– Donaldson apoyó cómodamente el auricular entre el oíclo y el hombro y siguió escribiendo su historia en el teclado. Le gustaba que de vez en cuando algún loco suelto le telefoneara, resultaban historias de lo más divertido.
– Bien, gracias por compartir sus pensamientos conmigo -repuso-. ¿De qué me está hablando exactamente?
– ¿Nossh usshté el Benny del uuuuhhh caso Beachum? -preguntó el tipo al teléfono.
Donaldson dejó de escribir y se reclinó en la silla.
– Exactamente -respondió-. ¿Quién es usted?
– ¿Yo? ¿Yo? Soy Arsley. ¿Quén coño ssshhe cree qu’shos?
– ¿Arsley qué?
– Teniente Arsley. Yosstaba a cargo de la investi-cosha. Gación. Shtoy jubilado. -Esto último lo pronunció «julado» y terminó con un ataque de tos flemática.
– Ardslev -repitió Donaldson-. ¿Desde Florida?
El hombre al otro lado del teléfono resolló ruidosamente unos momentos luego dijo:
– Sarasota, sí. Asssí que s’imaginó lo del negroo, ¿eh?. Habeish tardado mucho timpo, m’mones.
Donaldson alcanzó un cuaderno de notas y un bolígrafo. Su rostro empezaba a dibujar la expresión propia de cuando se sentía fastidiado, como si los párpados le pesaran. No creía que el resultado de aquella llamada fuera una historia divertida, en cuyo caso, se inclinaba a pensar que ese pelotillero asqueroso se podía ir más o menos al infierno.
– Estamos hablando del caso Beachum -puntualizó en voz baja.
– Sí, sí, sí, negro punk, drogata d'mieeerda. Warn Russsel. Ssssel.
– ¿Qué?
– ¡Ssel! -gritó Ardsley-. ¿Eshtá sordo, o’qué?
Sssel, se repitió Donaldson a sí mismo.
– ¿Es él?
– Sí, ¿pr’qué creeshh que yamo? ¿Pra sh’ber com’stás? Warn Russel.
– Warn ¿qué?
– Russel. Warn. Ssshu nombre. Neegro drogata d'mieeerda.
– ¿Me está diciendo que fue él quien disparó, cómo se llama, a la mujer de la tienda?
– Sí, sí, sí. Le disparó. Seguro, él le disparó. ¿Qué shea creído? Lo shupe desdel principio. Pero a fiscal yya lo’bía organishado todo, porquel blanc d’mostraría cómhasía justicia. Demasiaos negratas con l’aguja. Esho dicel jodido Supremo. Sh’tenía qu’hacer husticia. Ya había liadocon, uuuuuuhhhh, priódicos. Prensa. Gran discurso en el trigunal. Dred Scot. -Ardslev impresionó a Donaldson con su imitación de la mujer quejumbrosa y afligida: «Conseguiré la pena de muerte. Soy tan dura. Se hará justicia. Sí, sí, sí»-. Y’ntró Russel y yodgo, ¡Ssssel! ¡Ssssel! Pero ella m’dice «¿De qué hablas?». Y vodgo ¡Ssssel! Y ella dice «¿Dond shtá la pruba?». Yodigo ¡Míralo! Neegro d'mieeerda. Neegro drogata d'mieeerda. No shoy n’gún fanático intolrante, pero sé kel loissso. Esosh todo. Ella dijo: «basura». Ella dijo: «No hay lugar para g’te com’zu enl jodido kerpo dla polishía». Zorra. Yo dije Vale. Dije Vte al’mirda, zorra. Mata al hombre kvocado. Shrá tu funeral. Pfffttt.
Aparentemente, ese último sonido era una especie de risa curiosa, a la que siguió otro ataque de tos gorgoteante. Luego, de repente, el tono de voz del ex policía cambió. Se tornó más serio. De hecho, parecía preocupado.
– Tngo qu'irme.
– ¿Qué? Espere un momento.
– Oh, oh… tngo qu’irme.
– Espere…
Pero Donaldson oyó los golpes que recibía el auricular mientras Ardsley intentaba encontrar su lugar en la horquilla del teléfono. A continuación, la línea continua.
– Mierda -espetó Donaldson.
Colgó el auricular y se limpió las manos en la pechera de la camisa. Se reclinó en la silla.
– ¿Anna Lee?
La responsable de la sala de redacción alzó la barbilla mirándole. Era una obra de arte elegante, bien hecha, alta, delgada y vestida con un traje a la moda. Tenía el pelo negro y corto, y el rostro como el de un duende. Hacía meses que intentaba acostarme con ella, pero tenía ciertos prejuicios cuando se trataba de hombres casados. Era una esposista.
– Oye, ¿el tal Beachum condenado a pena de muerte -preguntó Donaldson- no ha confesado hoy?
– Mmmhh, sí -repuso Anna Lee-. Espera un momento.
