– Ése es el problema, comisaria, que la señorita Valero no era una empleada de la casa. Por lo menos no en el sentido en que lo son las otras personas que trabajan para nosotros.
– ¿Cuántas son?
– Una cocinera, Petra, un chófer, Andrej, y una señora que se hace cargo de la casa, Iwona.
– ¿Y Esmeralda Valero qué hacía?
Klein contestó con impaciencia a su pregunta. Por lo visto quería decirle otras cosas antes de qué volviera su mujer.
– Ayudaba a Iwona. De qué modo la señorita Esmeralda Valero llegó a trabajar en nuestra casa hay que atribuirlo a un cúmulo de pequeños errores y malentendidos que tuvieron como consecuencia que estuviera empleada de forma, digamos, ilegal a nuestro servicio.
Lo dijo con tal monotonía que parecía que lo hubiera aprendido de memoria. La vaguedad de estas palabras irritó a Cornelia.
– ¿Cuánto tiempo trabajó la señora Valero para ustedes?
– Llevaba casi dos meses cuando desapareció.
– ¿Cómo llegaron a entrar en contacto con ella?
– Por medio de unos conocidos para los que también trabajaba dos días a la semana.
– ¿Podría decirnos de quiénes se trata?
– Preferiría no hacerlo.
Hablaba en el tono de quien se sabe en posición de negociar.
– Por esta vez lo dejaremos así, pero si no conseguimos avanzar en la investigación le tendré que pedir que nos dé esta información.
– Está bien -aceptó de mala gana.
– ¿Se ha puesto en contacto con estos conocidos para saber si Esmeralda Valero también ha dejado de trabajar para ellos?
– Por supuesto. Y así ha sido. No saben nada de ella.
La puerta del salón se abrió y la señora Klein entró con una bandeja con tazas y una gran cafetera plateada. Su marido se levantó.
– Caroline, ¿cómo lo cargas tú sola? ¿No te puede ayudar Iwona?
Se acercó a ella, pero no hizo ademán de tomarle la bandeja. Quizá sólo quería cambiar de tema. La señora Klein ignoró las palabras de su marido, depositó la bandeja en una mesita baja. Cornelia se dirigió al banquero.
– ¿Podría hablar con otras personas de su servicio?
La miró algo sorprendido, como si no pudiera entender qué podrían decirle otros que él no le hubiera contado ya. Caroline Klein, que no percibió la reacción de su marido, tomó la iniciativa.
– Con quien Esmeralda tenía más trato era con Iwona. Si quiere, la llamo.
– Se lo agradecería.
La señora Klein abandonó de nuevo la estancia. Su marido recuperó el tono confidencial anterior.
– Como le decía, comisaria, mi mujer ha reaccionado exageradamente en este caso y, sin darse cuenta, me ha puesto en un aprieto porque ha hecho intervenir a la policía para que busque a una trabajadora ilegal. ¿Entiende a dónde quiero ir?
Cornelia entendía a la perfección que el prestigio de un banquero podría verse perjudicado si se sabía que empleaba a gente sin papeles. Pero por lo que respectaba a ese asunto concreto, una empleada del hogar, no era sino un leve rasguño en la perfecta superficie de la banca Klein & Schumann. Hurgó un poco más.
– Todo el mundo ha recurrido alguna vez a servicios en negro. Y llamando a la policía se han puesto ustedes mismos en el punto de mira.
Al escuchar estas palabras el banquero hizo un gesto que daba a entender que por fin la comisaria había comprendido su problema.
– ¿Por qué no usó sus buenas conexiones con Ockenfeld, disculpe que lo formule así, para que no se cursara la denuncia? ¿Les ha robado algo?
El banquero sólo tuvo tiempo de responder con una negativa corta.
La señora Klein entró de nuevo acompañada de una mujer de unos treinta años, de complexión robusta, embutida en una bata de color azul cobalto con cuello y puños blancos. El servicio en casa de los Klein llevaba uniforme. Debajo del pelo rubio ceniza recogido en un moño, los ojos de la que tenía que ser Iwona los miraban algo inquietos sin saber en quién posarse. Cornelia se levantó, le tendió la mano y la invitó a sentarse con ellos.
– Es que tengo mucho que hacer en la cocina -replicó Iwona.
