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REGINO MARTÍNEZ

Al principio Regino Martínez pensaba quedarse sólo dos o tres años en Alemania. Ese régimen esperpéntico no podía durar mucho más. Si no caía por sí solo, lo haría caer el pueblo o la presión de la comunidad internacional. Pero el pueblo se aguantó y se compró el 600; la comunidad internacional se dedicó a enviar turistas. Aunque le hubiera gustado pensar que las horas pasadas en reuniones en la ACHA y otros grupos clandestinos podrían haber contribuido a debilitar el régimen franquista, no le quedaba más remedio que reconocer que éste se había muerto de viejo. En 1975 Martínez tenía treinta y cinco años, un buen puesto en la Opel y nada que hacer en España.

Su padre había muerto ocho años después de la guerra consumido por las penurias de tres años de cárcel. Su madre se había ido convirtiendo en una anciana que, al principio, en cartas que dictaba a su hermano menor y después, cuando les pusieron teléfono, en conferencias cada quince días, le contaba cosas de gente que se había borrado de su memoria. En invierno o en verano le preguntaba indefectiblemente si había nieve en Alemania. Su madre nunca se había alejado mucho de Posadas, en Córdoba, donde había nacido él. También cada vez que hablaba con él le aconsejaba que comiera bien y le recordaba lo mucho que siempre le habían gustado las migas y las sopaipas de postre.

Había abandonado España justo a tiempo de evitar ser detenido por sus actividades políticas. Tras la muerte de Franco, pudo volver al pueblo. Quizá podría haberlo hecho antes, pero no lo intentó. La familia, su madre y sus otros tres hermanos lo recibieron con una mezcla de alborozo y curiosidad. Admiraron sus regalos y los festejaron uno a uno, pero Regino se dio cuenta de que, lejos de ser un puente, parecían una barrera entre ellos. Alrededor de la mesa, su madre, sus dos hermanas y Paco, el pequeño al que el padre no llegó a ver nacer y que tenía ya veintiséis años, lo miraban desde detrás de los regalos, con los mismos ojos y la misma sonrisa acogedora y distante. Él era uno de ellos, pero no lo era. Ellos habían crecido juntos, día a día. Él estaba fuera. Era un forastero con rostro familiar; se había convertido en un cuerpo extraño a ese organismo hecho de rutinas que no eran las suyas.

De todas sus visitas al pueblo sólo una tenía un lugar especial en su memoria. Regino guardaba un parecido extraordinario con Francisco Rabal, a quien no sólo idolatraba como actor, sino con quien compartía la filiación política, cosa que lo llenaba de orgullo. Una vez, en un verano a finales de la década de 1970, cuando estaba en Posadas, se enteró por un periódico regional de que se convocaba un concurso de dobles de famosos en la capital. Un peluquero del pueblo se encargó de cortarle el pelo como lo llevaba Rabal en Nazarín y un poco de práctica más cierto talento natural por parte de Regino Martínez se encargaron de la voz. Ganó el concurso y pasó a la final en Madrid. Allí no ganó, pero salió en la tele y recibió una carta del propio Francisco Rabal felicitándolo. La conservaba, junto con los recortes de la prensa, como uno de sus mayores tesoros. Había pensado en colgarla en la ACHA, pero al final decidió guardarla en un álbum con las fotos de su familia en España y las de su familia en Alemania: su mujer, Carmela y las dos niñas.

Mientras su madre vivió, cada año pasó quince días en Posadas. Tras su muerte empezó a encontrar excusas para no volver. Como sus hermanos tampoco insistieron mucho ni pusieron demasiado empeño en visitarlo alguna vez en Alemania, todo el contacto se limitó a las llamadas de rigor para los cumpleaños y las Navidades y a alguna llamada breve cuando sus hermanos se sentía obligados, porque su madre siempre lo había hecho así, a comunicarle que el tío Rafael o la señora Antonia se había muerto, sin que Regino tuviera nunca el valor de decirles que esos nombres caían en un vacío sin recuerdos. No, en cambio, la súbita muerte de Rabal en 2002. Por él llevó luto.

OBSESIÓN

– Hola niña.

