Con lo cual, Shillerman se calló. Se mojó los labios otra vez y se quedó con la boca abierta, pero sin pronunciar palabra. Tenía el rostro sonrojado y húmedo, y el sudor le caía desde la frente hasta la pechera de la camisa y hasta el suelo. Apoyó su peso sobre el otro pie y volvió a cambiar, mirando a Luther por encima de la mesa con ojos vidriosos. Luther podía ver que le temblaba todo el cuerpo, desde la cabeza hasta la punta de los pies. Y se alegraba de ello.
El alcaide siguió asintiendo durante mucho tiempo. Siguió esbozando su sonrisa blanda. Ahora tendría que llamar a la oficina del gobernador, pensó. Aclarar ese malentendido. Enviar una nota a la prensa: no había habido ninguna confesión. No iba a haber ninguna confesión. Luther no cesaba de pedir a Dios que la hubiera, pero no la habría. Una parte de él sabía que ese era el motivo de su enojo: que no habría confesión. No en el caso de Beachum. Nunca. Las olas de rabia no iban a cesar.
Mañana por la mañana a primera hora, pensó, se libraría de ese hijo de puta. Con Sam Tandy o sin él, se aseguraría de que el reverendo Stanley B. Shillerman se fuera al diablo a mil leguas de allí. Se aseguraría de que no trabajara nunca más en ninguna institución penitenciaria entre San Andreas Fault y Júpiter.
Asintió. Esbozó su blanda sonrisa.
– Eso será todo por ahora, reverendo -repuso.
8
Me dirigí a casa, con la radio apagada, la mente vacía. Estaba cansado y harto de mí mismo. Pero al mismo tiempo estaba contento, la carrera para salvar la vida de Frank Beachum había terminado.
Octava parte
1
– Davy-Davy-Davy-Dave, Davy-Davy-Davy-Dave -cantaba acompañado por la música de la obertura de Guillermo Tell-. Davy-Davy-Davy-Dave. Dave-Y-Davey-Davey-Dave. Davy-Davy-Davy-Davy-Davy-Davy-Dave…
Y así continué, más o menos con el mismo estilo. Mientras cantaba, sostenía a mi hijo por la cintura, de espaldas a mí, zarandeándolo de un lado a otro mientras corríamos por la sala de estar, por el recibidor y por la habitación, de nuevo al recibidor, a su cuarto, y a la cama. Él gritaba y se reía con una risa tonta mientras le daba el paseo.
– ¡Me voy a la cama! -gritaba encantado. Lo levante por encima de la barandilla y lo acosté en el cómodo colchón con un rebote de lo más saludable. Luego me incliné, y empecé a presionar el colchón para que rebotase una y otra vez. Mi corazón era una piedra, tan duro como una piedra.
– ¡A dormir! -exclamé.
Me cogió del brazo profiriendo gritos agudos. Me separé un poco, dejando que se tranquilizara. Su risa se transformó en un murmullo sin palabras. Se abrazó a mí y se puso a observarme el antebrazo, sonriendo. Me cogió con sus manos menudas y tiró de los pelos con fuerza.
– ¿Por qué estás aquí? -preguntó.
Sonreí como un idiota. Dios mío, pensé. Dios mío.
– ¿Dónde más podría estar, hijo? -contesté, soltando una risa. Se quedó analizando la respuesta y luego me soltó el brazo.
– Ahora me voy a dormir -dijo. Se dio la vuelta y cerró los ojos.
– Bien hecho -le dije.
Casi me atraganté con las palabras. Me quedé unos instantes mirándole desde el umbral de la puerta.
Giró la cabeza sobre el colchón y me miró a hurtadillas. Sonrió al descubrirme todavía allí.
– Duérmete ya, genio -espeté.
Apagué la luz.
En el pasillo, me detuve otro instante. Quemado, hundido, destrozado, vencido. Me quedé ahí con la cabeza inclinada hacia delante y me di un masaje en las sienes con la mano. ¿Qué había hecho? ¿En qué lío me había metido? Ahora podía ver las cosas con toda claridad.
Me asustaba haber sido tan iluso durante todo el día. Y dejar de serlo. Me sentía desconcertado y vacío porque la historia Beachum había desaparecido, se había resuelto sin más. La misión de última hora se había vaporizado, el esfuerzo heroico se había convertido en una bagatela, el grial, en un espejismo, y mi trabajo, caput. No quedaba más que el recuerdo memorable de haber pasado el día de caza intentando demostrar que una hilera de bolsas de patatas fritas convertían a un hombre culpable en un inocente en el momento de su muerte. ¿Ay, Señor! La mente humana… vaya bromista.
Respiré profundamente y avancé por el pasillo.
Mi mujer estaba sentada en la mesa del comedor, una mesa oval. Había retirado los platos de la cena, el de Davy y el suyo, y estaba sentada a la cabecera de la mesa, frente a una taza de café vacía, frotándose los dedos de la mano izquierda con la derecha.
Me acerqué torpemente a la mesa y me senté frente a ella. Empecé a tamborilear en la mesa con los dedos. Badum, badum, badum. ¿Siento lo del zoológico?, pensé. ¿Siento lo de todo el día? ¿Siento lo de nuestra vida juntos? Badum, badum, badum, seguían tabaleando mis dedos en la madera de roble. Lo siento, lo siento, lo siento. Badum, badum, badum.