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Cornelia se sorprendió de la cantidad de documentos, pero eran de años conflictivos, politizados, en los que los emigrantes también empezaron a reclamar sus derechos. Informes de finales de la década de 1960 y principios de la de 1970. El nombre de Martínez aparecía relacionado con manifestaciones políticas. Algunas fotos tomadas durante estos actos mostraban a un Regino Martínez muy joven con una abundante cabellera y largas patillas. En una de las fotos los pantalones se acampanaban a partir de la rodilla mientras que el cuerpo enjuto y fibroso estaba constreñido por un jersey oscuro de cuello alto muy estrecho. Detrás de él, otras personas portaban pancartas del sindicato del metal. Müller había encontrado también fotos de Marcelino Soto. En una de ellas se lo veía en una sentada delante de la fábrica en la que había trabajado. Llevaba puesto el mono de trabajo y una gorra le cubría una espesa cabellera crespa. Se reconocían, a pesar de los años y el sobrepeso, los mismos rasgos que había visto en las fotos que les había proporcionado la familia. Eran también los mismos rasgos que había visto deformados por la muerte y el agua. Miraba a la cámara de frente, desafiante. Sabía, pues, que la policía los estaba fotografiando, pero no mostraba miedo, no se ocultaba, sino que presentaba al fotógrafo una media sonrisa burlona.

Pasaron el resto del día analizando los papeles, anotando nombres y actividades. Müller era concienzudo y parecía no cansarse nunca. Cornelia decidió hacia las seis que ya tenían bastante. La información empezaba a ser repetitiva. Estaba más que claro que tanto Soto como Martínez habían sido dos personas muy activas políticamente y que esto había llevado a la policía alemana a controlar sus movimientos durante cierto tiempo. Ambos estaban vinculados a asociaciones sindicalistas de izquierdas y ambos habían llevado una intensa labor cultural en la ACHA.

La próxima semana hablaría con Martínez otra vez.

Tras todo un día de trabajo, Cornelia y Müller se despidieron en el aparcamiento. Cada uno buscó su auto. No se atrevió a preguntarle a Müller si le apetecía que comieran algo juntos. Quizá también alguien lo esperaba en casa. Además, la voz del vagabundo sonaba de nuevo en la cabeza. Congratulations.

COMIDA FAMILIAR

El domingo se presentó a las doce en la casa de sus padres. Tocó el timbre aunque tenía llaves. Ya no era su casa y estaba de visita. Abrió su madre. Llevaba puesto un delantal de lino de un color azul indefinido, el delantal de toda la vida.

– Tu padre viene enseguida, ha ido a dar un paseo con la perra.

Un intenso olor a comida llenaba la estancia. ¡Calamares en chanfaina! Sin decir nada, ambas se dirigieron a la cocina. Cornelia calculó que su padre volvería en media hora.

– Mamá, no quiero ponerme pesada, pero me gustaría que me contaras qué pasó ayer en el entierro de Marcelino Soto.

Celsa Tejedor removió la cazuela con el guiso y contestó distraídamente.

– Nada particular. No veo por qué le das tanta importancia a eso. Algunos perdieron los nervios.

– Tú también. No te había visto tan furiosa desde que Manuel dijo que colgaba el bachillerato.

Celsa Tejedor fingió concentrar toda la atención en el guiso que borboteaba feliz también sin su ayuda. Cornelia esperó. En algún momento levantaría la vista y tendría que decir algo. Después de que su madre mantuviera los ojos fijos hipnóticamente en una pata de calamar durante unos segundos más, se volvió hacia ella.

– ¿No me estarás interrogando, hija? Son historias de los viejos tiempos. Recuerdos. Cosas sin importancia.

¿Desde cuándo eran cosas sin importancia los recuerdos de su madre? Los viejos tiempos, las hazañas cotidianas de los primeros años en Alemania eran el sustrato de la mitología familiar. Eso y el pueblo que Celsa Tejedor había abandonado hacía tantos años. Un pueblo que también se había convertido en una leyenda, de un país remoto que ya no existía.

