– ¿Y tú? ¿Quién te crees que eres para juzgarme a mí? ¿Qué haces tú por nosotros? ¿Tienes ya una idea de quién mató a Marcelino?
Se oyó el chasquido de la cerradura de la puerta de entrada, el golpe contenido con la que se cerró de nuevo y un trotecito apresurado que se acercaba repiqueteando sobre el suelo de madera. Estrella, la perra de los Weber-Tejedor se abalanzó sobre Cornelia. Su padre apareció dos segundos después.
– Parece mentira, con lo fondona que está cómo se ha acelerado cuando se ha dado cuenta de que estabas aquí.
Estrella, el resultado del cruce de una setter irlandés con algún perro vagabundo que pasaba por ahí, se retorcía a los pies de Cornelia con agudos gritos de alegría. Ella, aún bajo el efecto del ataque agresivo de su madre, se agachó para acariciar a la perra. Celsa Tejedor aprovechó para escabullirse y poner la mesa. Horst Weber no había percibido el rostro agrio con que su mujer había pasado a su lado cargando platos y vasos. Se agachó también un poco para hablar con su hija y le susurró:
– Le he prohibido a tu madre hablar de lo de Marcelino durante la comida.
Se quedó esperando una reacción. Cornelia seguía dando golpecitos en el lomo a la perra. No levantó la vista para que su padre no viera que luchaba por contener las lágrimas. Le dio las gracias.
– Va a venir también Manuel. Espero que no se retrase.
Manuel Weber-Tejedor llegó puntual. Por lo visto había recibido también instrucciones de su padre, puesto que no mencionó el caso, del que seguro estaba informado aunque no viviera en Francfort. Cornelia agradeció su presencia, porque buena parte de la conversación se concentró en su trabajo. Su hermano era dibujante técnico, pero siempre andaba metido en proyectos cuya factibilidad se discutía a fondo en la casa familiar. Ahora había empezado a trabajar como decorador de escaparates y ni Celsa Tejedor ni Horst Weber se mostraron especialmente satisfechos de esta decisión. Ninguno de los dos lo dijo explícitamente, pero Cornelia sabía que a ambos les parecía algo poco masculino. Gozó durante casi toda la comida de la tranquilidad que da que un hermano cargue con la atención familiar, pero a los postres llegó su turno. Con el flan, que Celsa había hecho para ella, llegó la pregunta que no quería oír.
– ¿Qué sabes dejan?
Preguntó su madre en el mismo momento en el que ponía el platito delante de ella. Era como si el dulce quisiera desviar por un momento su atención de la pregunta envenenada.
– No mucho. Espero que esté bien-; porque esta semana no hemos conseguido hablar ni una sola vez.
– Qué pena.
La conmiseración de su familia era auténtica, también la de su madre, pero Cornelia sabía que también era consciente de hasta qué punto éste era un tema difícil para ella. Y que abordarlo era hurgar en una herida dolorosa. Aguantó el tipo hasta el café y después decidió marcharse. Se despidió de Estrella dándole una galleta. Estaba realmente muy viejita ya. Tenía la respiración entrecortada y cojeaba un poco. La última vez que la vio no era así.
Las ganas de llorar contenidas se le escaparon en cuanto tomó la autopista. Se le mezclaban la rabia, la frustración y la tristeza.
Entró en su piso. Encontró una notita que le habían lanzado por debajo de la puerta. Era de Iris, la vecina. «Estoy de vuelta. Si te apetece, te invito a tomar algo y miramos las fotos de las vacaciones. Gracias por cuidar las plantas.» Miró un momento por la ventana. Una capa de nubes plomizas cubría la ciudad. Ya no iba a salir el sol. Era domingo por la tarde, el peor día para estar sola en casa. Iris le agradecía que se hubiera encargado de sus plantas, a pesar del estado lastimoso en que había quedado una de las palmeras. En otras circunstancias le hubiera horrorizado la perspectiva de tener que escuchar el relato de las vacaciones de Iris. Ya se imaginaba lo que le esperaba: la descripción de las «maravillosas playas de Tenerife», las historias sobre varios «hombres interesantes y atractivos» que había conocido allí.
