceño al verme: un blanco abotonado de arriba abajo arrastrando los pies desventuradamente en pleno anochecer. El sonido del balón en la acera había cesado, y podía sentir la mirada atenta de los dos chavales.

– ¿Sí? -preguntó la señora.

– ¿Señora Russel?

– ¿Sss-íí? -repitió con más cautela.

Señora Russel, me llamo Steve Everett. Soy periodista y trabajo para el St. Louis News. Estoy buscando a Warren Russel. Pareció echarse ligeramente hacia atrás.

– ¿A Warren?

– Sí, señora. ¿Está por aquí?

No respondió, al menos no de inmediato. En algún lugar detrás de mí, la pelota de baloncesto golpeó el suelo una vez clac- y luego se calló.

– Un momento -repuso la mujer-. Ahora bajo.

Metió la cabeza dentro del apartamento y desapareció.

Con las manos en los bolsillos, me giré cono quien no quiere la cosa para controlar qué hacían aquellos dos chavales detrás de mí. Se habían acercado un poco y estaban casi al pie de la escalera. No se andaban con rodeos, me miraban resueltos de arriba abajo, contemplando osados cada centímetro. Dos muchachos vestidos con pantalones cortos muy anchos y camiseta. Deberían tener unos nueve años, tal vez diez. El de la derecha sostenía el balón contra la cadera. Era el de la izquierda el que llevaba la pistola. No podía estar seguro de ello, pero no me gustaba la forma en que su mano descansaba en el bolsillo de sus pantalones holgados, la casi imperceptible inclinación de su cuerpo hacia un lado, como si deseara desenfundar con más brío. Me había pasado todo el fin de semana cubriendo casos de víctimas muertas a escopetazos, así que me dije a mí mismo que debía estar algo trastocado. En cualquier caso, si me pedían cambio, se lo daría sin rechistar un segundo.

La puerta se abrió detrás de mí y me giré para ver a la señora Russel desde la escalera. Era una mujer enorme, de unos cincuenta años, supongo, aunque a veces es difícil de decir, cuando se trata de negros. Tenía brazos gruesos y piernas como columnas, las dos al descubierto. De hecho, parecía que estuviera casi desnuda, tremendamente gorda y desnuda. Llevaba una bata estampada de flores sin forma definida que terminaba en los hombros y en las rodillas, y zapatillas en los pies. No tenía ningún anillo en los dedos, y el único adorno que llevaba era un corazón de oro que pendía de su cuello. El pelo recogido hacia atrás severamente ponía en evidencia un rostro enorme y amenazador. Era una visión impresionante, con el ceño fruncido y destellos de rabia contenidos detrás de esos ojos saltones. Aun así, sentí una especie de bondad brusca y muscular en ella. Al menos eso esperaba. Esperaba poder contar con eso.

– A casa -espetó.

Iba a abrir la boca para responder, cuando me di cuenta de que se dirigía a los chavales que estaban detrás mío.

– No os quedéis ahí pasmados mirando al hombre, es hora de cenar, iros a casa.

Me arriesgué a mirar hacia atrás por encima del hombro. Los dos chicos se alejaban por la acera mirando con ceño resentido en dirección a mí. Subí los peldaños para colocarme frente a la mujer. Me sorprendió ver que era unos diez centímetros más baja que yo.

– ¿Es usted la señora Russel? -pregunté.

– Angela Russel -contestó en voz baja.

– Y Warren…

– Mi nieto. ¿Para qué le busca un periódico?

– Señora Russel, es muy importante que hable con él -declaré-. Es urgente. Necesito verle esta noche.

Se retiró y dio un bufido enojado por la nariz ancha y chata.

– ¿Qué es tan urgente para que usted tenga que hablar con Warren?

Vacilé. Esos ojos saltones y turbulentos me fulminaban. Mantenía la puerta abierta con su enorme brazo y su cuerpo inmenso bloqueaba el paso. Imaginé que abrirme paso a su costa podría resultar mucho más duro que intimidar a su nieto asesino para que confesara.

– Creo -respondí lentamente-, creo que Warren preferiría que lo hablara con él directamente.

El rostro imponente se movía hacia delante y hacia atrás mientras agitaba la cabeza.

– Tendrá que hablar conmigo.

– Señora Russel…

– Tendrá que hablar conmigo, señor.

Levanté la mano en gesto de protesta.

– Creo que…

– Warren está muerto -profirió la mujer tajantemente-. Hace tres años que Warren está en su tumba.

4

Warren Russel estaba muerto. No había pensado en ello. Busqué torpemente el paquete de cigarrillos, con las manos temblorosas. Hace tres años, él tenía veinte. No se me había ocurrido que pudiera estar muerto. Prueba positiva de mi superstición, pero en cualquier caso, un golpe bajo. Cogí el encendedor de plástico e intenté encenderlo tres veces antes de conseguir la llama. La acerqué al máximo al cigarrillo para mantenerla recta.

Ahora estábamos en el apartamento de la señora Russel. La noche saludaba por las ventanas abiertas. Las lámparas de pie iluminaban con una claridad amarillenta y apagada una habitación bastante parca en muebles. Había una mesa junto a la cocina antigua. Y una mesilla repleta de fotografías enmarcadas. Fotografías y postales pegadas en las paredes blancas. Paredes blancas con un montón de grietas en el yeso.

Me senté sobre un cojín de color difuso en un sillón que tenía los muelles rotos. Me senté en el borde, con los pies sobre una vieja alfombra oval, escrupulosamente limpia, como el tejido del asiento, pero tan gastada que parecía de papel. Tiré del cigarrillo con fuerza.

Angela Russel dejó una taza de café en el extremo de la mesita que estaba junto a mí. Una galleta de chocolate estaba cuidadosamente colocada entre el platillo y la taza. Dejó un cenicero junto a ella y luego se retiró. Se sentó en la mesa del comedor con otra taza para ella. Se repantigó en su silla y tomó un sorbo de café. Me miró fríamente, esperando. Su nieto estaba muerto. ¿Cómo iba yo a demostrar ahora la inocencia de Beachum? ¿Cómo le iba a contar a este mastodonte de mujer lo que sospechaba?

Un pequeño despertador en la cocina marcaba los segundos con fuerza. Eran las ocho y diez.

– Y… ¿cómo…? -conseguí pronunciar mientras expulsaba el humo del cigarrillo.

Ladeó la cabeza.

– Bueno, ya sabe. Drogas. Le apuñalaron una noche. En el parque.

La policía vino a darme la noticia y me enseñó la foto de mi nieto en su carnet de conducir. ¿Es este su hijo? Como si se tratara de un perro extraviado. Sabía que había ocurrido algo y esperé que sólo se tratara de un arresto. Pero lo habían encontrado muerto en el parque.

Lo contó en tono monótono, tan cargado de tristeza, pensé, que la expresión se había desvanecido. Movió la cabeza, mirando al suelo.

– Estaba… me refiero… ¿Consumía drogas? -pregunté.

Volvió a dar un bufido y se reclinó en la silla. Miró de reojo a un lado como si fuera a compartir un chiste con algún espectador invisible.