– ¿Cómo se comporta Robert de Niro?
Fischer no escuchó su pregunta. O no quiso escucharla.
– Ahí está mi madre. Voy a acercarme un momento a saludarla.
El subcomisario buscó con curiosidad en la dirección que ella había señalado. Celsa Tejedor estaba ahora hablando con el cura.
– ¿Vienes o me esperas aquí?
Él vacilaba entre la curiosidad de ver a la madre de Cornelia y el rechazo que por lo visto le producía el cura.
– ¿Vienes o no?
– Es que ese tipo me puede.
– ¿Quién?
– El Robert de Niro ése. Ya lo has oído hablar, como un locutor de la tele. Usa verbos que yo en mi vida he utilizado. Como Thomas Mann.
– ¿Has leído a Thomas Mann?
– No te pases. Ya sabes lo que quiero decir.
– Que sí, hombre. Pero ¿vienes?
Fischer la siguió un poco a regañadientes, como los niños díscolos que van siempre unos pasos detrás de sus madres. Sólo le hubiera faltado llevar las manos en los bolsillos y patear una piedra o, mejor, una lata.
Su madre la recibió con muestras visibles de alegría, la tomó por la cintura y miró a su alrededor con mal disimulado orgullo, como diciendo a quien pudiera verlas: «Ésta es mi hija, la comisaria». Cornelia se dirigió a ella en alemán.
– Éste es mi colega, el subcomisario Fischer.
Celsa Tejedor le dirigió una mirada que a Cornelia le pareció en exceso evaluadora. Él le tendió la mano. Celsa frenó a tiempo el movimiento de aproximación para saludarlo con dos besos. Se sonreían sin saber qué decir. Horst Weber los observaba a cierta distancia mientras hablaba con tres hombres que parecían haberse comprado el mismo traje negro en las tallas pequeña, mediana y grande. Cornelia imaginó que Fischer estaba buscando en su madre los rasgos que ambas compartían, mientras que su madre intentaba imaginarse a su hija, que le había salido más bien pequeña, dando órdenes a ese hombretón. No dio tiempo a que ninguno de los dos pudiera mentir un «he oído hablar mucho de usted».
– Mamá, ¿qué pasó antes?
Celsa Tejedor la miró algo desconcertada.
– ¿A qué te refieres?
– Ya lo sabes, a la discusión de antes.
– Historias viejas. En los entierros pasan estas cosas. Vuelven viejos recuerdos, viejas rencillas y la gente pierde los nervios.
¿Habían estudiado su madre y Regino Martínez el mismo guión? ¿O era que compartían el mismo estilo echando balones fuera? Pero en ese momento no podía seguir preguntando a su madre. No, delante de Fischer. No, en un entierro. No, a su madre. Ya encontraría otro momento.
– Si es así…
– ¿Vienes el domingo a comer a casa?
Ya había encontrado el momento.
– Bueno.
– A la una. Sé puntual. Ya sabes que tu padre se pone nervioso.
No sólo se ponía nervioso, sino que como mucho cinco minutos después de la hora empezaba a comer, hubiera llegado o no. Más de una vez había aparecido con algo de retraso y se lo había encontrado delante del segundo plato, enfurruñado, pero comiendo.
Celsa Tejedor se dirigió a Fischer.
– Si usted quiere venir, está por supuesto invitado.
A Cornelia casi se le paró el corazón. Esa costumbre española de invitar por cortesía presuponiendo el no era una fuente constante de conflictos en Alemania, donde las invitaciones suelen ir en serio. Pero su preocupación se demostró injustificada. En casa de Fischer había una señora Fischer.
– Muchas gracias, pero mi mujer y yo ya tenemos planes.
– Lástima. Otra vez será.
– Eso. Otra vez será -atajó Cornelia antes de que se les fuera a ocurrir concertar una cita-. Nosotros aún tenemos mucho que hacer. Hasta mañana.
Se despidió de su padre con un gesto y arrastró a Fischer hacia la salida del cementerio. En la entrada principal vieron al cura, a Recaredo Pueyo, fumando. Al verlos, apagó el cigarrillo y les hizo una señal para que se acercaran a él.
– Discúlpenme, los estaba esperando. ¿Tienen un minuto?
Asintieron. Se hicieron a un lado para hablar fuera de la vista de los que todavía iban abandonando el cementerio.
