– Algo de lomo.
Entonces Marcelino se dirigía a la vendedora y, sin perder la compostura, empezaba a gruñir como un cerdo mientras se levantaba con un dedo la punta de la nariz para imitar la forma del hocico. Con la otra mano golpeaba la zona de la que querían la carne. La carnicera, que ya lo conocía, dejaba que Marcelino lo repitiera un par de veces. En alguna ocasión, si los niños ya habían regresado de la escuela, los había hecho venir de la casa, que ocupaba los dos pisos superiores, para que vieran a ese señor español tan gracioso. Los niños lo contemplaban más asombrados que divertidos. El más pequeño de los dos incluso con cierto miedo. Le asustaba ver a ese hombre de tez oscura y cejas pobladas haciendo ruidos extraños y dándose golpes a veces en la espalda, a veces en el abdomen, a veces en los muslos. Y las risas de los adultos le parecían estridentes y chillonas, pero su madre había dicho que mirara, y él miraba, aunque por las noches tuviera miedo de que viniera el hombre español con voz de animal.
Cuando ya tenía bastante, la carnicera entraba en la trastienda y volvía con un pedazo de carne que dejaba caer con un sonido húmedo sobre la superficie de mármol del mostrador. En este punto la labor de Marcelino Soto había terminado. Celsa Tejedor se adelantaba y señalaba con el dedo el grosor de las piezas y después, al principio también con los dedos, más tarde aprendió rápidamente los números, cuántas quería.
Finalizada la compra con éxito, salían de la carnicería. Marcelino, muy digno, estirado como un torero después de cortar una oreja y no como alguien que acababa de balar como una oveja mientras se golpeaba frenético las costillas o de mugir señalando de qué parte tenía que ser el bistec. Ninguno de los compatriotas a los que ayudó de esa manera llegó a sospechar jamás que Marcelino sabía perfectamente cómo pedir estas cosas en alemán.
KLEIN Y SEÑORA
Había anunciado su visita a los Klein, así que encomendó a Fischer y Müller que empezaran a trabajar con las cartas. Mandó a este último a hablar con los peritos y a Fischer lo puso a investigar sobre grupos de extorsionistas. Los tenía de este modo ocupados y separados hasta que regresara. No pensaba dedicar al asunto de la muchacha desaparecida más tiempo del necesario.
Salió pocos minutos después de que Julia Soto abandonara la Jefatura. Sacó el coche del aparcamiento y enfiló la Eschersheimer Landstraße para bajar hacia el sur de la ciudad. El semáforo en rojo la obligó a detenerse en el primer cruce, el de la Miquel Allee. Un coche se detuvo a su izquierda. De reojo vislumbró una mancha verde que le hizo volver la cabeza. Era la chaqueta de Julia Soto. Seguramente ésta percibió que la miraban, porque giró la cabeza en dirección al auto de la comisaria. Necesitó una segundos para reconocerla en la conductora del coche vecino y esa pequeña fracción de tiempo fue suficiente para que Cornelia viera que había desaparecido por completo la máscara de serenidad que les había mostrado hasta entonces, que tenía los ojos arrasados de lágrimas y el gesto descompuesto por un llanto que sólo acallaban las ventanillas cerradas. Julia Soto parpadeó un par de veces hasta que supo quién era la mujer que la estaba mirando y cambió en ese momento la expresión con una sonrisa que los ojos desmentían.
Un bocinazo impaciente las obligó a separar las miradas. Aunque en realidad ambas debían seguir el mismo camino, Julia Soto se desvió a la izquierda tomando la Adickes Allee. Cornelia siguió recto convencida de que ese giro únicamente pretendía evitar otro encuentro. Se preguntó si Julia Soto era consciente de que ese cambio de ruta la conduciría con gran seguridad al Alte Brücke, el puente donde había sido encontrado el cadáver de su padre.
El resto del trayecto le pareció vislumbrar varias veces un Golf blanco conducido por una mujer con chaqueta verde, pero no pudo acercarse lo suficiente a ese coche huidizo. Quizá ni siquiera fuera el de Julia Soto.
