– Tenemos que ir a trabajar. Vamos a llegar tarde.
– Lo entiendo, pero es un asunto importante. Podemos ir caminando mientras hablamos.
– Mejor que no -replicó la mujer-. Nosotras no hemos hecho nada malo, pero si los dueños de las casas en las que trabajamos nos ven llegar con policías, desconfiarán de nosotras, pensarán que andamos metidas en líos. Así que mejor platicamos aquí.
– En realidad, no hay mucho de que hablar. Sólo querríamos que nos dijeran si saben cuál es el paradero de Esmeralda Valero.
– Pues, si quieren que les diga la verdad, no lo sé. Tú, Lucía, tenías más trato con la Esme, ¿no?
La mujer joven dio un respingo al oír su nombre. Miró a los policías y después a la otra mujer. Finalmente, se decidió a hablar.
– Marta, ¿por qué no vas acercándote para que la señora Scherer no se extrañe? Te sigo en unos minutos. Dile que vengo en el siguiente bus, ¿vale?
– Hija, no hay nada que les vayas a contar a estos señores de la policía que no haya oído ya alguna vez. Que llevo ya muchos años en este país, viéndoos ir y venir. Pero si quieres que me vaya, me iré.
La mujer mayor se fue algo enfurruñada.
La joven, la llamada Lucía, esperó a que la otra se hubiera alejado lo suficiente.
– No es que sepa mucho, pero Esme, Esmeralda, decidió dejar la casa de los Klein por motivos que no me contó y se ha buscado otra cosa.
– ¿Sabe usted dónde?
Lucía vaciló. Viendo los apuros de la muchacha, Cornelia creyó intuir lo que venía a continuación. Intentó lanzar un cable a la joven.
– Ya no trabaja en el servicio doméstico, ¿verdad?
La mujer asintió. Miraba constantemente por encima del hombro de Cornelia en dirección a la parada del autobús. Cornelia podía imaginar que tampoco querría que otras compañeras la vieran hablando con policías. No llevaban uniforme, pero quien observara la situación podía fácilmente llegar a esa conclusión. Sobre todo viendo ahora a Fischer, con esa forma de plantarse con los pies algo separados y las manos a la espalda.
– ¿Prefiere que hablemos en otro sitio?
– Por favor.
Se alejaron de la parada del autobús. A un lado se abría un parquecito y se acomodaron en uno de los bancos. Lucía comprobó con la mirada que no fueran visibles desde la calle. Cornelia ya se había cerciorado de ello al escoger ese banco. La joven empezó a hablar enseguida, los autobuses pasaban cada diez minutos.
– No sé exactamente dónde está, pero sé lo qué está haciendo. Lo que pasa es que no quería contárselo delante de Marta. Es buena persona, pero es también muy chismosa.
– Me hago cargo.
– No sé si a Esmeralda le gustaría que se lo contara. Ella es una buena muchacha, y todo lo que hace lo hace por su familia, por sus hijos -se detuvo-. Tiene dos y una madre muy mayor ya. El marido perdió el trabajo, y por eso ella se tuvo que venir a Alemania. -Otra pausa-. Para ganar dinero, para la familia. No por otra cosa. Y extraña mucho a los suyos. Quiere volver cuanto antes a casa, pero con la plata suficiente.
– Por eso buscó algo más lucrativo, ¿no?
Lucía asintió. Se sentía visiblemente incómoda. Cornelia presumía el resto y no veía la razón de torturar a la muchacha esperando que fuera ella quien lo dijera.
– ¿Me equivoco si digo que trabaja en un prostíbulo?
Lucía volvió a asentir.
– Sólo una última pregunta. ¿Tiene una idea de dónde la puedo localizar?
– No. No la he vuelto a ver desde que me dijo que iba a trabajar de señorita de compañía. Esmeralda no hablaba mucho. Era muy suya, muy reservada. Pero sí que sé que sigue viviendo en Francfort. El otro día me la encontré.
– ¿Cuándo fue el otro día?
– El viernes de la semana pasada. Y me dijo que seguía en la ciudad, pero no me dio más detalles.
– ¿Dónde la vio?
Lucía la miró suplicándole con los ojos que no se lo hiciera decir.
– Es importante que lo sepa.
