– Sí -respondió (imbécil de mierda, habría podido añadir)-. Sí, tomaba drogas.
Con el cigarrillo en la boca y los ojos entornados por culpa del humo, alcancé la taza de café en el extremo de la mesa. Pasé el dedo por el asa y, de repente me vi ahí sentado de aquella manera, mirando atontado mi mano, el asa, la taza. Mirando el dibujo del borde de la porcelana de baratija. Mi mente parecía pesimista e inmóvil. Tenía momentos de lucidez y de buenos pensamientos, pero estaba demasiado cansado como para concentrarme en ellos y desarrollarlos. ¿Consumía drogas? ¿Tenía una pistola? ¿Dónde estaba el cuatro de julio de hace seis años? ¿Cómo podía ella saberlo? ¿Y de qué podía servir si el muchacho en cuestión no estaba allí para confirmarlo? Tal vez algún día aquello se convertiría en una buena entrevista, dentro de un tiempo, una buena base para llevar a cabo una investigación. Podría escribir un artículo en la sección de crónicas y Bonnie Beachum lo pegaría en su álbum de recortes. Podría agitarlo delante de las cámaras de televisión para pedir al gobernador que limpiara el nombre de su marido. A título póstumo.
¿Dónde estaba usted?, me había gritado, aferrándose a los barrotes de la celda de la muerte. Ahora ya es demasiado tarde. ¿Dónde estaba? Todo este tiempo…
– Creo que su nieto mató a una mujer -me oí decir mientras miraba la taza. Me saqué el cigarrillo de los labios y me di un masaje en los ojos con los dedos-. Creo que mató a una mujer hace seis años.
Cuando alcé la mirada, la señora Russel no se había movido. Seguía repanchigada en su silla, con un brazo apoyado sobre la mesa y el otro sobre el muslo. Mirándome. Con un visaje de mofa y desprecio, pensé, con una media sonrisa.
– Hay un hombre condenado a pena de muerte -proseguí-. Van a ejecutarlo esta noche por haber disparado a la cajera de una tienda de ultramarinos. Una mujer llamada Amy Wilson. Creo que su nieto lo hizo.
En aquel momento sonrió hastiadamente. Se encogió de hombros y respiró. Su voz había dejado de ser monótona y adoptó un tono irónico.
– ¿Y qué le hace pensar algo así?
– Porque era la única persona que estuvo allí repuse, pese a saber que estaba mintiendo, pese a saber que ella descubriría la mentira. Y creo que el hombre al que van a matar es inocente.
– Y apuesto algo… -puntualizó la señora Russel, corríjame si me equivoco, señor Everett, pero apuesto algo a que ese hombre inocente es blanco.
Suspiré. Sabía que lo diría… e imaginaba lo que estaba por venir.
– Si -confirmé-. Es blanco.
– ¿Y no había nadie más en esa tienda de ultramarinos aparte de ese hombre inocente y de mi Warren?
Asentí. Moví la cabeza con un gesto de rendición.
– Dos testigos. También había dos testigos.
– Y también eran blancos.
– Probablemente. Al menos uno lo era. Un asesor fiscal.
– Oh! Un asesor fiscal…
– El otro era una ama de casa.
– Y ellos no matan a gente.
– No suelen atracar tiendas, no.
– Pero los chicos negros sí -profirió la señora Russel.
– Mire, yo…
– Negros colgados de la droga, no les queda tiempo para nada mas…
Abrí las palmas de las manos.
– Oiga, sé cómo suena…
– Bien, eso está bien. Así lo sabemos los dos.
– ¿Qué puedo decirle?
– Me parece increíble, señor Everett. ¿Qué puede decir? -volvió a fruncir el ceño, con más indignación que antes y aunque no me estaba mirando, podía ver la rabia inundando aquellos ojos saltones.
Lo intenté de nuevo.
– ¿Tenía su nieto una pistola? -le pregunté.
Respondió rápida y secamente.
– ¡Oh! Todos tienen pistolas, señor Everett. ¿No lo sabía? Todos esos negros colgados de la droga tienen pistolas.
Me quedé callado.