– Antes no pude hablar con ustedes porque tenía que ocuparme de la familia, pero hay un par de cosas que quería comentarles. No sé si tienen importancia, pero desde que me enteré de la muerte de Marcelino no paro de darle vueltas a la última ocasión en que lo vi.
– ¿Cuándo fue?
– La semana antes de su muerte. Desde hacía varios meses Marcelino venía cada viernes a confesarse. Pero, si he de decirles la verdad, siempre me dejaba con la sensación de que quedaban cosas por contar, de que había algunos puntos oscuros que no me dejó más que vislumbrar. El viernes antes de que muriera vino a verme. Lo vi en la nave de la iglesia, sentado en uno de los bancos, donde permaneció durante casi una hora, ensimismado. Después, cuando salí para dirigirme a uno de los confesionarios, me di cuenta de que estaba de rodillas delante de una capilla, la de san Dimas, y de que había encendido todas las velas.
– ¿Qué quiere decir que había encendido todas las velas?
– De entrada, que había depositado una sustanciosa ofrenda, porque los fieles suelen depositar un óbolo en una cajita y después encienden una de las velas. Pero Marcelino había encendido todas las velas, más de doscientas.
Fischer soltó un silbido de admiración.
– ¿Cómo interpreta usted ese acto?
– No sé qué pensar. En realidad, ese hombre era para mí un misterio, a pesar de que se podría creer que gracias a la confesión uno llega a saber lo más oculto de las personas. Nunca llegué a entender qué había pasado con él, qué lo había empujado de una manera súbita a volver a la Iglesia después de tantísimos años.
– De esta transformación nos habló también su hija Julia.
– Más que una transformación, fue una conversión, pero siempre quedó algo oculto. Y el último día en que lo vi, creí que por fin me iba a mostrar qué lo atormentaba desde hacía meses. Cuando encendió todas las velas votivas a la estatua de san Dimas y después se acercó al confesionario, pensé que había llegado ese momento, pero al final algo lo frenó. -Recaredo Pueyo movió la cabeza de un lado a otro con tristeza-. Si hubiera imaginado que era la última vez que lo veía, habría insistido, habría preguntado más.
– Eso no podía saberlo nadie -intentó consolarlo Cornelia.
– Tiene usted toda la razón, comisaria, pero me persigue la idea de que Marcelino murió sin poder liberarse de esa sombra que lo torturaba. Espero haberlo hecho mejor ahora dándoles esta información. No sé si lo que les he contado es útil, pero creo que era mi deber hacérselo saber.
– Se lo agradezco. Supongo que algunas de las cosas que él le dijo quedan bajo el secreto de confesión.
– Así es. Pero también mantuvimos muchas conversaciones fuera del confesionario. De eso sí les puedo hablar.
– ¿Sobre que cosas conversaban?
– Él hablaba de su familia, de su vida en Alemania, de su pueblo natal. Al contrario que muchos emigrantes, no lo tenía idealizado. Más bien lo odiaba. Pero no me contó por qué.
– ¿Le dijo algo respecto a unos anónimos que había recibido?
– No, nada.
– ¿Tampoco mencionó que se sintiera amenazado? Dijo usted antes que algo lo oprimía.
– Pero no era una amenaza exterior. Era algo suyo, algo que venía de él.
– Sólo una última pregunta. Perdone mi ignorancia, ese santo, san Dimas, ¿tiene algún significado especial?
– Es el patrón de los ladrones.
Cornelia lo miró esperando una explicación más detallada. El cura pareció dudar unos segundos, pero finalmente se despidió de ellos.
– Ahora tengo que volver a la parroquia. Si me necesitan me encuentran casi siempre allí.
Se alejó hacia la fila de coches aparcados en batería en la acera de enfrente del cementerio. Había encendido un cigarrillo. Una leve columna de humo parecía salirle de la cabeza. Cornelia y Fischer seguían con curiosidad sus pasos. ¿Qué coche tiene un cura? Un Golf. Rojo. Cornelia se sorprendió, pero en realidad cualquier coche la habría sorprendido porque no tenía ni la más mínima idea de qué había esperado que condujera un cura. Vieron pasar el Golf rojo por delante de la entrada del cementerio. Recaredo Pueyo se despidió con la mano.