– ¿Cómo va el trabajo?
Sólo le faltaba eso. Estaba claro que el portero se moría de curiosidad por obtener información sobre su trabajo, con ello podría darse un poco de importancia en el barrio.
– Bien, bien.
Respondió Cornelia con laconismo. No quería darle conversación. Cuando ya estaba a punto de salir, oyó cómo la llamaba.
– Disculpe, comisaria. Quería avisarle de que el sábado por la noche habrá algo de ruido. Daremos una fiesta.
– ¿Qué se celebra?
– Mi señora y yo celebramos nuestras bodas de oro.
– Felicidades. ¿Son cincuenta años, no?
– Sí, más de media vida. Para lo bueno y para la malo, aunque a veces no sea fácil. Hoy en día los matrimonios no tienen esta capacidad de aguante, se separan a la más mínima, ya no hay espíritu de sacrificio. Cinco añitos y adiós. Claro que así los hay que nunca llegarán a las bodas de oro.
El portero levantó los ojos y señaló con mirada significativa a la parte del techo sobre la cual se encontraba el piso de Iris Fröhlich, que se había separado de su pareja hacía un mes.
– Así, a duras penas a las de plata.
Sumergido en su perorata sobre las ventajas de un largo matrimonio, el portero no se percataba de cómo sus divagaciones en realidad también podían referirse a la situación de la comisaria, que golpeaba el suelo con el pie izquierdo.
– La verdad es que me tranquilizó que la señorita Fröhlich se marchara unos días de vacaciones después de separarse de su novio. Nunca se sabe cómo puede reaccionar una mujer al quedarse sola, sin un hombre en casa. Yo, después de la separación, por si acaso, cuando ella estaba en casa pero no se oían pasos, me acercaba de vez en cuando a su puerta para comprobar que no oliera a gas. Es mi deber velar por la seguridad de esta casa, y debo decir que las personas que llevan una vida irregular como ella son un peligro potencial para los demás inquilinos.
– Señor Schneider, debería tener más cuidado con lo que dice de los vecinos.
– Es que es verdad, señora comisaria. Seguro que en países como España tienen una moral más férrea y estas cosas no pasan. Pero en la Alemania actual ya se han perdido las buenas costumbres y ahora la gente vive sólo para divertirse y ganar dinero. Y todos estos extranjeros… No me refiero a los extranjeros como su señora madre, gente honrada que vino a trabajar y nos ayudó a levantar el país, sino a los extranjeros de ahora, esos rusos, yugoslavos y toda esa gente que viene de países que antes no existían y no se sabe ni dónde están.
– Señor Schneider, su labor como portero no le convierte en juez de los vecinos de esta casa. Además, debería usted controlar sus afirmaciones, lo que está usted mostrando es puro racismo. Creía que ya habíamos aprendido esta lección.
Las palabras le salieron en un tono seco, y, aunque Cornelia se había propuesto ignorar las parrafadas xenófobas del portero y no alterarse, esta vez dejó traslucir su enfado. Sin más comentarios abandonó el edificio dejando al portero paralizado y confuso, apoyado, como si de pronto le hubieran fallado las fuerzas, en uno de los contenedores de basura. Antes de que la puerta se cerrara a su espalda llegó a escuchar la voz de Schneider.
– Si desea venir, está, por supuesto, invitada.
Ya en la calle, no podía quitarse de la cabeza la discusión con el portero. Le había dejado un regusto amargo. Quizá no debería haberle hablado así, a fin de cuentas el hombre, con todas sus manías, hacía bien su trabajo y siempre era cortés y deferente. Y lo más preocupante es que esto le preocupara. La cabeza le dolía aún más que cuando se despertó. Se apretó suavemente las sienes mientras se dirigía al lugar donde había dejado el coche. Compraría unas flores, se dijo. Pero para la señora Schneider.
Fischer y Müller la esperaban en la Jefatura. Olía a café. Vio dos vasos de cartón sobre la mesa del subcomisario. Los dos hombres se habían vestido para la ocasión, intentando disimular en lo posible su condición de policías. Fischer llevaba una camiseta debajo de su chupa de cuero de Starsky y Hutch. A decir verdad, le daba un aire proletario muy apropiado para su objetivo. Müller se había decidido por parecer un estudiante de los últimos semestres. Debajo de la capucha de una chaqueta deportiva gris con un pequeño logo del Borussia Dortmund asomaba una mochila de tela que debía datar de los años de Müller en la academia de la policía.
