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– Un tema controvertido. ¡Vaya hombre!

– Y Harvey es mucho mejor en ese tipo de crónicas. Si Plunkitt no le deja entrar para la entrevista, la haremos por teléfono.

– Un tema controvertido -Alan se inclinó hacia atrás, sin apenas poder contener su alegría.

Bob empezaba a desesperarse y a enfadarse un poco. Tenía sus propios motivos para no darme el caso, la mayoría de ellos emocionales. Pero las discusiones siempre son así. Se había inventado algunas excusas lógicas para explicar sus sentimientos y ahora creía en ellas. Le parecían evidentes y consideraba que quien no estuviera de acuerdo no sabía de qué se hablaba.

Y explicar ese tipo de cosas a alguien como si se tratara de un niño era una de las flaquezas de Bob.

Y así lo hizo, deliberadamente, levantando de nuevo la mano derecha con la palma abierta.

– Mira, ese tipo, Beachum, no nos dará ninguna noticia. No aportará ninguna información que no hayamos oído antes. Y ésta no es la cuestión. La cuestión, en una historia como ésta, es que la gente sepa qué se siente al esperar que el Estado te inyecte veneno en el brazo. Quiero decir que, en este Estado, se ejecuta a gente cada par de meses y normalmente aparece en la tercera página de la sección regional, o quizás en la portada de la sección metropolitana. Esta es una historia de St. Louis, lo que la hace más substancial para nosotros. Pero la única manera de justificar que le demos tanta importancia, es humanizar a ese hombre, llegar a la esencia humana de este asunto inmundo. Queremos que el lector comprenda que esto es la pena de muerte: es matar a otro ser humano. Y sí, creo que es un tema importante.

– ¿Lo crees, eh? -preguntó Alan, alzando su espesa ceja oscura-.¿Y qué pasa con Amy cómo se llame, la fulana preñada que el viejo Frankie se cargó con un disparo en la garganta? ¿Qué pasa con su humanidad? ¿Eso también forma parte del tema?

– Pues sí.

– Everett se ha pasado el fin de semana trabajando porque alguien disparó a dieciséis personas en dos días, dieciséis, y cuatro de ellas murieron. ¿Qué pasa con ese tema?

– De acuerdo, eso también es un tema.

– Michelle no daba al tema la importancia que merecía, no sé en qué coño pensaba. Bueno, ¿quién va a tener que tratar el tema en esta cuestión de fondo? -Con una sonrisa maliciosa, Alan se inclinó hacia delante. Le encantaba todo esto. Le encantaba. Cogió la bolsa grasienta y la puso sobre la mesa. No podía resistir ni un instante más-.¿Te apetece un trozo de pastel?

– No -respondió Bob-. No.

Alan sacó el pedazo de pastel y le pegó un mordisco.

– Deja que te diga algo -murmuró en pleno bocado-. Los temas son cosas que nosotros inventamos para tener una excusa para contar buenas historias. Un juez le toca los pechos a una fiscal y la cuestión se convierte en el tema de la discriminación sexual. Un niño de nueve años dispara a su hermano con un Uzi, y el tema es la violencia infantil. A la gente le gusta leer artículos sobre sexo y sangre y nosotros inventamos los temas para darles una excusa. Esto es lo que nos convierte en un periódico de calidad en lugar de en un ejemplo de prensa sensacionalista: la hipocresía.

Bob levantó los brazos y dio rienda suelta a su ironía suave. -Bien, creo que debería llamar a Steve -dijo en voz baja-. Lo que acabas de decir describe perfectamente su actitud.

Alan se apoyó de nuevo en su silla, cómodamente, masticando, con el trozo de pastel hecho migajas en la mano. Su cara melancólica, de halcón, se iluminó desde las cejas hasta la barbilla. Un segundo desayuno, una discusión periodística, una oportunidad para dominar a Bob, dejando de lado el hecho de que uno de sus reporteros estuviera a punto de perder la vida, ésta se estaba convirtiendo en una mañana gloriosa.

– Déjame decirte algo sobre Steve Everett -comentó sacudiéndose las migas de la corbata con la mano que le quedaba libre-. ¿Sabes por qué le echaron de Nueva York? ¿Conoces la historia?