– Déjeme preguntarle algo añadió-. ¿Tiene alguna prueba? ¿Tiene alguna prueba para venir a decirme lo que ha dicho sobre ese pobre muchacho muerto?
Empecé a responder, pero me detuve.
– No -confesé al fin-. Una prueba no, no realmente.
– No realmente -repitió con lentitud, pasando la uña por el borde de la taza, mirándome con sus enormes rasgos desnudos directamente-. ¿Y entonces qué? Ese hombre blanco le llamó y le dijo: «Soy inocente».
– No, hablé con el. Fui a la prisión.
– Fue a la prisión.
– Hoy estuve allí. Sí.
– Y miró a ese hombre a la cara. ¿No es eso? Miró su cara. Sí.
– Y su cara era como la de usted, así que pensó, bueno, ese hombre debe de ser inocente. Tal vez lo hizo algún joven negro.
– Yo no he sabido que su nieto era negro hasta llegar aquí. Pero hay fallos, en esa historia hay muchas cosas que no cuadran.
Esta vez se echó a reír abiertamente, con una risa funesta y terminante.
– A un primo mío lo electrocutaron el año pasado en Florida, señor Everett. Y había muchas cosas en esa historia que no cuadraban.
Cerré los ojos. Los volví a abrir. Apagué el cigarrillo contra el cenicero.
– Puede que las hubiera. Yo no cubrí ese caso. Este hombre es inocente.
– Mm consideró la señora Russel-. Usted no cubrió ese caso. Nadie cubrió ese caso.
Levantó la mano que tenía en el regazo y apuntó al medallón que pendía de su cuello, lo acarició suavemente, pensativamente. Bajo la luz de la lámpara pude ver sus iniciales grabadas en la superficie de oro, con letras floridas, enmarcadas por una especie de cordón decorativo.
– Así que tampoco vio la cara de mi nieto, ¿verdad? Y por lo tanto la cara de mi nieto no era como la suya. Eso es todo. ¿Es este su hijo? Como si hubieran encontrado un perro abandonado en la calle. -Apretó con fuerza el medallón-. Bien, permítame que le diga algo, señor Everett. Era un muchacho encantador. Mi Warren. He visto muchos tipos de chicos, y mi Warren era un muchacho encantador.
Soltó el medallón haciendo una mueca, lo dejó caer contra su piel. Apoyó la mano en su regazo y miró al trozo de moqueta que había entre nosotros.
– ¿Tiene algo más que decirme?
Yo me quedé ahí sentado en el extremo del sofá, sintiendo que un muelle que estaba roto se me clavaba en el culo. ¿Tenía algo más que decirle?
– Entonces creo que será mejor que vuelva a su periódico añadió la señora Russel-. Este barrio puede ser peligroso de noche.
Durante unos segundos, seguí allí sentado. Con las manos a cada lado de la nariz y la boca, formando bocina, respiré profundamente, aspirando el olor a tabaco. Estaba cansado. Mi mente estaba espesa y poco optimista, estaba agotado, y no sabía si tenía algo más que preguntar o decir. Me levanté apoyándome en las rodillas. La señora Russel se repantigó en su silla con los pies calzados con las zapatillas frente a ella. Saqué una tarjeta de visita de la cartera y la dejé sobre la mesa junto a su platillo. No la cogió, ni la miró. Tampoco me miró a mí.
– Creo que es… es un tipo legal -declaré-. Si es que le importa. Tiene esposa e hija. No creo que lo hiciera. Pienso que quizá su nieto lo hizo. Si estoy en lo cierto, es posible que usted lo sepa. Y si usted lo sabe, no puede permitir que esto ocurra.
Levantó los ojos mirándome con rabia y amargura.
– Váyase a casa, señor Everett -espetó.
– Van a matarle a medianoche. Es inocente, señora Russel. En la tarjeta tiene mi número.
Avancé en dirección a la puerta.
Detrás de mí, la señora Russel profirió:
– Todo el mundo es culpable de algo.
– ¡Oh, vamos! ¡Por el amor de Dios! -Me giré hacia ella-. ¡Por el amor de Dios! -exclamé.
Al poner la mano en el tirador de la puerta, volví a oír su voz. Monótona como al principio. Aplastada por su propio peso.