– Será sólo un momento, ¿verdad, comisaria?
El tono de Caroline Klein era inocente e imperativo a la vez. Iwona se sentó en el lugar que había ocupado Cornelia. Los dos sillones eran tabú, eran de los señores de la casa.
Cornelia se sentó a su lado y se dirigió a la mujer:
– Iwona, soy la comisaria Cornelia Weber y desearía hablar un momento con usted sobre Esmeralda Valero. Tengo entendido que se llevaban bien.
La mujer miró primero a Caroline Klein, que se había acomodado en un sillón, esforzándose por mostrar una pose relajada. Edmund Klein, en cambio, seguía de pie observando todo el conjunto. Finalmente, Iwona asintió.
– Usted ya sabe que Esmeralda falta desde hace unos días y que los señores Klein han denunciado su desaparición…
Iwona vaciló de nuevo. Antes de dar una respuesta miró a la señora Klein. No quedaba claro si pedía permiso o buscaba apoyo.
– No me mire a mí, Iwona, seguro que no hay nada que ocultar.
La reserva de la criada más bien contradecía sus palabras, pero Cornelia dudaba de que Caroline Klein lo notara. La mujer se limitó a asentir con la cabeza.
– ¿No le contó que tuviera planes de dejar la casa, de buscarse otro trabajo?
– No dijo nunca nada, pero las dos últimas semanas la noté rara.
– ¿En qué sentido?
– No sé. Estaba más callada. Se la veía cansada, sin ganas. Cuando no apareció, pensé que se habría puesto enferma.
– ¿Sabía usted que Esmeralda trabajaba sin papeles?
El efecto de esta pregunta fue devastador. Las lágrimas asomaron al instante en los ojos de Iwona, que con un hilo de voz sólo consiguió balbucear:
– Yo estoy legal. Con papeles, todo legal, con papeles. Mi marido también.
Ante la pasividad de los Klein, Cornelia sacó un paquete de pañuelos de papel de su chaqueta y se lo tendió. Iwona tomó uno y lo sostuvo agarrándolo con las dos manos, como si fuera su único punto de apoyo. Respiró un par de veces entrecortadamente.
– Tranquilícese, Iwona. Nadie lo pone en duda. Lo que en realidad me interesa es si tiene alguna información sobre Esmeralda Valero. Nada más.
Todos guardaban silencio esperando que se repusiera. Aferrada al pañuelo de papel, les contó que no sabía nada de ella desde su desaparición de hacía tres días, que era una muchacha muy reservada pero muy agradable, y aunque apenas hablaba alemán, de algún modo se entendían.
– ¿Y de qué hablaban?
– De nuestros hijos. Ella tiene dos niños y yo un niño y una niña. Nos enseñábamos fotos. También de los maridos. El mío es más guapo. Es rubio.
Por primera vez sonrió.
Caroline Klein, que había seguido la conversación expectante, se llevó las manos a las mejillas y exclamó.
– ¡Ay! Pobre muchacha. Sola, sin hablar el idioma y quizás enferma…
El tono cándido de la señora Klein empezaba a producir a Cornelia un hastío aún mayor que la arrogancia de su marido. Tuvo que hacer un esfuerzo para no recordarle el seguro de enfermedad que no le habían pagado a Esmeralda y decirle dónde podía meterse su conmiseración tardía. Recordar a Ockenfeld la ayudó a controlarse.
Caroline Klein había bajado la mirada componiendo un gesto compungido que deshizo de súbito. Algo acababa de cruzarle por la cabeza.
– Casi lo olvidaba, usted quería una foto de Esmeralda Valero. Edmund, ¿no sacamos fotos del servicio en la fiestecita del cumpleaños de Iwona? ¿Dónde estarán?
El cuerpo de Klein se tensó como si hubiera recibido una descarga eléctrica, sus ojos se abrieron desmesuradamente en dirección a su mujer. Necesitó unos instantes para controlarse, pero no fue lo bastante rápido como para que Cornelia no lo viera. Klein se levantó de un salto.
– Ya las busco yo. Creo que sé dónde las dejé.
Abrió un cajón en una cómoda que quedaba a espaldas de la comisaria. Cornelia escuchó cómo revolvía entre un montón de papeles.