Le dolerá menos si cierra el puño explicó.
Luther se mojó los labios secos cuando vio a Frank apretar la mano debajo de la correa que le sujetaba la muñeca. Venga, hermana, pensó, acaba de una vez. Bendijo en silencio la habilidad de Maura cuando ésta introdujo la aguja en la vena azul bajo la piel de Frank. Cuando la tuvo bien sujeta en el brazo, con la sonda ascendente para llegar a la bolsa de solución salina en el soporte y descendente para pasar por el orificio previsto en la pared de hormigón, Maura se incorporó. A Luther le pareció ver un gesto claro de alivio en su rostro. Se guardó el algodón usado en el bolsillo de la camisa y sacó un rollo de cinta adhesiva del mismo lugar. La cinta emitió un chasquido cuando tiró de ella para cortar dos bandas. Rápidamente, las colocó en el brazo de Frank, formando una X sobre la aguja para sujetarla de forma definitiva. Cuando hubo terminado, subió secamente la sábana hasta el cuello de Frank. Frank giró la cabeza y la miró con aquellos ojos tan brillantes. Tenía el aspecto de cualquier paciente asustado y acostado en una camilla que miraba a la enfermera buscando un signo tranquilizador. Maura apartó la mirada de inmediato frunciendo los labios. A Luther le pareció que se tambaleaba un poco al andar mientras volvía detrás de la pantalla.
Pero el alcaide respiró profundamente. Ya estaba hecho. Todo iba bien. Miró el reloj de la pared. Sólo eran las once y treinta y ocho. Luther casi se echó a reír. Dios, pensó, no hay nada tan lento como esto. Ni tan sólo la espera en una batalla. Nada en su vida era tan lento. Podía sentir la tensión frenética del silencio, la tensión del aire, la tensión de la pequeña sala que parecía crecer segundo a segundo.
Y sentía su propia tensión reaccionando a todo aquello, como si no fuera un ente físico separado sino una especie de densidad en la atmósfera general, un pedazo grueso de la tensión que le envolvía. Y, sin embargo, mentalmente se encontraba bien. Efectuó un chequeo silencioso de sí mismo y comprobó que tenía la mente nítida y despejada. Los nervios no podían sino ayudarle a mejorar en su trabajo. Estaría más alerta, reaccionaría con más rapidez.
Asintió de forma imperceptible. En el silencio profundo, le pareció oír el crujido de los bancos de plástico detrás de las persianas que cubrían el cristal insonorizado mientras los testigos entraban en la sala contigua.
Sí. Eso era lo que sucedería a continuación.
Todo iba viento en popa.
Íbamos deprisa, no sé cuánto, pero deprisa. No podía despistarme ni medio segundo. Tenía los ojos tan pegados a la carretera como el zapato al acelerador. No frené. No me detuve en los semáforos. Avancé en zigzag por el tráfico impetuoso, mientras los neumáticos chirriaban debajo de mis pies, adelantando las luces escarlatas que se apartaban al ver el destello deslumbrante de las luces delanteras. Las bocinas retumbaban y se desvanecían un segundo después. El bulevar quedaba atrás en una efusión borrosa de colores. Y el motor cantaba en una única nota, una música aguda e incesante, explotando sus recursos al límite. El viento era un rugido a través de las ventanas abiertas, pero yo oía ese zumbido estridente por todas partes. Ese sonido y el ruido sordo y elástico de mi propio pulso parecían invadirme por todas partes al mismo tiempo.
En el asiento del acompañante, la señora Russel estaba rígida. Como un acantilado inmenso. Tenía las manos cerradas en un puño a cada lado de su cuerpo y sus ojos eran linternas que emitían señales de alerta desde el otro lado del parabrisas. No se giró para ver el parque, las torres de ladrillo ni cómo los aparcamientos se sucedían unos a otros segundo a segundo. Parecíamos una presencia única -o, al menos, me lo parecía a mí-, su presencia era como la mía, contenido y envoltorio de un vehículo del más allá. Podía sentirla allí, podía sentir su terror -o pensaba que podía-, pero no distinguía su terror del mío. Apenas era consciente de su presencia como persona independiente y separada de mí hasta que, al cruzar a mil por hora el corazón de la ciudad universitaria, rompió el silencio.
– Conozco al chico que le vendió la pistola anunció
– ¿Qué? -grité entre rugidos y zumbidos mientras seguía aferrado al volante.
– Conozco al chico que le vendió la pistola -repitió a gritos-. Está en la cárcel. Tal vez hable con ellos si le rebajan la condena.
Delante de mí, un Volkswagen se detuvo en un semáforo. Los coches atravesaron el cruce y se interpusieron en mi camino. No frené. No aminoré la velocidad. Me zambullí en el reducido espacio que quedaba entre un Jaguar y una camioneta. Oí rechinar los frenos. Una bocina. Y luego los dos desaparecieron mientras el Tempo se alejaba desbocado.
La pistola, pensé, apretando todavía más el acelerador. Sí, con eso bastará. Bastará.
Y en aquel momento, el mundo se tornó rojo, rojo y blanco y lleno de aullidos, una sirena aulló como un lobo salvaje a la luna, ahogando el estruendo del motor, el viento y mi noción del tiempo, ahogándolo todo excepto el aterrorizado aullido de respuesta que salió de lo más profundo de mi ser.
No podía mirar por el retrovisor. No me atrevía a desviar la vista de la carretera. Pero veía las ráfagas de luz por el rabillo del ojo, las veía centellear y girar vertiginosamente en el espejo, por todas las ventanas.
Sabía que la policía iba a por mí.
De repente, Luther se percató de que había llegado la hora. La hora que había temido durante todo el día. Estaba de pie junto a la camilla. Eran las once y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos. Le parecía que hacía una hora que eran las once y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos. El minutero del reloj parecía haberse encallado en el espacio gris que había entre un trazo negro de la esfera del reloj y otro. Peor aún, esa estrecha caja rectangular con paredes blancas de hormigón que le aislaban del mundo exterior parecía haberse soltado de las amarras del planeta. Luther sabía que Arnold McCardle estaba sólo a una habitación de distancia, observando los procedimientos por el falso espejo de la derecha. Sabía que los testigos se estaban reuniendo detrás de las persianas de la ventana, delante de él. Y, sin embargo, tenía la impresión de que ellos y el resto de la unidad médica, el resto de la prisión, el resto de la tierra se había desmoronado, que la cámara de la muerte había despegado y se había lanzado al espacio sideral y flotaba dando tumbos de un extremo a otro, completamente inconexa. Se sintió mareado y vacío mientras la sala navegaba y giraba sobre su eje. Y se sintió solo. Solo, a las once y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos, con el convicto, Frank Beachum.
Vio el rostro de Frank Beachum. Eso era lo que había temido, lo que había soñado. Se enfrentaba al rostro del hombre en la camilla y, pese a todo ese temor, la imagen le cogió desprevenido. No era lo que había esperado. En cierto modo era mucho peor. Había imaginado que vería al hombre tal como lo había visto a lo largo de aquellos seis años, aunque sabía que no podía ser así. Había imaginado que vería al hombre fuerte, triste, los rasgos controlados, los ojos pensativos, los labios delgados, expresivos e inteligentes, el rostro que durante todo ese tiempo le había comunicado el pensamiento prohibido con lenta insistencia. Había imaginado y temido que vería ese rostro, a ese hombre acusándole con su inocencia evidente. Pero ese rostro, ese hombre, había desaparecido por completo.