Las uñas largas, encantadoras y pintadas con esmalte blanco empezaron a teclear buscando información sobre las historias en el terminal.
– No, aquí lo tengo, espera -aclaró-. Se han retractado. La oficina del gobernador ha declarado que ignoran el origen de la información y niegan haber recibido dato alguno al respecto.
– Fantástico. El poli que dirigía el caso acaba de llamar diciendo que Beachum es inocente.
– ¡Uauuhh! -Anna Lee se animó al oírlo-. ¿Te pareció fiable? Donaldson imitó la pronunciación borracha de Ardsley: -Disse que debd'aber shido el neegro d'mieeerda.
Anna Lee volvió a aguzar el oído, animada.
– Fantástico. Resérvale la primera página.
– Por supuesto -respondió Donaldson-. Lo mejor de St. Louis.
Pero me llamó de todos modos. Primero al busca y luego por teléfono a casa. Al no obtener respuesta, se reclinó en la silla, mirando la pantalla del ordenador, observando el parpadeo del cursor al final dela historia de la mujer quemada.
No era el tipo de persona que dejara las cosas así, sin más. Quería irse a casa y acostarse tranquilo. Y pensó que el teniente Ardsley era un cabrón de mierda que no podía ni contar una versión contaminada de la verdad. Pero también sabía que la vida de un hombre estaba en juego y pensó que sería prudente llamar a Bob a casa y contarle lo sucedido. Incluso llegó a considerar hacer el seguimiento él mismo.
Pero eso fue cuando oyó que Anna Lee rompía a llorar.
Miró en dirección al despacho de redacción y la vio sentada con la mano en el teléfono como si acabara de colgar. Sus rasgos compuestos, irónicos y dotados de la magia propia de los elfos estaban descompuestos y deformados. Se protegía los ojos con la otra mano y las lágrimas se escapaban por debajo de ella, mostrando las manchas negras del rímel en las mejillas.
Cuando Donaldson se levantó de la silla ya había dos reporteros más del turno de noche dirigiéndose hacia ella, además del adjunto a jefe de redacción y el crítico de cine que se acercaban desde el otro lado de la sala. A todo el mundo le gustaba Anna Lee.
El personal se reunió en torno al despacho de redacción y se quedó mirando perplejo mientras la responsable lloraba. Excepto Harriet McConnel de la sección de condados, todos eran hombres y permanecieron allí en silencio y confusos durante unos largos instantes, mirando el cuerpo delgado de Anna temblar con los sollozos.
Finalmente, Donaldson, fastidiado, miró a Harriet.
– Por el amor de Dios, Harry, pregúntale qué ocurre -inquirió.
¿Qué te ocurre, Anna Lee? -preguntó Harriet McConnel.
Pasaron unos cuantos segundos más antes de que la responsable del turno de noche pudiera tragarse las lágrimas y bajar las manos y borrar completamente la historia Beachum de la mente de Donaldson simplemente al decir:
– Michelle ha muerto.
3
Cinco años antes, un funcionario de segundo orden del partido Demócrata del estado se había acercado al reverendo Harlan Flowers en la iglesia del sur de la ciudad donde el reverendo estaba labrando su reputación como joven revolucionario. El funcionario era un hombre bajito, calvo y con el rostro rosado, una sonrisa roja y húmeda y una risita sofocada, seca y triste que a Flowers le resultaba particularmente desagradable. El funcionario explicó en términos bastante claros que deseaba contribuir con una cantidad substancial de dinero a los fondos discrecionales de Flowers. A cambio de la donación, Flowers debía de asegurarse de que los miembros de su congregación se inscribieran como votantes demócratas, fueran a votar el día de las elecciones y optaran por el candidato del partido a la oficina del gobernador tal como estaba dispuesto. El funcionario, amagando rápidamente su sonrisa con un pañuelo, señaló que, de esta manera, estaría sirviendo por partida doble a su pueblo -la gente de color-: al recibir fondos que podrían utilizarse para la mejora del vecindario (o no, como Flowers gustara), por un lado, y al impulsarles a votar un partido que «históricamente ha estado en la vanguardia de la lucha de su pueblo», por el otro. A pesar de este doble aliciente, Flowers rechazó la donación. Para ser justo con el reverendo y con los demócratas, lo cierto es que tres días más tarde un funcionario republicano se presentó para ofrecer sumas substanciales para que los fieles de la congregación no fueran a votar, y Flowers lo rechazó del mismo modo. Finalmente, un grupo de clérigos compañeros de Flowers aparecieron manifestando que les parecía que Flowers estaba siendo ingenuo con respecto al proceso político además de entorpecer el camino hacia algo muy interesante. Cuando Flowers explicó que le parecía inmoral vender su voto, por no hablar del de sus feligreses, los otros reverendos se marcharon en tropel con los semblantes muy serios.