– Bastará con que tomemos un auto para llegar hasta Südbahnhof -propuso Fischer, que al momento se ofreció a conducir. Cornelia aceptó la oferta agradecida de que con ello evitara la situación más bien embarazosa de que Müller hubiera hecho lo mismo porque en ese caso habría sido un poco extraño decidir quién se sentaba a su lado. De este modo, estaba claro que ella ocupaba el asiento delantero y que Müller viajaría detrás. Echó la cabeza hacia atrás y confió en que Fischer condujera con suavidad.
Se pusieron en camino hacia la estación Südbanhof. Allí tomarían el autobús de las chachas, en dirección a la terminal número uno del aeropuerto. Habían previsto subir en diferentes combinaciones, unas veces los tres, otras hacerlo por separado y abordar a las mujeres hispanohablantes siempre fuera de los vehículos.
El viejo adoquinado de algunas calles fue una tortura para Cornelia. Cuando, además, Fischer cruzó demasiado rápido por encima de las vías del tranvía, se le escapó un gemido. Su cerebro parecía golpear dentro de las paredes del cráneo como una gelatina. Fischer la miró extrañado. Müller le puso una mano sobre el hombro.
– ¿Se siente mal, comisaria?
– Un dolor de cabeza. Bastante fuerte.
– ¿Dolor de cabeza o resaca? -quiso saber Fischer.
Por supuesto era resaca. Fischer no iba tan desencaminado. Si hubieran estado solos, lo habría admitido. Pero no con la mano de Müller rozándole el hombro.
– Migraña.
Müller se echó para atrás y ella vio por el retrovisor que buscaba algo en la mochila. Sacó unas tabletas enormes y se las ofreció.
– Lo mejor que hay contra la migraña. Si quiere se las preparo.
Cornelia asintió. Si eran buenas para la migraña, también ayudarían contra su dolor de cabeza resacoso. Müller saco una botella de agua de plástico de la mochila.
– Es nueva. No he bebido de ella.
La abrió de modo que Cornelia pudiera escuchar el chasquido del precinto al romperse.
– Tome un trago para que no se salga el agua con la efervescencia.
El agua cayó como un mazazo en su estómago vacío, pero no dijo nada. Müller metió con cuidado las tabletas en la botella y se la pasó en cuanto se hubieron disuelto. Cornelia se bebió el contenido completo, conteniendo la náusea que le subía al notar el sabor de la medicina. Fischer se volvió hacia Müller apartando peligrosamente la vista de la calle.
– ¿No tendrás casualmente un bocadillo en la mochila?
– Pues sí.
– ¡Joder! Si parece que vayamos de excursión.
– Reiner, conduce -terció Cornelia.
Fischer miró hacia delante, pero en su rostro se mantuvo la expresión socarrona. Se estaba divirtiendo. Y Müller también. El primer impulso de Cornelia al escuchar el comentario del subcomisario había sido intentar defender al agente, pero éste no parecía necesitar su ayuda. Sacó una barrita de pan envuelta en papel de aluminio y, para su sorpresa, empezó a sopesarla en un tono de exagerada ostentación.
– Escalope rebozado, diría yo. De rodillas me vas a pedir que te dé un trozo.
Cornelia se volvió hacia sus compañeros. ¿De dónde había salido esa súbita camaradería? ¿Y ese tuteo? ¿Tan efectivas habían sido sus arengas recordándoles que eran un equipo? ¿O bastaba una chaqueta del Borussia Dortmund para pasar de la mera tolerancia a regañadientes del otro a ese tono amistoso?
Aparcaron el coche cerca de la estación y se dirigieron a la parada del 61. En la plazoleta, delante de Südbahnhof, se apelotonaban las mujeres del servicio que habían llegado hasta allí en el tranvía de Gallus o de Offenbach, o en el metro desde Bonames, Nied o Griesheim, los barrios de extranjeros a los que habían llegado desde Polonia, Croacia, Lituania, Ecuador o las Filipinas. Desde allí saldrían hacia las afueras de la ciudad, donde se encontraban diseminadas las villas ajardinadas.