Era tan diferente el caso de su padre. Tampoco era de la región de Francfort. Había venido del este con su familia después de la guerra y se habían establecido primero en Bochum, en la cuenca del Ruhr, y después en Offenbach. Horst Weber, al contrario que Celsa Tejedor, no tenía un lugar de origen sobre el cual fabular. La vida de los Weber a partir de 1945 empezaba en Bochum.

– No es un interrogatorio, para eso te habría hecho ir a la Jefatura -dijo procurando que quedara claro que era una broma-. Pero podrías ayudarme un poquito.

Con un borboteo pastoso el calamar reclamó de nuevo la atención de Celsa y por un momento pareció que ésta dudaba sobre a quién concedérsela, a su hija, que la miraba con los brazos cruzados sobre el pecho apoyada en el refrigerador, o a la patita de calamar que desaparecía dramáticamente en la salsa como en un río de lava. Celsa Tejedor la hundió con una cuchara de madera.

– ¿Qué quieres saber?

– Háblame de Regino Martínez.

Aunque intentó disimularlo, su madre dio un respingo. Removió una vez más la cazuela.

– Regino es muy buena persona aunque sea un descreído y de los rojos. Era uno de los mejores amigos de Marcelino. Se conocían desde que llegaron a Alemania. Eran unos gamberros de mucho cuidado, le tomaban el pelo a todo el mundo. Además, Regino de joven era muy buen mozo y bailaba muy bien. Daba gusto verlo. Regino y Marcelino.

Celsa Tejedor suspiró con melancolía y Cornelia aprovechó la ocasión para interrumpir la dirección evocadora que estaba tomando.

– ¿Y ese par de gamberros fundaron la ACHA?

– Es que tenían muchas ideas y querían hacerlo todo a su aire.

– ¿Fuiste alguna vez a sus actos?

– Si no eran políticos, sí. Porque también hacían cosas muy bonitas, recitales de poesía y eso. Pero cuando venían con cosas de protestas, a mí me daba hasta miedo. Qué sabía una si eso era legal o no y si después vendrían los alemanes y nos echarían fuera a todos. Aunque una vez sí que fui a una manifestación.

– ¿De verdad?

Cornelia no pudo contener su asombro.

– Sí, aquí donde me ves… Era por las malas condiciones de las viviendas de muchos emigrantes, que tenían que vivir en barracones. Salimos todos a la calle, también los de la Asociación de Padres de Familia Católicos. A mí me dieron una pancarta en alemán y, ¡hala!, a la calle. Pasé muchísimo miedo.

– ¿Por qué? Era tu derecho.

– Eso, hija, yo entonces no lo sabía. Además, alguien había dicho que había agentes de la policía secreta de Franco que sacaban fotos y anotaban los nombres de los que iban a las manifestaciones y después no te dejaban entrar en España. Yo, por si acaso, me colgué una cadenita con un crucifijo de plata que tengo de tu abuela y lo puse bien a la vista para que no pudieran tomarme por comunista. Me quedé también más bien atrás y no grité ninguna consigna. Yo fui a hacer bulto por solidaridad, porque había pasado varios meses en una de esas barracas y sabía lo que era eso. En cambio, Regino y Marcelino iban en la primera línea y hacían que los participantes gritaran cosas en alemán y en español. Al día siguiente salieron en los periódicos alemanes.

– Regino tiene mucho predicamento entre los españoles, ¿no?

– Hija, hablas de los españoles como si fueran bichos raros.

– No te me salgas por la tangente.

Celsa Tejedor se acordó de pronto de su guiso. Volvió a removerlo mientras buscaba palabras.

– Regino es una persona muy respetada, que ha hecho mucho por nosotros, los emigrantes.

– ¿Y por qué os peleasteis ayer en el entierro?

– No me pareció correcto que los de la ACHA estuvieran allí. Marcelino sufrió mucho por su culpa. Magdalena también.

– Pero tú misma has dicho que Regino ha hecho mucho por los emigrantes. No podéis juzgarlo por cosas que no os atañen.

Celsa Tejedor se volvió hacia su hija como si un rayo le hubiera cruzado por la mente. Con voz cortante y la cuchara de madera en alto, le dijo: