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– De todos modos, he visto morir a un montón de tipos inocentes en esta parte de la ciudad -soltó-. Y es curioso, a usted nunca le había visto por aquí.

5

Al volver a la ciudad por el bulevar, pensé en todas las cosas que habría podido decirle. Habría debido contarle lo de las patatas fritas y que mi instinto me decía que Porterhouse mentía. Habría debido explicarle que el coche hizo marcha atrás por la izquierda de Beachum. Habría debido dibujarle un mapa y enseñárselo. Algunas veces, es preciso fiarse del instinto, habría tenido que decir. Y, en cuanto a los pecados de la sociedad, blancos y negros, la intolerancia y la injusticia… lo único que sé son las cosas que ocurren, habría tenido que decir. Alguien empuñó la pistola, alguien apretó el gatillo. Esos fueron los hechos. Amy Wilson fue asesinada y otro hombre iba a pagar por ello. Eso era lo que sabía. Eso es lo que habría tenido que decirle.

Pasaba por la ciudad universitaria, a través de la oscuridad. Conduciendo despacio, tratándose de mí, sobrepasando ligeramente el límite de velocidad, sin rumbo fijo. La radio estaba encendida, era la emisora informativa, y el locutor murmuraba en voz baja marcando el ritmo engreído de las noticias. Pasaba frente a un McDonald’s donde -según descubrí posteriormente en el informe de la policía- Michelle Ziegler se había tornado el café aquella mañana, se había sentado y había gritado algo sobre una noche asquerosa, antes de evadirse en dirección a la Curva del Muerto.

Habría tenido que decir algo, pensé al pasar por delante. Habría tenido que decir cualquier cosa que me hubiese pasado por la mente. Seguramente no habría cambiado nada, pero ahora, tal como estaban las cosas, todo estaba perdido. No quedaba nada más que hacer, nadie más con quien hablar, no más pistas que seguir. Eran las ocho pasadas. Faltaban menos de cuatro horas para la ejecución y yo no tenía ni la más mínima prueba para presentarme ante el propietario y director del periódico, el señor Lowenstein, ningún argumento de peso para que llamara por teléfono a la oficina del gobernador y comprar a Beachum un poco de tiempo, tiempo suficiente.

Supongo que debería de haber profundizado en el tema. Estrujarme los sesos, intentar descubrir un nuevo ángulo, una pista nueva. Pero no lo hice. No podía. No ame quedaban fuerzas. Ni tan sólo podía pensar en ello durante un segundo. Cuando lo intentaba, mi mente se despistaba con otras cosas. Mi trabajo, por ejemplo. Sin esa historia para crecer mi reputación… ¿cómo diablos iba conseguir que Bob me dejara en paz? ¿Cómo iba a convencerle de que me permitiera conservar mi trabajo? Y Barbara. Cuando me despidieran, descubriría la verdad. La descubriría de un modo u otro. Y desaparecería. Y Davy con ella. Y yo amaba a Davy, si de verdad amaba a alguien, y no quería envejecer solo. Si al menos hubiera conseguido esta historia, pensaba sin cesar. Si hubiera podido convertirme en héroe y sobrevivir al drama inminente, tal vez habría podido cambiar las cosas, tal vez habría podido defenderme presentando argumentos convincentes. En el periódico. Con mi mujer. Tal vez. De alguna manera.

La luces del bulevar me deslumbraban, brillaban delante de mis ojos. Pasé por el parque y frente a la serie de garajes bajos, restaurantes de comida rápida y aparcamientos. Llegué al extremo de la ciudad y vi la Curva del Muerto a lo lejos. Me acerqué a ella en el tráfico escaso de aquel lunes por la noche. Al pasar, eché un vistazo por la ventana en dirección a la gasolinera. Se habían llevado la carrocería destrozada del Datsun rojo de Michelle, pero la marca negra del choque todavía manchaba la pared blanca del garaje. Podía verlo por las luces de sodio de la gasolinera. Con la luz, los fragmentos de cristal todavía centelleaban sobre el asfalto.

– Niñata estúpida -murmuré, y mi corazón se estremeció pensando en ella, pensando en Beachum, pensando en mí mismo.

Salía de la curva cuando oí su nombre: Beachum. Era el locutor de la radio. Subí el volumen y escuché mientras la carretera se enderezaba delante de mí.