Su padre le plantó dos sonoros besos en las mejillas y le dio como siempre un golpecito en el mentón. Se volvió hacia el lugar donde había dejado a su mujer y comprobó que no los estuviera mirando. Le señaló a Cornelia un mausoleo que quedaba a pocos pasos.

– Vamos a ese lado para que podamos hablar más tranquilos.

Se dirigieron en silencio a la parte posterior del mausoleo. Su padre se había encogido con los años. Cornelia ya no tenía que levantar la cabeza para mirarle a la cara. Caminaba además con cierta dificultad, concentrado en cada paso, temeroso de resbalar.

– ¿Pasa algo, papá?

– Tu madre me tiene muy preocupado.

– ¿Está enferma?

– No, aunque a veces lo parezca. Es este asunto del pobre Marcelino. No se le va de la cabeza. Es como una obsesión. No tiene otro tema. Se pasa el día en especulaciones, haciéndose preguntas. Habla sola y siempre tiene que ver con la muerte de Marcelino, que por qué, que qué será de Magdalena, preguntas y preguntas. El otro día entré en casa y oí que hablaba; pensé que tendría visita, y cuando entré en la cocina, estaba sola fregando los platos y hablando de la muerte de Marcelino.

– Hay gente que sufre un shock muy fuerte cuando se produce un asesinato en su entorno, y las reacciones son muy variadas.

Intentó sonar convincente, pero las palabras de su padre la habían intranquilizado.

– Si sólo fuera eso, pensaría lo mismo que tú, pero es que además está arrastrando a otras personas en esa idea fija. Se junta con sus amigas españolas y no paran de hablar del tema y, te lo cuento porque te incumbe, aunque no creo que a tu madre le haga gracia que lo sepas, ella les asegura que en pocos días has resuelto la cuestión.

– ¿Eso dice?

– El otro día estuvo una hora con una amiga y lo repitió tantas veces que hasta me dio apuro y le llamé la atención, y ya sabes que yo en las cosas de tu madre no suelo meterme… Bueno, mejor me voy, que seguro que ya andará buscándome. Desde la muerte de Marcelino se pone nerviosa si no sabe por dónde paro. ¡Quién lo iba a decir que a nuestra edad me cogería de nuevo tanto apego! No le digas que hemos hablado, que ya sabes que es muy desconfiada y muy lista, y se calará que te he contado lo de su obsesión. Y tú, cuídate, que te veo desmejorada.

Le dio otro golpecito en el mentón y se fue. Cornelia esperó un momento y buscó a Fischer. Lo encontró hablando con el cura. En realidad, escuchando al cura, que mientras fumaba un cigarrillo tras otro le iba mostrando algunos rincones del cementerio. Se acercó a ellos. Fischer pareció alegrarse sobremanera de verla y se apresuró a presentarla.

– Ésta es la colega que lleva el caso, la Hauptkommissann Weber.

– Weber Tejedor, si no me equivoco, la hija de Celsa y Horst.

¿Es que todo Francfort o por lo menos toda la comunidad española de Francfort tenía que saber de quién era hija? Recordó las palabras de su padre y suspiró con resignación. El cura le tendió la mano. Por suerte, porque no sabía qué tipo de saludo esperaba de ella, aunque estaba segura de que no tenía que besarle ningún anillo.

– Recaredo Pueyo.

Recaredo Pueyo le recordó a Robert de Niro. Tenía incluso la misma voz. Por lo menos la voz del actor que doblaba a Robert de Niro al alemán; una voz grave, ronca, algo ahumada. Intercambió con ella sólo unas palabras, las suficientes para que apreciara que hablaba un alemán exquisito a pesar de su marcado acento. Los dejó después de apagar un último pitillo.

– Tengo que ocuparme de la familia, los pésames ya están terminando. Pero si necesitan cualquier cosa, estoy a su disposición. Parroquia del Sagrado Corazón.

En cuanto la distancia fue lo suficientemente segura, Cornelia se dirigió a Fischer:

– ¿No te recuerda a Robert de Niro?.

Él respondió huraño:

– ¿De qué sirve que se parezca a Robert de Niro si no se comporta como él?