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Mientras esperaban, se mantuvieron a distancia el uno del otro, como si no se conocieran. Cornelia se observaba de reojo en el cristal que protegía la parada. Sonrió para sus adentros al pensar en el comentario que había hecho Müller en la reunión; era cierto, no tenía aspecto de ama de casa de mediana edad. Bueno, tampoco lo era. Poco a poco la parada se fue animando aún más. De los tranvías y del metro iban llegando aún más mujeres de todas las edades, algunas permanecían solas, en silencio; otras se saludaban y empezaban a charlar. Cuando llegó el autobús, uno largo, articulado, se apiñaron delante de las puertas y subieron junto a los tres policías. Cornelia se sentó en la parte de atrás, Fischer se situó en la plataforma central, y Müller, delante, en un grupo de cuatro asientos. Cornelia observó que Müller había escogido el asiento al lado de la ventana de espaldas a la dirección de marcha del autobús, uno de los lugares que menos gustan a los viajeros, para permitir que otras personas ocuparan los otros tres asientos.

El autobús estaba pintado por fuera de amarillo y en letras rojas anunciaba una cadena local de panaderías. Unos panecillos sobredimensionados cubrían parte de las ventanas. Eran de una especie de plástico semitransparente. Se podía ver a través de ellos, pero aun así absorbían buena parte de la luz del exterior. Las barras que cruzaban el vehículo y de las que pendían agarradores de cuero hacían el espacio aún más bajo. El autobús parecía un túnel en el que se agolpaban las mujeres de la limpieza; a medida que iban entrando subía el volumen de las voces. Mientras se ponían en movimiento, empezó a escucharlas con más atención. Delante de ella, dos mujeres de unos cincuenta años hablaban en una lengua que identificó como eslava. Al fondo, unas voces muy agudas parloteaban a una velocidad que le pareció endiablada. Se preguntó por qué las lenguas extrañas siempre parecen más rápidas que la propia, intentó reconocer alguna unidad, pero sólo captaba una masa informe de sonidos desconocidos. Detrás de ella, dos mujeres hablaban algo que en un primer momento no identificó como alemán, porque ninguna de ellas era hablante nativa. Uno de los acentos le pareció eslavo, quizá polaco, el otro no lo pudo identificar. ¿De qué estaban hablando? Miró por la ventanilla para poder concentrarse mejor. Le llegaban fragmentos que podía reconocer, pero la sintaxis era tan precaria que no conseguía hilvanar la conversación. ¿Cómo conseguían entenderse dos personas en una lengua ajena que hablaban tan penosamente? Tuvo que pensar en su madre, en su alemán con un fortísimo acento entre gallego y español, en esa lengua más bien primitiva con la que había conseguido salir adelante durante cuarenta años, con la que había ido a comprar, había preguntado direcciones, había resuelto gestiones y papeleos, había ido a que el zapatero le cambiara unos tacones y había protestado cuando le habían cobrado de más en una tienda. Las mujeres detrás de ella no usaban artículos o los usaban mal, no declinaban y la conjugación verbal era más bien azarosa y, sin embargo, la conversación fluía sin tropiezos. Aguzó el oído y por fin captó algunas frases completas y entendió que una le contaba a la otra que la dueña de la casa en la que trabajaba se quejaba porque usaba demasiado suavizante al lavar la ropa y que de una manera indirecta la acusaba de estar robándolo para su uso personal, porque no le parecía que la ropa estuviera más suave que antes, y la otra le decía que así era siempre con esta gente, que cuanto más ricos más míseros, y empezó a contarle la historia de una colega a la que obligaban a abrir el bolso cuando terminaba el trabajo y se iba a casa. Cuando el relato llegó al punto en que le explicó cómo, harta de ser acusada sin motivo, la colega empezó a sisar, Cornelia decidió dejar de prestar atención para no encontrarse ante un conflicto moral.