– Frank Beachum -anunció el locutor en tono solemne-, el vecino de St. Louis condenado a morir mediante inyección letal a medianoche, acaba de confesar presuntamente su crimen.

6

Aparqué el tempo en el arcén de la carretera.

– La cadena de televisión KSLM está informando en estos momentos que una fuente cercana a la oficina del gobernador ha declarado que Beachum ha expresado remordimientos por el asesinato de Amy Wilson, la mujer embarazada a la que disparó hace seis años -prosiguió el locutor.

Agarré el volante con fuerza, con la boca abierta. Me incliné hacia delante, hasta apoyar la frente contra el plástico duro del volante.

– La confesión todavía no ha sido confirmada por los funcionarios de la penitenciaría, pero la fuente, que ha preferido guardar el anonimato, ha manifestado a KSLM que Beachum confesó lamentar el daño causado a la familia de la víctima. El padre de la señora Wilson, Frederick Robertson, ha declarado que no basta con sentirlo.

Me apoyé contra el volante, mirando el suelo, sin ver nada. Frederick Robertson habló por la radio.

– Por supuesto que lo lamenta. Ahora tiene que enfrentarse al castigo y estoy convencido de que lo siente en lo más profundo de su ser. Pero con eso no nos va a devolver a mi hija. Ni nos devolverá a su hijo, mi nieto.

– El gobernador -añadió el locutor- va ha confirmado que no suspenderá la ejecución.

Levanté la cabeza. Miré a mi alrededor, aturdido. ¿Confesado? pensé. Vi la gasolinera donde Michelle Ziegler había tenido el accidente detrás de mí. Di marcha atrás con el Tempo y me dirigí hacia la cuna en el aparcamiento. Me sentía mareado y confuso. Como si estuviera invadiéndome un cieno negro. Depresión. Náuseas. Invadiéndome. Y también algo más. Odio tener que admitirlo, pero sentí alivio. Un gran alivio. El hombre había confesado. Todo había terminado. Se acabó.

Reduje la velocidad del Tempo hasta llegar a una hilera de coches aparcados donde me detuve. El locutor del noticiario había pasado a otras temas. Apagué la radio. Permanecí sentado, aferrado al volante, moviendo la cabeza, volviéndome a tragar el contenido de mi estómago. Confesado, pensé. Confesado. Todo se había acabado.

Me llevé un cigarrillo a los labios, esperando calmar mis tripas. Por extraño que parezca, lo cierto es que me creí completamente aquella historia, me la creí sin el más mínimo atisbo de duda en el momento en que la oí. Beachum había confesado. Era culpable. Me pareció que aquello lo explicaba todo. Como si de repente encajaran todas las piezas de ese largo día. No se había condenado a ningún inocente a la pena de muerte. Fuera las carreras de última hora en pro de la justicia. Todo había sido un sueño. En el fondo de mí, en algún lugar recóndito e insondable, siempre lo había sabido. Pero había seguido soñando. Y ahora él había confesado.

Golpeé el volante con el lateral de la mano. ¿Cómo había sido capaz de engañarme a mí mismo de aquella manera? ¿Cómo, pese a saber que podría decepcionarme, me había decepcionado igualmente? Sin embargo, conocía las respuestas a esas preguntas. Podía seguirles el rastro con claridad a lo largo de todo el día. Había empezado con la llamada de Bob. Su llamada a Patricia. Desde ese instante fui consciente de las consecuencias: el fin de mi trabajo y de mi matrimonio. Tal como había sucedido en Nueva York, pero peor. Y estaba desesperado porque no quería volver a pasar por todo aquello. Me había aferrado sin vacilar a aquella historia -la historia de Beachum- desde el mismo segundo en que cayó en mis manos. Había aprovechado ferozmente la oportunidad, con el deseo desesperado de salvar mi vida. Detalles insignificantes, estúpidos, como los disparos que Nancy Larson no oyó, la hilera de bolsas de patatas fritas, los ojos dubitativos del asesor fiscal y un muchacho negro comprando un refresco en al aparcamiento fuera de la tienda, habían absorbido toda mi atención y yo los había transformado en un enorme drama dentro de mi mente. Los había convertido en un sueño, un sueño de salvación, en un indulto de última hora para mí y para Beachum, para los dos.