Unas seis semanas después de las elecciones, uno de estos reverendos subió al púlpito anunciando en tono de lamento atronador que habían llegado a él noticias desalentadoras. Se había acusado, explicó, a cierto servidor del Señor que se había alejado del camino de la honradez hasta el punto de malversar fondos de la iglesia para uso propio, patrocinar diversos locales de pecado y abusar de la confianza de como mínimo una joven que había acudido a él en busca de consejo espiritual. Se inventaron a la chica, se avisó a la prensa y una serie de investigadores municipales y estatales publicaron sus comunicados con lo que algunos pensaron era notable presteza. El reverendo Harlan Flowers se enfrentaba a problemas graves, muy graves.
El escándalo ulterior fue tanto más doloroso y debilitador para Flowers cuanto que era inocente. La imagen de su nombre en los periódicos relacionado con chanchullos financieros que era incapaz de imaginar e indecencias sexuales que jamás había pensado cometer, era como una gárgola de piedra clavada en su corazón y devorando la sustancia interior del mismo día tras día, cada uno más miserable que el anterior. Durante esa época había noches en las que Flowers se arrodillaba y rogaba a Dios que le matara por piedad. Había mañanas en las que se levantaba casi sin fe al ver que sus plegarías no habían sido atendidas y que una vez más había despertado plenamente consciente.
Fue nuestra amiga gutural Cecilia Nussbaum quien finalmente le salvó del desastre de un procesamiento. La fiscal del distrito comprendió en seguida la verdadera naturaleza de los cargos y no sólo no se limitó a ahuyentar a los tunantes locales sino que se desplazó hasta Jefferson City, donde convirtió muchos traseros de políticos en papilla. En cuanto a los reporteros, a la aproximadamente quinta vez que Flowers juró que había profesado una rigurosa fidelidad a su mujer en los diecisiete años que llevaban de matrimonio, se les ocurrió que al fin y al cabo se trataba de una defensa bastante original para un personaje público. De hecho, empezó a parecerles tan ridículo que dedujeron que debía de ser cierto. Y en el mismo momento en que se evaporaron los cargos por acoso sexual, los pecadillos financieros que se habían descubierto en los libros contables de la iglesia resultaron milagrosamente ser lo que eran: el resultado de los procedimientos contables descuidados y poco sistemáticos de Flowers. Los medios de comunicación dejaron el caso con unas cuantas editoriales autoexculpatorias que cubrían su retirada.
Pasó un año entero antes de que Flowers se recuperara por completo en la parroquia de Florissant en la que le encontró Bonnie Beachum. Aquí, el número de sus feligreses aumentó progresivamente, y los funcionarios de los dos partidos políticos, temerosos de habérselas con la Nussbaum de nuevo, decidieron buscar los votos en otro lugar.
Sin embargo, aunque el escándalo no causó un daño permanente a su carrera, sí tuvo un efecto profundo y duradero en su personalidad. En su antigua parroquia en el sur de la ciudad era un reconocido activista, un luchador acérrimo en campañas contra los barones de la droga en el barrio, un tábano para el alcalde y una cara conocida en los noticiarios locales cuando acosaba al gobierno municipal y al estatal para conseguir fondos y programas para ayudar a los suburbios. En el norte, tras el escándalo, desvió su atención de estas grandes cuestiones y algunos dijeron que había perdido valor para la lucha. Se convirtió en la figura seria y pausada que Bonnie conocía. Cuando no estaba en la parroquia, se dedicaba a visitar clínicas y hospitales, presidía funerales y confortaba a las personas que llevaban luto; y llamaba incesantemente a las cárceles donde residían varios hijos y maridos de sus fieles. Dejó de declamar contra los demonios del crimen y la pobreza y abandonó su guerra de guerrillas contra las injusticias de la sociedad en su conjunto. De hecho, parecía haber perdido el gusto por los juicios morales concentraba su atención en recordar a todo aquel que quisiera escucharle que Dios se preocupaba por el más nimio de los problemas como lo hacía por el más pequeño de los gorriones. Los medios de comunicación, por supuesto, perdieron todo interés en él. Y de este modo, a medida que se granjeaba el apoyo y el cariño de su pequeña parroquia, se alejaba del gran público.
Si menciono todo esto es para explicar su actitud respecto a la inocencia de Frank Beachum. Es decir, que no tenía actitud alguna. Nunca pensó en ello -o si lo hizo, fueron pensamientos perdidos, a los que no otorgaba ninguna importancia-. Había llegado a preocuparse mucho por Frank, y por Bonnie, aunque notaba que él -la gente de color- le hacían sentirse incómoda. Esperaba que Frank no tuviera que responder ante Dios por haber asesinado a Amy Wilson pero, finalmente, se sentía a medio camino entre Frank y Dios. Su tarea, la tarea de Flowers, era, a su parecer, ayudar a Bonnie y a Gail en la medida de sus posibilidades, y asegurarse de que Frank no muriera sin consuelo humano, solo.
En ese último final, entró en la celda de la muerte cuando faltaban cinco minutos para las diez para realizar la última visita a Frank antes de la ejecución. En seguida observó que el prisionero no estaba bien. Frank estaba sentado en el borde de la cama, inclinado hacia delante, mirando al suelo, frotándose las manos entre las rodillas. Movía la boca, tenía el rostro amarillento y los ojos con un brillo poco natural. Su imagen conmocionó ligeramente a Flowers, quien le había visto por última vez al ir a recoger a Gail. En aquel momento el prisionero le había parecido afligido por el dolor, pero compuesto y con fuerza interior. Ahora, nada irradiaba de esa figura inclinada y encogida, excepto pánico, desdicha, temor y abatimiento. El predicador adivinó inmediatamente lo ocurrido: Frank había puesto toda su voluntad en demostrar valor a Bonnie y la niña, y ahora que se habían ido, padecía la inevitable reacción.
Beachum saltó cuando se abrieron los barrotes: no había oído entrar a Flowers en la celda. Asustado por el ruido cuando estaba absorto en sus pensamientos, lanzó una mirada fugaz al reloj, tragó saliva y respiró de nuevo: no, todavía no; todavía no era la hora.
Cuando Benson cerró la celda de nuevo, Flowers se acercó a la cama y se quedó de pie junto al convicto. Beachum se pasó la mano por el pelo y Flowers observó que estaba empapado por el sudor.
– ¿Se está haciendo tarde, eh? -preguntó Frank con una risa nerviosa mirando a Flowers esperando que le contradijera. Volvió a mirar a lo lejos y prosiguió-: Sí, tarde, muy tarde.
Mirando al hombre cabizbajo, con el cabello lacio, el reverendo sintió una pena profunda por Frank. También por Bonnie y por la niña. Por todos: una carga terrible de aflicción. Pero entonces se dio cuenta de que últimamente lo sentía con mucha frecuencia -pena, tristeza- y lo sentía por gente tan distinta que no se trataba tanto de una emoción del momento como de una sensación permanente, un filtro en su modo de ver las cosas. Incluso sentía dolor por su propio sentimiento de agradecimiento y vitalidad: la ola de nimio placer que le invadía al saber que él no era Frank, que su muerte no estaba prevista para medianoche. Como el segundo pajarillo en una rama cuando el halcón arremete y se precipita contra su hermano, pensaba: Dios es bueno, hoy Dios ha sido bueno conmigo. Flowers sentía lástima de sí mismo, por ser tan miserable e insignificante.