El matrimonio Klein no vivía muy lejos de la zona donde tenían su casa los Soto, pero todo en esa villa mostraba la diferencia de clase del dinero viejo. No era sólo el jardín, que hablaba del trabajo de más de un jardinero para conseguir una fusión entre minimalismo japonés y exuberancia inglesa. Era la casa de tres pisos a la que se accedía por una ancha pasarela de madera que salvaba el lago artificial que rodeaba la construcción. Era la señora Klein, que le abrió la puerta personalmente, como si no hubiera habido en la casa otras personas a las que pagaban por hacerlo. Era la decoración aparentemente simple, donde cada objeto, sin embargo, ocupaba el lugar exacto.
Caroline Klein tenía unos cuarenta y cinco años y un aspecto pulcro. Desde el pañuelito anudado al cuello hasta sus zapatos, todo en ella era un conjunto de tonos discretos, acordados con el castaño claro del pelo. Al pasar a su lado, Cornelia percibió un suave olor del que simplemente se podía decir que era limpio, como algunos jabones antiguos que recordaba de su niñez.
– Por fin ha llegado.
Hablaba en un tono infantil que no encajaba con las arrugas que rodeaban sus ojos y las comisuras de sus labios
La condujo a un amplio salón que daba a la parte posterior del jardín. Allí esperaba su marido, Edmund Klein, miembro de una vieja familia de banqueros. Klein tendría la misma edad que su mujer, pero carecía de su finura de rasgos. Sus facciones eran más bien las de un campesino. La nariz burda, los ojos pequeños, algo hundidos y la cara que parecía hecha de pegotones de arcilla rojiza unidos entre sí de manera algo torpe. Pero tenía una mirada brillante, inteligente, capaz de borrar de la vista la tosquedad del conjunto. La recibió en traje y corbata.
– Después tengo que marcharme. Me esperan en una reunión y esta tarde tengo que estar en Berlín. Pero no quiero dejar a mi esposa sola con estas diligencias que suponen una perturbación para todos.
En la última frase Cornelia creyó percibir un dejo de malhumor dirigido a su mujer, pero ella no pareció haberlo notado o, en el caso contrario, lo disimuló con maestría. Sin abandonar la entonación aniñada, se dirigió hacia Cornelia, le ofreció un café, que ella aceptó gustosa. Ya que no esperaba gran cosa de esa conversación, confiaba en que los Klein tuvieran una buena cafetera, una de esas máquinas que sólo se encuentran en los bares y en las casas de aquellos que ya no saben qué comprarse.
Edmund Klein esperó que su mujer hubiera abandonado el salón.
– Comisaria, sé por Matthias Ockenfeld, su jefe, que está usted bien informada sobre las peculiaridades de este asunto y que puedo contar con su discreción. También me ha asegurado que se nos dispensará una especial consideración y que bajo ningún concepto las conversaciones con usted o sus colaboradores serán por contenido o forma interrogatorios.
– Sí, claro.
Concedió sin problemas. En realidad el asunto le parecía una nimiedad, pero ya que había sido la moneda de cambio para salvar a Reiner, fingió prestar su atención incondicional al banquero.
– Mire, seré sincero, creo que mi mujer exagera la gravedad de este asunto. Por desgracia, a veces emprende acciones alocadamente sin consultármelas.
La mirada de Klein iba de Cornelia a la puerta del salón, que espiaba por si su mujer aparecía trayendo los cafés.
– Por eso me enojó muchísimo que pusiera una denuncia por desaparición cuando la señorita Valero faltó varios días seguidos. En realidad, no creo que haya para tanto y me temo que mi esposa ha creado una alarma innecesaria.
Klein se inclinó hacia adelante en el sillón para acercarse más a ella. Bajó la voz.
– Fui yo quien contactó con el señor Ockenfeld. Cuando mi mujer me contó que había ido a la policía para averiguar el paradero de la muchacha, me inquieté.
– ¿Por qué motivo? ¿No le parece correcto lo que hizo su esposa? Si una empleada de su casa desaparece, es natural que se preocupe.