En ese trayecto no escucharon a ninguna hispanohablante. Bajaron en Oberforsthaus y tomaron el autobús de vuelta. Se sentaron en un grupo de cuatro asientos. Müller, al lado de Cornelia; Fischer, enfrente. Durante el viaje intercambiaron algunas impresiones de lo que habían escuchado. Era la primera vez que Cornelia se sentaba tan cerca de Müller. Observó su perfil y quedó admirada de su nariz tan recta. No podía evitarlo. Cuando miraba a una persona, fijaba primero la vista en los ojos, como, por lo visto, hace todo el mundo. Pero de inmediato se concentraba en la nariz, casi siempre para constatar que todas eran más rectas que la suya. Sin embargo, tenía que reconocer que la de Müller era la más perfecta con la que se había encontrado hacía tiempo. El tamaño, el largo, el ancho, el ángulo respecto a la frente, todo encajaba. Palpó con disimulo la base de su nariz, allí donde empezaba la catástrofe, allí donde el tabique, después de un hueco causado por la falta de un trocito, comenzaba su recorrido irregular pero decidido hacia la derecha.

Bajaron de nuevo en Südbahnhof y repitieron el viaje. El autobús iba esta vez más lleno. Müller y Fischer se sentaron como lo habían hecho antes. Cornelia se quedó esta vez de pie. Y tuvo suerte, justo a su lado, agarradas a la barra, tres mujeres empezaron a hablar en español. Dos bajaron juntas. Cornelia hizo una seña a Müller para que siguiera a la tercera. Ella y Fischer descendieron cuando las mujeres se apearon y las abordaron después de que el autobús se hubiera puesto de nuevo en movimiento. No conocían a Esmeralda Valero. Esperaron al siguiente autobús para volver a Südbahnhof. Dentro venía Müller, que al verlos movió la cabeza para indicarles que no había tenido éxito.

– Hablé con una colombiana. La mujer se ha asustado mucho cuando le he dicho que era policía. Me temo que era ilegal.

– ¿Le ha tomado los datos?

– He pensado que era mejor no hacerlo. Si pillamos a alguna ilegal y la llevamos a los de emigración, se preguntaran qué andamos haciendo. Creo que eso puede perjudicar la confidencialidad del asunto.

Listo, listo este Müller.

– Bien hecho. Bueno. Otra ronda de autobús.

Repitieron todo de nuevo. Esta vez se habían separado porque dos autobuses habían llegado a la vez. Müller subió en el primero, que iba más vacío; los otros dos en el segundo. Fischer delante, Cornelia en la mitad. El autobús aún se llenó más que en el viaje anterior. Los cuerpos se apretujaban y se notaba la presión a cada curva. Sólo podía escuchar las voces de las personas más cercanas. A su lado, una mujer joven empezó a gritar en español por encima de la algarabía general.

– ¡Marta! ¡Marta, aquí, aquí!

La interpelada consiguió, a pesar de la estrechez e ignorando algunas voces airadas, acercarse a la joven.

Tenía entre unos cincuenta y unos sesenta años y un cuerpo voluminoso que hacía aún más sorprendente la velocidad con que había conseguido llegar donde se encontraba la otra. Durante el camino charlaron de trivialidades. Las dos bajaron juntas y Cornelia miró a Reiner interrogativamente. Por lo visto él no había escuchado a ninguna hispanohablante. Cornelia le hizo un gesto para que saliera del autobús con ella. Unos metros más tarde se dirigieron a las mujeres. Cornelia les habló directamente en españoclass="underline"

– Señoras, ¿tienen unos minutos?

Las dos se volvieron a la vez, sorprendidas, y la más joven algo asustada. Tanto Cornelia como Fischer les mostraron de inmediato sus identificaciones. Ellas se detuvieron y esperaron a que ellos se les acercaran.

– Disculpen la molestia, pero estamos buscando a una muchacha desaparecida, Esmeralda Valero, y quizás ustedes puedan ayudarnos. ¿La conocen?

Ambas dijeron que sí. La mujer mayor tomó enseguida la palabra. Los miraba con desconfianza.