Así fue:
– ¡Qué playas, Cornelia!
Abrieron la primera botella de vino español. ¿Por qué compra la gente Rioja en las Canarias y lo carga en la maleta si ya se encuentra en cualquier supermercado de Alemania? Qué más daba. Era bueno y entraba como la seda.
– Conocí a varios hombres muy interesantes. ¡Todos alemanes! Pero, desgraciadamente, de Düsseldorf, Hamburgo o Dresde,
– ¿De Dresde?
– Sí, incluso uno del Este.
Iris tenía los teléfonos de todos ellos y habían quedado en llamarse. Por delante de los ojos de Cornelia pasaron fotos y más fotos de gente en bañadores de colores chillones, bajo un cielo de un azul irreal, inimaginable en Francfort. Cuando abrieron la segunda botella, ya estaban haciendo planes para un fin de semana juntas en Mallorca. Iris tuvo el tacto de no mencionar en ningún momento al marido de Cornelia. No se escapaban porque ambas estuvieran solas, sino porque aún faltaba mucho para que llegara el verano. Así se lo repitieron mutuamente hasta que casi empezaron a creérselo.
EN EL AUTOBÚS DE LAS CHACHAS
A la mañana siguiente se despertó con un dolor intenso en las sienes, que rápidamente se extendió, transportado por dos agujas agudísimas a los ojos. «La migraña, también llamada jaqueca, se caracteriza por dolores fuertes y palpitantes que normalmente afectan a un solo lado de la cabeza. Otros síntomas de la migraña a menudo incluyen náuseas y vómitos, distorsión de la visión, vértigo e hipersensibilidad a la luz.» Pero no era migraña, aunque se sentía como si le hubieran puesto una máscara demasiado estrecha sobre la cara. Entornó los párpados y experimentó un cierto alivio que la convenció de quedarse en la cama un ratito más, quizás todo el día, fantaseó, escuchando sólo los rumores que subían de la calle, muy lejanos y atenuados por una doble barrera de cristal.
Cerró por completo los ojos. Intentaría dormir unos minutos. Sólo tenía que procurar no moverse para evitar sentir el dolor, mantener la cabeza inmóvil, como una estatua. «La mayoría de los dolores de cabeza no son serios y se curan solos. Sin embargo, frecuentes migrañas pueden reducir la calidad de vida. Aunque se desconoce el motivo, estudios recientes indican que quienes las sufren tienen más riesgo de infarto.»
Una hora más tarde la despertó el teléfono. Instintivamente intentó incorporarse, pero un pinchazo de dolor la dejó clavada a mitad del movimiento, con el cuerpo medio erguido. Se quedó unos segundos formando un ángulo agudo con el colchón. El teléfono seguía sonando. Salió de la cama intentando sostener la cabeza en la misma posición en la que había quedado. A pasos lentos se dirigió hasta el aparato, con la esperanza y el miedo a la vez de que dejara de pronto de sonar. Su voz se oyó quejumbrosa cuando respondió. Era Reiner Fischer.
– ¿Cornelia? ¿Qué haces todavía en casa?
No acertó a decir nada.
– Habíamos quedado a las siete y media.
– Ya voy.
– Müller está al llegar. Tenemos que tomar el bus de las chachas.
No se le escapaba el tono recriminatorio ni la sorna que contenían las palabras de su compañero. Debía de estar gozando de su pequeña venganza, y a ella le dolía demasiado la cabeza como para poder articular algo más que lo que ya había dicho. Colgó. Entre la ducha y el café se decidió por el segundo. Se vistió velozmente y agradeció su costumbre de dejar siempre preparada sobre una silla la ropa del día siguiente.
Cuando salía del edificio se topó de bruces con Schneider, que arrastraba el contenedor del papel del patio interior de la casa a la calle.
– Buenos días, señora comisaria
Schneider había sido capataz en una fábrica de piezas de automóviles y tuvo que jubilarse anticipadamente por problemas de salud. En su función de portero del edificio intentaba controlar y dirigir la casa como antes lo había hecho con el grupo de operarios a sus órdenes. Para cederle el paso apartó uno de los contenedores.