La muchacha bajó la vista.
– En la GutleutstraBe.
– Es una calle muy larga. ¿Por encima o por debajo de la Baseler Platz?
Si era por debajo, cabían dos posibilidades, que Esmeralda viviera en la zona, de viviendas más bien deterioradas, o que trabajara en algún prostíbulo cerca de la estación. Si era por encima, quizás estaba casualmente de paso, porque se trataba de oficinas y despachos de lujo.
– Por encima.
– ¿Sabe qué hacía por allí?
Lucía bajó los ojos avergonzada.
– Nos encontramos haciendo cola para el reparto de alimentos en la Frankfurter Tafel.
Cornelia entendió los reparos de Lucía por tener que reconocer que recurría a los paquetes de esa institución benéfica que recogía alimentos caducados pero todavía comestibles en supermercados y restaurantes y los repartía entre los sin techo y las familias necesitadas.
Antes de despedirla, Cornelia le tomó los datos y comprobó con alivio que los papeles estaban en orden. Le entregó una tarjeta con su teléfono por si volvía a tener alguna información y la dejó marcharse antes de que llegara el siguiente autobús.
Repitieron aún el viaje varias veces más en distintas combinaciones, pero sin éxito. No escucharon a otras hispanohablantes, a pesar de que por su aspecto Cornelia hubiera jurado que varias de las pasajeras lo eran. Pero algunas viajaban solas y otras hablaban en alemán con otras extranjeras. De todos modos, si Lucía les había contado la verdad, ya tenían por donde empezar, aunque esto supusiera la poco grata tarea de recorrerse los prostíbulos de la ciudad.
Regresaron a Südbahnhof.
– Ahora tendremos que dedicarnos a los burdeles y controlar en la Frankfurter Tafel. Espero que Esmeralda Valero trabaje en uno de los prostíbulos registrados, de lo contrario la búsqueda será ardua.
– Con un poco de suerte no se habrá cambiado el nombre; me puedo imaginar que Esmeralda es un nombre atractivo cuando se trabaja en un burdel.
Podría haber sido un comentario de Fischer, pero salió de la boca de Müller. Cornelia lo miró buscando algún signo de ambigüedad en lo que había dicho, un tono lúbrico disimulado o un centelleo obsceno en los ojos. En vano. Había sido una constatación objetiva. Nada más. Fischer ya había abierto el coche y ocupaba de nuevo el asiento del conductor.
BANDAS
– La Frankfurter Tafel reparte lotes de comida a cinco mil personas dos veces a la semana y abre comedores para necesitados a diario.
– ¿Dónde?
– Los lotes -Müller leía los datos de la pantalla- se entregan los lunes de doce a dos en la Maria-Hilf en la Rebstócker, y los viernes donde nos dijo Lucía Sánchez, en la Gutleutstraße.
– ¿Rebstócker Straße? Eso está en Gallus.
El asunto Esmeralda estaba encomendado a sus manos, así que una vez más le tocaba dejar de lado el caso Soto para pagar su tributo a Ockenfeld.
– ¿No está allí también la sede de la ACHA? Ya que estoy por ahí me acercaré también.
Por si la búsqueda se alargaba, quería pedir a uno de los dos que la acompañara, pero ¿a cuál? Sólo un par de minutos más tarde Fischer la sacó de dudas.
– Creo que tengo algo sobre los autores de los anónimos.
Cornelia se levantó y se acercó a la pantalla del ordenador del subcomisario para ver lo que estaba leyendo.
– Desde hace medio año hay quejas de dueños de locales en la zona del Westend sobre un grupo de adolescentes bastante agresivos que han causado problemas en varios locales.
– ¿Una banda?
– No queda claro si están estructurados o se agrupan más bien espontáneamente, pero aquí hay registradas varias denuncias por molestar a clientes de un restaurante italiano de lujo en la Bockenheimer Landstraße, otra de una churrasquería argentina dos calles más abajo, en la Guiollettstraße, y una más, de un japonés, en la Mendelsohnstraße.-La zona parece muy delimitada -Cornelia señaló un cuadrante en el mapa que colgaba de la pared detrás del escritorio de Fischer- en esta parte del Westend, muy cerca del edificio de la antigua Jefatura.