Bob admitió que no.

– Desenmascaró al alcalde -dijo Alan-. Durante los escándalos. El alcalde de la jodida ciudad de Nueva York. Steve descubrió un memorándum secreto acerca de comisiones sobre contratos entre el responsable de la política urbanística y un ex presidente del distrito. El presidente estaba dispuesto a respaldarle. No le importaba, va le habían condenado. Steve presentó su artículo en la columna. Y al día siguiente, no había columna. El periódico se la había cargado. Steve se salió de madre y, acto seguido, se encontró delante de los grandes en el piso de arriba. Sorpresa, sorpresa. ¿Qué ocurrió? Resulta que el propietario del periódico estaba liado con el alcalde. Algo relacionado con inmobiliarias o política urbanística, no lo sé exactamente. Steve se cabreó. Les dice que o la columna se publica o él se va. Y así fue cómo el alcalde se retiró con toda la dignidad y la ciudad de St. Louis ha sido agraciada con la augusta presencia de Everett hasta ahora.

Alan se metió el último pedazo de pastel hecho migajas en la boca y se relamió los dedos como un gato grande y satisfecho. Aparte de bailar con su mujer, jugar con las mentes de sus subordinados era uno de los mayores placeres de su vida. Y, cuando se trataba de Bob, todavía más. Supongo que por su carácter serio y formal. Esta historia sobre mí, por ejemplo, la del reportero honesto que se ve obligado a huir por culpa de unos políticos corruptos, son cosas que sólo ocurren en las películas. Lo que se suele llamar la «historia personal» del héroe, lo que sucede antes de que comience la película. El redactor jefe se lo revela al redactor de sucesos locales quince minutos antes de empezar y entonces todos saben que es un buen tipo, a pesar de sus peculiaridades, un tipo en quien se puede confiar.

Desgraciadamente, en mi caso, era pura farsa. Nunca sucedió. Alan se lo inventó porque sabía que mortificaría a Bob pensar así de mí, como un héroe de película. Sabía que le haría sufrir.

Y Bob sufrió. Allí de pie, frente a la mesa, con su cara redonda y rosada ahora pálida. Por inteligente y perspicaz que fuera, le encantaban las películas, y esa imagen heroica mía le dolió, le corroyó, le dejó sin habla. Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones color caqui. A veces, Alan era un verdadero bastardo.

– De acuerdo -observó Bob al cabo de unos momentos, y Alan casi no pudo contenerse al ver cómo se atragantaba al claudicar-. De acuerdo, lo que tú quieras. Intentaré localizar a Everett en su casa.

4

Sin embargo, dio la casualidad de que yo no estaba en casa. Dio la casualidad de que estaba en casa de Bob y, más concretamente, en la cama de Bob. Estaba fumando un cigarrillo y analizando el trasero desnudo de su mujer.

Se llamaba Patricia. Y tenía una trasero encantador. Redondo y rosado. Como la cara de Bob, ahora que caigo. En ese momento, observé un morado largo y oval en su nalga derecha. Supongo que fui yo el responsable cuando le di el manotazo. La verdad es que me arrepiento. Al fin y al cabo no la había pegado en un momento de rabia. Ella me lo pidió. Le gustaba que la pegara y que le tirara de los pelos cuando hacíamos el amor. A decir verdad, a mi no me entusiasmaba demasiado, pero era lo suficientemente excitante y diferente de cuando estaba con mi mujer. Pero ese morado… supongo que me dejé llevar, y ahora me arrepiento.

Se dio la vuelta. Me quitó el aliento. Después de sólo seis semanas con ella, la vista de su cuerpo todavía me hacía ese efecto. Alta y robusta y con la piel rosada, las caderas anchas y los pechos grandes que caían abiertos cuando se apoyaba sobre la espalda. Imperturbable como una estatua, su cara era como la de una esfinge: encajada en su cabello castaño rojizo, cincelada, distante, penetrante y también algo burlona. Patricia era un tipo de mujer absolutamente imperturbable.

Parpadeó medio dormida mirándome desde el otro lado de la cama.